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Más allá del cantero

  • Foto del escritor: Cámara rota
    Cámara rota
  • 3 jun
  • 12 Min. de lectura

Actualizado: 4 jun



Por Nicolás Andrés Ferreiro-Saez


Sección Primera: Crecer, Ocupar, Resistir


Me establecí sin elección. Un reflejo de algo mayor, extendiéndose desde una planta madre muy lejana ya. Mi raíz, fina y quebradiza, se hundió en este suelo ajeno pero fértil. Nunca fui semilla ni germiné, no soy más que un reflejo, una réplica exacta de otro destinado a ocupar su espacio. Algunas hierbas delicadas y arbustos torpes que rodeaban mi cantero parecían no entender que estaban en retirada. Desde el primer momento, sentí que no pertenecía allí, pero mi existencia misma era un mandato: crecer, ocupar, resistir.


A mi alrededor, un orden precario había sido trazado por manos humanas. Rectángulos de tierra algo elevados y delimitados por concreto, con pequeños carteles clavados en el suelo anunciaban nombres que no entendía. "Tradescantia pallida", decía el mío. Pero yo no era única, ni siquiera individual. Era una prolongación, una réplica más en una sucesión interminable. No éramos los únicos en aquel lugar. Entre las rendijas del suelo, brotaban los espontáneos, pequeñas hierbas nativas intentaban, tímidas y desordenadas, como si pidieran permiso para existir. Pero no había espacio para ellas. Los humanos que me habían colocado aquí se encargaban de arrancarlas, de cortarlas antes de que pudieran alzar la cabeza al sol. Yo, en cambio, era bienvenida. Alguien había decidido que mi especie merecía estar aquí. Nos protegían, regaban, y a veces incluso arrancaban trozos de nuestros cuerpos para propagarnos a nuevos canteros. 


Sentí la luz del sol y supe que crecería rápido. Mi hoja primera se desplegó, ancha y carnosa, bañada por una clorofila que sabía resistir la sequía, el viento y hasta el hambre de los herbívoros que acechaban.  A diferencia de los brotes a mi alrededor, yo no necesitaba pedir permiso. Yo dominaba. Pero había algo más en mi ser, algo que percibía en cada fibra de mi cuerpo. No estaba sola. Mis raíces conectaban con otras, con el sistema subterráneo de los míos. Aunque éramos muchas, nos sentíamos como una. El impulso de extendernos no era un deseo, era un mandato. Y ese mandato, me di cuenta, no provenía de nosotros.


"¿Por qué me eligieron a mí?", pensé en un susurro interno. No obtuve respuesta. Sólo la certeza de que debía crecer.



Sección Segunda: El Veneno en Mi Sombra


Crecía sin descanso, pero algo en mi ser empezaba a inquietarme. Sentía que el suelo bajo mis raíces cambiaba, aunque yo no entendía cómo ni por qué. Las plantas nativas que antes luchaban por espacio habían desaparecido, pero no sólo porque las cubrí con mi sombra o porque los humanos las arrancaron. Había algo más, algo que emanaba de mí.


Mis hojas, violetas y robustas, se renovaban constantemente. Las más viejas caían, cubriendo el suelo con una capa espesa. Al principio, pensé que ese manto era una extensión de mi presencia, un recordatorio de mi dominio. Pero con el tiempo, noté que allí donde mis hojas caían, nada volvía a crecer. Los pequeños brotes que intentaban emerger se amarilleaban y se desvanecían antes de alzar la cabeza al sol.


Sentía una especie de satisfacción oscura: mi caída no significaba mi fin. Mis restos seguían ejerciendo mi voluntad, incluso cuando ya no formaban parte de mi cuerpo. Pero esa satisfacción duró poco. Pronto, una sensación incómoda empezó a filtrarse en mi conciencia. Allí, bajo la capa de hojas secas, algo ocurría. Una descomposición lenta, sí, pero con una intensidad que no comprendía. Una noche, mientras mis raíces seguían extendiéndose, lo sentí con claridad. El suelo bajo mí ardía. No era un fuego literal, sino una especie de fiebre invisible. Aquello que liberaban mis tejidos en descomposición se acumulaba en la tierra, formando un veneno que las otras plantas no podían soportar. Allí donde yo prosperaba, el suelo cambiaba, volviéndose un lugar hostil para cualquier otra forma de vida. Los humanos no se daban cuenta. Seguí escuchando sus elogios, su satisfacción al vernos crecer en filas perfectas, nuestras hojas siempre brillantes, inmunes a plagas y enfermedades. Incluso nos regaban, sin saber que cada gota que caía aceleraba la liberación de ese veneno en el suelo. 


