Por Guillermo Martínez Collado
Solo faltaban unas horas para abandonar el lugar y ya no sabía dónde meterme. Había hecho la maleta dos veces, ordenando la ropa según su tamaño. Sudaderas, camisetas, pantalones. Los productos de aseo personal. Las prendas interiores. Barrí el salón y amontoné la basura en un rincón. Por alguna razón no encontraba el recogedor en ninguna parte. Entré a la habitación. Las cosas de Marta seguían sin recoger. Frente a la cómoda, en el suelo, se podían ver los restos de la copa de vino. De ninguna manera iba a recogerlos, ella sabía eso. Por más que hubiera ocurrido en un momento de enajenación, debía ser Marta quien los barriera. Por el rabillo del ojo me di cuenta de que había dejado su teléfono en la mesita. Sentí la tentación, no era la primera vez. Solo sería un momento, introducir la contraseña y echar un vistazo rápido a los mensajes. Era casi imposible que me pillara, la oiría al entrar a la cabaña. Me acerqué caminando muy despacio. También podría ser que no soportara alguno de sus secretos. Me froté los ojos con fuerza. Entonces la escuché a mi espalda.
-Supongo que no estás pensando en coger mi teléfono.
-Claro que no. Sólo estaba meditando. Has tardado mucho.
-Había más bayas de las que creía. He cogido un montón.
-¿Estás segura de que son comestibles?
-Olvidas que me crié en un pueblo.
Miré los cristales del suelo. Luego me giré hacia Marta.
-Habría que dejarlo todo preparado.
-Aún nos sobra tiempo. Quería volver al lago antes de que nos vayamos. Puedes acompañarme.
Su voz sonaba relajada. Era una novedad después de tantos días de tensión. No me apetecía ir al lago, pero parecía una oportunidad para crear un recuerdo del cual estar orgullosos al volver a la ciudad. “Al final, antes de marcharnos y dejar atrás un horrible fin de semana, dimos un tranquilo paseo hasta el lago". Sonaba bien.
-De acuerdo. Pero antes querría acercarme al coche y seguir hasta la zona con cobertura, para mandar un mensaje a mi hermano.
La dejé allí y salí en dirección a la pista de tierra. Había unos centenares de metros hasta llegar a la curva, y más allá estaba el coche, en un pequeño claro hormigonado. Volví a mirar la rueda. Las piedras habían rajado la cubierta como si fueran navajas. Un hecho rarísimo y de una mala suerte increíble. Me lo repetí a mí mismo. Mala suerte. Solo es mala suerte. Saqué el teléfono y caminé un par de kilómetros hasta llegar a un sitio donde marcaba una leve señal. Los pitidos indicaban que los mensajes iban entrando. Dejé la mayoría sin leer y busqué los que me había enviado mi hermano.
"Estaremos allí a las cinco. No te preocupes. Ana conoce la zona. Os queremos".
Os queremos. Volvía a usar esas expresiones tan extrañas en él. Contesté unos cuantos mensajes y me despedí de la cobertura. Cuando llegué a la cabaña, Ana estaba sentada en una de las mesas de madera del jardín. Era evidente que estaba de mal humor.
-Has tardado.
-Tuve que contestar unos mensajes, nada importante.
Estarán aquí a la hora acordada.
Se levantó y echó a andar sin esperarme. Caminé detrás de ella.
No pude evitarlo y eché un vistazo a su trasero. Eran muchos días sin consumar una relación. Traté de no pensar en ello. Era evidente que no iba a ocurrir. Aceleré el paso y me situé a su lado. El camino se internaba en el bosque. Me irritaba que a Marta le gustara tanto. Cuando el follaje se hacía más frondoso y parecía que no había manera de seguir, se llegaba a un claro. Un poco más allá se veía el lago. Al fondo, los picos nevados. Seguimos hasta la orilla y nos quedamos allí un rato. Dimos un paseo en silencio.
-¿Qué es aquello?
Eché un vistazo. Aunque estaba a un centenar de metros, la escena se veía con claridad.
-No te acerques. Es un animal muerto. Seguro que huele fatal.
-Por dios. ¿Qué puede haberle pasado? ¿Es uno de esos caballos a los que dimos de comer?
-Seguro que murió de viejo. Alguna alimaña lo habrá empezado a devorar. Vámonos.
Regresamos al sendero a toda prisa. Antes de introducirnos en él, me giré y eché un vistazo al cadáver. Alrededor había un montón de sangre. Me alegraba el irme de allí.
Llegamos a la cabaña en silencio. Esperé mientras Marta hacía su maleta. Volví a fregar los platos que ya estaban limpios. Pasé un paño por las esquinas. Al ver que ella lo ignoraba, hice de tripas corazón y barrí los cristales. Los envolví en papel de periódico y los eché en la basura. Saqué la bolsa y me la llevé junto a mi maleta. Marta me seguía a un par de metros, iba fumando.
-Pensé que lo habías dejado.
-Lo dejé. Más o menos. Siempre llevo algo de tabaco encima, pero no fumo todos los días.
Llegamos al coche y nos sentamos a esperar. Pasaba el tiempo, pero no aparecía nadie ni se escuchaba ningún motor lejano. Caminé más adelante, de nuevo fueron casi un par de kilómetros hasta llegar a la zona con cobertura. Sonaron unos mensajes, pero ninguno era de mi hermano. Le escribí y dejé el móvil en el suelo. Me acerqué a fumar donde estaba Marta. Ambos lo hicimos. Al rato volví a por el teléfono. Abrí la carpeta de los mensajes y busqué la conversación con mi hermano. Lo leí en voz alta.
-Hemos tenido complicaciones de última hora. Es imposible salir a por vosotros. Por la mañana nos vemos allí. Os queremos.
Intercambiamos unas miradas. Intenté llamar, pero fue imposible. Cogimos las bolsas y volvimos a la casa. Estaba anocheciendo y no queríamos que la noche nos pillara en el exterior. Llegamos con las últimas luces. Lo primero que hice fue coger unos trozos de madera que permanecían almacenados en el salón. Preparé el fuego lo más rápido que pude. Al menos las llamas iluminaban el pequeño salón, donde apretamos nuestros cuerpos el uno contra el otro. Nadie pensaba en dormir. Marta me miró, pero esta vez lo hizo de verdad.
-¿Realmente crees que el caballo murió de viejo?
Las llamas captaban toda mi atención.
-No. No creo que muriera de viejo. Alguien lo descuartizó.
La leña empezó a sonar retorcida por el fuego. Me acordé de los WhatsApp del teléfono.
-Tampoco me parece que esos mensajes hayan sido escritos por mi hermano.
-Lo sé. Él no usa esas expresiones. Dios, espero que estén bien.
Observé a Marta durante un rato. ¿Cómo sabía ella qué tipo de mensajes escribía mi hermano? Preferí no indagar más, dadas las circunstancias. El fuego comenzó a perder intensidad. Era el momento de avivarlo.
-Además, ese pinchazo es demasiado raro para ser fortuito. Ya lo pensé el primer día. Debimos salir de aquí caminando el sábado por la mañana.
-¿Y ahora qué hacemos?
-Lo único que podemos hacer. Esperar. Y mantener el fuego.
Me levanté para atizar la chimenea. Luego miré por la ventana, pero fuera solo se veía oscuridad. El miedo me impedía pensar con claridad. Volví a sentarme con Marta. Se acercó y agarró mi brazo con fuerza.
-No he barrido los cristales.
-Lo sé.
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