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Foto del escritorCámara rota

El último trago




Por Eli Adán Díaz


Si hubiera tenido que elegir el lugar para despedirla, no hubiera sido aquí. Rodeado de gente desconocida, siendo objeto de las puntiagudas miradas que me apuntan incesantemente. Sintiendo en el rostro los ligeros golpes asestados por los copos de nieve que a su vez enfrían mi piel. Pero bueno, ya estoy aquí. Le tomo de las manos y me coloco frente a ella. El silencio que se había interpuesto entre nosotros se rompe.

 

—No te ates a mi recuerdo, prometo que en cuanto vuelva por acá serás lo primero que buscaré, pero mientras debes de seguir con tu vida. Le pedí a Rosalía.


—Pero es que aún no me has aclarado cuánto tiempo habré de esperar, Julio. Me respondió ella ya con la voz entrecortada. 


—No tengo un tiempo exacto, pero no dudes que intentaré enviar constantemente cartas para mantenerte al día de cómo va todo. 


La bocina del tren sonó, era el anuncio para que abordáramos lo antes posible. Tomé del rostro a Rosalía y le di un beso prolongado, la duración sin duda determinaba el poco deseo que tenía de dejarla ahí. El nudo en mi garganta se apretó y sólo permitió el flujo del suficiente aire para evitar mi asfixia. 


Me encaminé en dirección a la puerta asignada para abordar, mientras contenía con todas mis fuerzas la falta de voluntad para volver a ver a Rosalía. Algo me decía que si la observaba así, conmovida hasta las lágrimas, eso sería determinante para poner en jaque mi hombría. 


Caminé determinado a sostenerme por encima del capricho de verle el rostro una vez más. 


Ya habiendo abordado el tren, caminé entre los asientos y la gente buscando el mío. En el boleto que me había sido asignado, tenía impreso el número 28. Avance, 25, 26, 27, 2, es aquí. 


En el asiento contiguo, un tipo ya algo mayor estaba sentado y se me hizo imposible verle el rostro, ya que leía un enorme periódico. 


—Buenos días. Le dije. Disculpe, ¿podría pasar para ocupar mi asiento?


Sin desviar la mirada del periódico y sin hacer el mínimo esfuerzo para levantarse, movió sus piernas hacia el pasillo y replegó el periódico hacía su cuerpo haciendo un pequeño espacio para que yo pasara. Coloqué el maletín frente a mí y avancé de a poco para no causar la mínima molestia al tipo, que se veía muy interesado por lo que leía. 


Apenas me había acomodado en el asiento cuando se aproximó a nuestro lugar un amable joven que vestía un chaleco rojo. 


—Muy buenos días, espero que podamos comenzar a avanzar en un par de minutos. Solo estamos esperando a que todos encuentren su asiento. Recitó como una línea aprendida de memoria. ¿Les puedo ofrecer alguna bebida? 


—Para mí, una copa del mejor coñac que sirven aquí. Se apresuró a ordenar el tipo de a lado. 


—Para mí, un café está bien. Ordené. Con una cucharada de azúcar y una de café.


—Perfecto. Dijo el joven del chaleco. En seguida vuelvo.


El tipo continuó con su voraz lectura mientras yo observaba por la ventana la claridad del día. 


Los árboles y las montañas tapizadas de nieve mostraban un paisaje bellísimo. De la nada, el tipo bajó de golpe su periódico, lo dobló y lo coló en sus piernas. Se quedó pensando un largo rato mientras jugaba sus dedos sobre la rodilla, los dejaba caer uno seguido del otro y el sonido que producía figuraba el trote de un caballo. El sonido me logró hipnotizar, al grado que comencé a sentir ligeros toques eléctricos en mi cabeza. 


—Aquí tienen. Interrumpió el ritmo el joven con el chaleco rojo. 


—Muchas gracias. En esta ocasión me adelanté yo mientras el tipo de al lado permaneció en silencio. 


—Cualquier otra cosa que gusten, estaré dando vueltas por acá. Con su permiso. Dijo el joven y pasó a retirarse. 


Probé la taza de café, el contenido era caliente pero no lo suficiente para provocar una quemadura. Uno, dos tragos degustando el sabor amargo cuando el tipo a mi lado interrumpió para preguntar. 


—¿En verdad café? Dijo el tipo de forma incrédula. Los viajes en tren y en estas condiciones no garantizan un desplazamiento seguro. He escuchado miles de historias de trenes que se quedan varados y otros que se descarrilan. La tormenta de hoy promete ser intensa. Si yo fuese a morir hoy lo último que tomaría sería café. Tomó de un trago su coñac y lanzó aire por la boca, simulando un dragón que escupe fuego. Quizás después de muerto, pero nunca antes. 


No supe qué responder ante sus cuestionamientos, no había previsto este tipo de conversaciones para un viaje como este. 


Me concentré en mi café y en disfrutar el paisaje que regalaba el horizonte. Recorrí con la vista el interior del tren y caí en cuenta de que en la parte superior de la puerta de ingreso, que me quedaba a mis espaldas, había un reloj que marca las 9:20. 


Las manecillas se desplazan después de una ligera pausa que para mi parecía eterna. Me comenzaron a sudar las manos y siento el corazón acelerado. Los comentarios del tipo hicieron mella en mí. 


