Llegó portando una gran bolsa negra de plástico en una mano y un ramo de flores en la otra. Se colocó justo enfrente del lugar, serio, reflexivo y un poco cansado por el viaje. Arrodillado, sacó unas tijeras de la bolsa trasera de su pantalón y comenzó a cortar el pasto crecido alrededor de la lápida. ¿Quién habrá estado ahí?, ¿sus padres?, ¿esposa?, ¿algún hijo?
Este hombre maduro, de unos cincuenta-cincuenta y cinco años, lucía unos jeans azules y una camisa de manga corta con cuadros blancos y grises. Su vestimenta me recordó a los días en que mi padre nos llevaba a comer al mercado los domingos; un atuendo casual que reflejaba ese momento cotidiano pero especial.
Terminó de limpiar la lápida incrustada sobre la tierra y colocó encima de ella el ramo de flores coloridas. Posteriormente, sacó del interior de la bolsa negra una cobija, la cual acomodó meticulosamente a un costado, junto con una chamarra a modo de almohada. Por último, antes de acostarse de lado sobre la cobija y posar su mejilla sobre la chamarra, abrió una sombrilla negra para protegerse del sol.
La posición en la que estaba acostado emulaba las veces que queremos susurrar a alguien al oído antes de dormir, confesar algún secreto o simplemente sentir el calor de la otra persona. Probablemente, ese hombre platicó durante varios minutos, tal vez horas, con su ser querido; le contó todo lo que había pasado desde la última vez que fue a visitarlo y le recordó su promesa implícita de acompañarse hasta el final.
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