"Soy yo quien las está matando", pensé con un escalofrío. Pero no podía detenerme. Mi impulso no era elegir; era creciendo, seguir ocupando. El mandato que me impulsaba no tenía espacio para la culpa.



Sección Tercera: La conquista del cantero


Crecí sin detenerme, obedeciendo un mandato tácito pero inevitable. Cada día mis raíces se afianzaban más y a mi alrededor las hierbas nativas desaparecían. Los humabas parecían satisfechos. Caminaban junto al cantero y admiraban nuestras hojas lustrosas. A veces se inclinaban y arrancaban una parte de nosotros, trozos de tallos que llevaban consigo para plantarnos en sus jardines. Desde mi posición, podía ver el concreto y, más allá, el parque. Las plantas nativas luchaban por sobrevivir entre las grietas y, más allá, entre la grama Axonopus compressus, exótica como yo. Incluso allí se veían débiles, a punto de desaparecer como consecuencia de los riegos y cortes sistemáticos realizados por los humanos ¿Qué pasará cuando crucemos el límite?, pensé. Sabía que ese momento llegaría. Lo sentía en mi ser, en las raíces que rozaban los bordes del cantero.


Un día ocurrió algo inesperado. Uno de mis tallos más largos comenzó a inclinarse hacia el exterior. No fue un acto consciente, sino una respuesta natural: la luz era más intensa fuera del cantero, y mi cuerpo seguía esa promesa de energía desbordante. Cuando finalmente toqué la superficie más allá del límite del cantero, sentí una liberación extraña. Al principio nadie lo notó. Pero yo sabía que ese instante marcaba el inicio de algo más grande. No era solo mi tallo el que cruzaba; era una señal de que nuestra especie no se limitaría a ese espacio. Nosotros éramos inmunes, fuertes, elegidos. Las nativas espontáneas estaban destinadas a desaparecer. Y yo, aunque no entendía del todo mi papel, sabía que formaba parte de un ciclo que no terminaba con mi muerte.



Sección Cuarta: Más Allá del Límite


El día que mi hoja cruzó el borde, algo cambió. Al principio, fue un gesto sutil, casi insignificante, un movimiento guiado por la luz. Pero ese pequeño desborde marcaba el inicio de algo que no podía detener. Más allá del concreto que delimitaba el cantero, el suelo era más libre, más vasto. Allí no había reglas ni manos humanas que ordenaran lo que debía crecer. Sentí el aire más ligero, el suelo menos denso, pero también menos fértil. No importaba. Mi especie sabía adaptarse. En un principio, fui sólo yo, una hoja inclinada hacia lo desconocido. Luego, mis raíces comenzaron a explorar, tímidas al principio, pero cada vez más profundas.


En semanas, había logrado anclarme fuera del cantero. Mis brotes se extendían en todas direcciones, y ya no era sólo yo. Otros, iguales a mí, seguían mi camino. Éramos un reflejo de un reflejo, reproduciéndonos con una precisión implacable. 


Allí donde nos extendíamos, el entorno cambiaba. El suelo bajo nosotros parecía ceder, sometido a nuestro peso y a nuestros restos. Las plantas nativas, que antes luchaban contra mi sombra, ahora no tenían oportunidad de crecer siquiera. Allí donde nuestras hojas caían, donde nuestras raíces se expandían, todo lo demás desaparecía. Me di cuenta de que no necesitábamos la intervención de los humanos para seguir creciendo. Habíamos aprendido a hacerlo por nuestra cuenta. Los humanos, en su complacencia, no parecían advertirlo. Seguían cuidando el cantero original, arrancando los brotes espontáneos que surgían dentro de sus límites, ignorando que ya habíamos cruzado hacia un espacio que no podían controlar. En su deseo de mantenernos "perfectos", habían sembrado las semillas de algo que ya no les pertenecía. Sentía una mezcla de orgullo y temor. Había algo en nuestra expansión que me llenaba de una oscura satisfacción: no éramos sólo resistentes, éramos imparables. Pero también había una pregunta que empezaba a germinar en mi conciencia: "¿Qué quedará cuando lo hayamos ocupado todo?" 