—¿Sabes por qué son peligrosos estos viajes? Me preguntó el tipo. Por cierto mi nombre es Remus Wilson y he trabajado antes en los trenes. ¿Sabes?, el metal de las vías se expande con el frío, lo que comienza a hacer difícil el avance. Eso nos haría parar y con una tormenta como esta, no duraríamos 20 minutos con vida. Aquí la tormenta se ve ligera, pero la próxima parada está a 3 horas y puedo apostar que la tormenta en la dirección que vamos ya tiene algunas horas de haber comenzado. 


Me quedé pensando, cuando de nuevo sonó la bocina del tren y poco a poco nos comenzamos a mover. El paisaje que se había pintado en la ventana se diluyó con el constante avance y una constante caída de nieve se veía por la ventana. En unos minutos cogimos tal velocidad que todo al exterior del tren era difícil de definir.


Continué con mi café. Era claro que las palabras del tipo a mi lado se habían hecho espacio en mi cabeza y que de vez en cuando las repetía de manera involuntaria. Miré el reloj y con su manecilla más larga rozaba el número 7. Siempre me costó leerlo con exactitud, así que asimilé que iban a ser las 9:35 pronto. 


—Mirar el reloj sirve de poco cuando la muerte lleva el tiempo. Dijo el tipo al lado. 

Me decidió por mirarle, para indicarle que sus constantes interrupciones me estaban molestando. En realidad su constante insistencia en hablar de la muerte me estaba generando un terrible miedo, así que clavé la mirada buscando hacer contacto con su rostro, pero esté ignoro por completo mi deseo de captar su atención. En mi cuello un inquietante brincoteo comenzaba a irritarme. 


Me levanté, esta vez sin pedir permiso, para remarcar un poco mi disgusto y me abrí pasó frente al tipo en dirección al tocador. Caminando entre los asientos pude percibir como los demás pasajeros tomaban con calma, incluso gozaban el viaje, solo yo estaba perturbado. Dentro del baño abrí de prisa las llaves y mojé mi rostro con el agua fría que corría por el grifo. En mi mente y por breves momentos se aparecía la figura de Rosalía, pero cuando intentaba recordar su rostro la imagen se tornaba borrosa. Descargué el tocador para simular que había acudido a hacer mis necesidades y salí de inmediato. Observé al señor Wilson hablando con el joven del chaleco rojo, mientras yo me acercaba caminando por el pasillo hasta ellos. Para cuando llegué a mi asiento él se iba retirando. El señor Wilson se hizo de lado y ya sin el periódico en manos fue más fácil el paso hasta mi asiento. 


Después de un largo rato pensando e imaginando todo tipo de desgracias me percaté que en el reloj estaban apunto de marcar las 10:30 de la mañana. Habíamos avanzado ya por largo rato sobre el clima tormentoso y nada había pasado. Así que decidí tomar un pequeño descanso, lo difícil fue calmar la mente, me recosté sobre la ventana y cerré los ojos. 


—Descanse un rato joven, ahora que avanzamos con calma. Si el tren se detuviera en estas condiciones, no duraríamos 20 minutos parados. Apuntó el Señor Wilson. —No tengo temor alguno, no entiendo la insistencia de sus comentarios. Respondí por fin efusivo. 


—No se moleste joven, solo estoy intentando tenerlo al tanto de lo peor.


—Bueno, considero que ha hecho suficiente. Ahora puede evitar lo demás que tenga planeado. 


Me giré un poco sobre mi lado izquierdo y buscando volver a acomodarme, cerré los ojos de nuevo. El cansancio me abrazó y perdí la noción del tiempo. Al cabo de unos minutos, o bueno, lo que para mí fueron minutos, pude percatarme de que el tren disminuía su velocidad. El pánico se manifestó en mi cuerpo pero tomé el control y luchando contra mi voluntad de abrir los ojos para cerciorarme que todo estaba bien, decidí continuar descansando con los ojos cerrados. Algunos pensamientos circularon en mi mente, quizás paramos de forma repentina y no pude percatarme, o quizás seguimos avanzando y no puedo sentir porque mi cuerpo está en calma. No pienso ceder a los deseos de abrir mis ojos y contagiarme del pánico que circula en el vagón. 

Me he relajado de más, tanto que me cuesta despertar. Todo está en calma por acá. En el vagón un tono angelical prevalece, al parecer el trayecto en el tren ha sido ininterrumpido.


Mis ojos por fin se abren después de batallar un rato, el tren avanza lento, como si flotara en nubes esponjosas. 


El señor Wilson volvió a leer su periódico y el aroma intenso a café recién preparado cubre cada rincón del vagón. 


Sin bajar su periódico y aún adormilado, lo puedo escuchar hablar: 


—Me alegra que haya descansado, no le molestaré más con mis comentarios, incluso le ofrezco una disculpa. No era mi intención amargar su viaje. Dijo el Señor Wilson.


—No se preocupe, yo también estaba un poco ansioso e irritado. La mía no fue la mejor forma de responder. Dije, aún recostado sobre mi hombro izquierdo y acurrucado para no ceder terreno al frío. 


—Por cierto, disculpa también por lo del café. En verdad estaba equivocado, ahora creo que en este tren sirven el mejor café.


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