Escribir es un trabajo duro, para valientes. Sentarte con las piernas cruzadas y la mente en blanco frente al espacio vacío, que clama por ser llenado con palabras precisas, es algo desalentador.
A veces le das vueltas a una idea, la pones del revés mil veces, la vuelves a acomodar en su anterior forma, pero no cuaja, se niega a dar frutos. Es como el rosal del patio que cuidas con esmero y sin embargo, jamás has podido cortar uno de sus tesoros.
En la mayoría de esos instantes sientes que la página en blanco se burla de ti. Se ríe con sorna de tus esfuerzos vanos. Te muestra el dedo corazón para que entiendas que no puedes vencerla, que estás tan hundida como tus musas, ahogándote despacio en tanta vastedad espesa, casi como nieve, fría como ventisca.
Aun así, hay un momento, un solo segundo de inspiración absurda que siempre cruza tu mente. La atraviesa cual rayo de plata y abre las nubes. Reverbera cual trueno en la distancia y, si sabes cómo ser lo suficientemente osado, puedes capturarle, tomar por la cola el cometa, comenzar a vencer, paso a paso, al dios que reina en ese espacio que casi sería inútil de no ser por tu llegada.
Te concentras, dejas que fluyas y ahí está, plasmado en líneas ondulantes frente a tus ojos. Una, dos, tres, cien. Miles de letras llenando lo desconocido, engatusando al abismo, dejando que tu alma se apodere de todo como en un inmenso Big Bang.
Más tarde llega la calma, vuelve el ocaso de las ideas y la historia, como en un absurdo bucle, se repite. No finaliza, solo hay que aprender a vivir con ella y dejarse llevar.
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