No sabía si los humanos se darían cuenta antes de que fuera demasiado tarde. No sabía si yo mismo, en mi interminable reflejo, podía detenerme. Lo único que comprendía era el mandato que seguía latiendo en cada fibra de mi ser: crecer, ocupar, resistir. Siempre resistir.



Sección Quinta: El Cruce del Desierto


No fue inmediato. Mis raíces habían tocado el límite del cantero muchas veces antes, pero nunca habían sentido la urgencia de avanzar más allá. Fue un día particularmente cálido cuando ocurrió. El sol parecía llamar desde más allá del concreto, y mis tallos, impulsados por una fuerza que no comprendía, se extendieron hacia el exterior. El cemento no prometía vida, pero tampoco la negaba. El primer contacto fue un golpe seco. El calor abrasador de la superficie me recorrió como un incendio invisible, pero no me detuve. Allí no había suelo blando ni nutrientes fáciles de alcanzar, sólo un terreno hostil que rechazaba la vida. Mis raíces, sin embargo, parecían saber qué hacer. Lentamente, comenzaron a serpentear, explorando cada grieta, cada rendija minúscula donde el polvo, la humedad o algún resquicio de materia orgánica pudieran ofrecer refugio.


A medida que avanzaba, sentía el peso del sol directo sobre mis hojas. En otro lugar, esa luz hubiera sido una bendición, pero aquí, en el desierto de concreto, era un desafío que sólo podía afrontar gracias a la energía que aún me alimentaba desde el cantero. Mis raíces más profundas continuaban ancladas en el suelo fértil, enviándome agua y nutrientes. Sin embargo, algo más empezó a suceder. El desierto no estaba tan vacío como parecía. El aire, cargado del humo que brotaba de los tubos de escape de los automóviles cercanos, traía consigo el carbono que mis hojas podían absorber. Los charcos oscuros de agua estancada en las grietas, mezclados con el orín de los perros que paseaban, ofrecían más de lo que había esperado. Incluso el calor sofocante, al evaporar la humedad atrapada en las sombras, parecía ser una forma de vida disfrazada de hostilidad.


No era un avance rápido, pero era constante. Mis tallos más largos se endurecían bajo la exposición directa, formando un escudo que protegía las partes más jóvenes que seguían avanzando. Era una conquista lenta, paciente, pero implacable. A mi alrededor, las hierbas nativas que habían encontrado refugio en las grietas se secaban, incapaces de competir conmigo. Yo las miraba morir, una tras otra, preguntándome si yo también había nacido para desaparecer algún día. Pero la respuesta no importaba. Lo único que sabía era que debía continuar. Poco a poco, mis raíces comenzaron a sentir algo nuevo bajo el concreto: la humedad de un suelo diferente, menos árido, más prometedor. Era el parque. Sabía que me esperaba un nuevo desafío, un nuevo límite que cruzar. Pero mientras tanto, el cemento había dejado de ser un obstáculo y se había convertido en un puente. Un terreno que parecía negarlo todo, pero que en realidad me había dado las herramientas para crecer aún más fuerte.

 


Sección Sexta: La Cosecha del Cemento


No sé cuánto tiempo pasó antes de que ellos volvieran. Los humanos, las mismas manos que una vez me plantaron con cuidado en el cantero, ahora se inclinaban sobre mí con una expresión distinta. Ya no había satisfacción en sus gestos, sólo prisa y disgusto. Algo había cambiado. Aquí, en el cemento, ya no era una bendición; era una molestia. El tirón fue seco, definitivo. Mis raíces, que habían trabajado incansablemente para anclarse en las grietas, fueron arrancadas sin ceremonias. Un dolor mudo recorrió mi cuerpo, pero no tuve tiempo para detenerme en él. Me dejaron sobre el suelo duro, junto a otros tallos que habían compartido mi destino. Un montón de cuerpos moribundos, secos bajo el sol abrasador. 


No entendía por qué lo hacían. Había cruzado el cemento por obedecer un mandato, el mismo que me había llevado a ocupar el cantero. Para mí, no había diferencia. Pero para ellos, parecía haberla. En el cantero, sus ojos brillaban al verme; aquí, sus gestos eran de desprecio. Lo que una vez fue admiración ahora se había convertido en rechazo. ¿Qué había cambiado?


