Por Juan Ignacio Valencia Díaz
‘¿Dónde están sus ojos? ¿Dónde están sus ojos?’ Eufemio se pregunta. En los días de veinticuatro horas se pregunta ¿Dónde están los ojos de mi Patricia? Y en los de treinta y seis se pregunta dónde están sus ojos y sus manos, y en los días de tres noches dónde están sus ojos y sus manos y sus pies. Por las mañanas le pregunta: ‘¿Dónde estás, Patricia? Y luego en las noches se pregunta a quién le prepara la cena. Luego hay días que de tanto preguntarse tantas cosas, Eufemio se queda sin cosas para preguntar. Demasiadas cosas se pregunta Eufemio de su esposa Patricia. Quizá no se preguntara nada si la tuviera con él. Si la pudiera ver.
Algo distinto le pasa a Candelaria, que nunca se pregunta nada, porque ya lo sabe todo. Ella se habla como hablándole a Jacinta, se baña como si la bañara a ella. Sabe cuando Jacinta piensa en ella, y sabe a qué hora come y cena, o si no come ni cena. La voltea a ver cuando se sienta a cenar y le dice que baje los codos porque es de mala educación ponerlos sobre la mesa. Se pone a ver el fútbol con ella. Y Jacinta siempre gana, pero eso no es casualidad. Cuando la lluvia escampa juega con ella y al terminar las tardes le ayuda a terminar su tarea. A ella, a Jacinta su hija ausente, desaparecida, que Candelaria sabe no está muerta - aún sin saber dónde está - porque en las noches le acaricia su lacio cabello mientras la duerme sobre su regazo.
María no se hace el amor sola. La fotografía de su esposo José en el lado derecho de la cama, donde él duerme, le dice y la convence que ahí está él, el José que sabe cómo, cuándo, dónde y en qué parte de su cuerpo tocarla. El mismo al que recurre cuando surge un desperfecto y le surte la despensa y la invita a salir a bailar luego que los niños duermen. El José que la acompaña a dar la vuelta al parque y en las mañanas correr, 'quesque correr hace bien' dice él. 'Si tan sólo pudiera saber hacia dónde corriste, José' - dice hoy María - ¡Ojalá hayas corrido, José, y estés vivo!, hablándole al José de la fotografía del día de su boda en la finca. El José que no llegó a dormir, que no aparece o desapareció o lo desaparecieron. El que quizá sí o quizá no pudo correr, anoche cuando en el pueblo se armó la balacera en la plaza, donde estaba él.
Esta tierra ya no ha sido la misma desde que el viejo Otilio no la trabaja. Aunque ha hecho sus mejores esfuerzos para parir por sí sola las milpas y los trigales de antes, las raíces se le han ido muriendo; porque el agua se fue también ese día. Aquel desertoso día. Del río caudaloso de abajo ya no hay quien la cargue hasta acá a la siembra. Árida se ha vuelto la tierra, como el horizonte; casi blanca como las nubes que ya no se posan acá en la sierra desde que a Otilio se lo tragó, allá lejos, otra tierra. Otilio, el David dueño de esta tierra en la que otros Goliat llamados Monsanto también quieren sembrar. Tierra que, de tan ligera, el aire se la va llevando.
Mariana extraña a Francisco. Tiene cuatro años y lo extraña, pero ella no sabe que lo extraña. Quizá porque no sabe que se lo llevaron los militares a la fuerza. O porque no alcanza a comprender el llanto silente de su madre. O quizá porque es niña y las niñas no deberían a extrañar su papá. Pero con todo, Mariana extraña a Francisco, a Francisco su padre, que 'se fue de vacaciones', que 'ya casi viene' dice la madre de Francisco a quien, por defender a las mujeres de su pueblo se lo llevaron en una camioneta gris. Tan gris como aquel día de hace tres meses. Francisco tiene, o tenía 47 años.
Carmen dijo adiós a Miguel un día. Un día en que, sin saberlo, le dio el último; y es que a veces perdemos cosas que ya no volvemos a ver, y no nos pesan. Pero esas son cosas. Carmen dijo un adiós que le pesa como el peso de diez mil adioses dados todos juntos. Ese fue un día que ve con justificado amargor hoy. Ciertamente pesa dar un adiós que no sabías iba a ser el último. Ellos se citaron en la plaza del pueblo aquel día en que a Miguel se le escapó decir que por la noche se iría a los Estados Unidos para volver en 3 años y casarse. La Carmen que se le secaron los ojos cuando pasaron los días y ya no supo nada más de su prometido, que quizá sí o quizá no logró cruzar el desierto, en busca de su sueño. Carmen ya no es la misma, pues antes no cargaba ni un adiós en la cabeza ni en la espalda, mucho menos en el corazón.
Xóchitl, de 12 años, calla. Pocos recuerdan el sonido de las palabras que decía. Ya nadie sabe qué tanto calla pues habla casi nada. Todos olvidaron ya el timbre de su voz. A la Xóchitl que leía en voz alta poemas en su escuela primaria le apagaron la voz las ráfagas de balas que cortaron de tajo y masacralmente la garganta de su hermano menor, Carlos, que iba tomado de su mano cruzando la calle en el día del operativo. Ellos iban rumbo a la escuela. El maldito día del maldito operativo que a decir de las malditas autoridades "se salió de control" y que "lamentaban profundamente la muerte de civiles". Ese, el mismo día que sus padres trabajaron hasta tarde y en su trabajo recibieron esa maldita llamada. El maldito día de las malditas balas que también atravesaron la garganta de Xóchitl, aún sin tocarla.
Esta noche en la mesa hay dos lugares vacíos, cinco mentes ausentes, cinco bocas que se abren sólo para comer; diez manos que se mueven para llevar la comida a las cinco bocas de los cinco cuerpos sobre los que pesan los ochenta y seis kilos de peso que pesaba el abuelo, y los setenta y nueve de la abuela, que hace veintisiete y cuarenta y cinco días respectivamente dejaron de ser dos cuerpos en dos camas de un hospital para volverse dos números más (o dos números menos, depende de cómo se vea), o - lo que es lo mismo - dos muertos de una pandemia. Y se volvieron llanos números también del espectáculo televisivo de tragicomedia nacional que noche a noche transmite a un indolente y su pequeña horda de fanáticos, que hablan de muertos como si fueran granos de sal. Perdón, como si fueran sólo números. Dos enfermos más, dos muertos más, dos lugares vacíos en la cena de Navidad, a ellos qué les importan. Ni los abuelos ni los trescientos mil, cuatrocientos mil, o cualesquiera sean los números que se lleguen a morir. Perdón, que se lleguen a 'acumular'.
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