Desde mi posición en el montón, observé cómo otros humanos llegaban. Algunos pasaban sin mirar, ignorando el cúmulo de tallos que agonizábamos bajo el sol. Otros se detenían, inclinándose con curiosidad. Sus manos recogían algunos fragmentos, separándolos cuidadosamente del resto. Los llevaban consigo, como si fueran a plantarlos en otro lugar. No entendía esta contradicción. ¿Por qué unos nos arrancaban y otros nos llevaban? ¿Por qué nos cuidaban con tanto esmero en un lugar, pero nos abandonaban a morir en otro? Para mí, todos ellos eran iguales. Los veía como veo a los míos: reflejos, réplicas, extensiones de una voluntad única que no comprendía del todo.


"¿Qué desean realmente?", me pregunté mientras sentía cómo el calor del sol drenaba la humedad de mis hojas. Desde mi perspectiva, no eran diferentes a mí. Ellos también seguían un mandato, pero el suyo parecía confuso, contradictorio. Me habían plantado porque querían mi presencia, pero ahora me arrancaban porque no la querían aquí. Sin embargo, al mismo tiempo, algunos de ellos me llevaban consigo, perpetuando el ciclo. En mi confusión, una idea empezó a germinar. Tal vez ellos también eran como nosotros, fragmentos de algo más grande. Una sola entidad que tomaba decisiones contradictorias, que cuidaba y destruía al mismo tiempo. Pero, a diferencia de mí, no parecían obedecer a un mandato claro. "¿Quién decide lo que hacemos?", me pregunté mientras el calor seguía quemando mis fibras. "¿Y por qué?"



Sección Séptima 5: Un Nuevo Comienzo en el Parque


Creí que mi final estaba cerca. El calor del sol había endurecido mis tejidos, las hojas se quebraban con el viento y mis raíces, arrancadas del cemento, ya no podían alimentarme. Mi cuerpo yacía entre otros fragmentos, un montón de tallos secos que el tiempo convertiría en polvo. Pero aún quedaba algo de mí que se aferraba a la vida. No sé cómo ocurrió, pero lo sentí. Algo húmedo, algo blando bajo lo que quedaba de mis fibras. Alguien había dejado caer una parte de mí en el parque, allí donde las plantas nativas luchaban contra el pasto exótico y los riegos implacables de los humanos. No fue intención, ni cuidado, sólo un descuido, un gesto sin importancia. Pero para mí, era todo. Mi cuerpo, seco y quebrado, tocó el suelo. Y aunque parecía imposible, una pequeña raíz logró anclarse. Fue como un latido, lento pero constante, una señal de que aún podía obedecer al mandato. Crecer, ocupar, resistir. El suelo aquí era diferente. No era tan fértil como el del cantero, pero tampoco tan árido como el cemento. Sentí algo nuevo: una batalla constante entre la grama densa y las hierbas nativas. Este lugar era un campo de resistencia, un espacio donde la vida luchaba por cada centímetro de tierra. No era un renacimiento completo, pero era suficiente. Un pequeño brote emergió de mí, tímido pero decidido. Mientras mi cuerpo se descomponía lentamente, esa nueva extensión de mí misma se alzaba hacia el sol. Había vuelto a nacer.


Pensé en los humanos, en sus manos que me cuidaron, me arrancaron, me abandonaron y luego me trajeron aquí, aunque fuera por accidente. No los entendía. Para mí, eran como reflejos, extensiones de una voluntad contradictoria. Me parecía imposible que obedecieran a un propósito claro, tan caprichosos como sus gestos. Si eran como nosotros, ¿por qué sembraban y destruían con la misma facilidad? Tal vez no eran como yo, después de todo. Tal vez su mandato no era crecer, sino elegir. Y si podían elegir, entonces también eran responsables de las consecuencias. "Ellos me trajeron aquí," pensé mientras sentía mis raíces extendiéndose, buscando el agua que el riego dejaba en el suelo. "No sé si fue intencional, pero me trajeron. Soy el reflejo de su decisión." Mientras mi brote se alzaba hacia la luz, sentí algo parecido a la esperanza. No por los humanos, ni por mí misma, sino por el simple hecho de que aún podía crecer. Aún podía resistir.



Sección Octava: El Ciclo Eterno


En el parque, mi fragmento más joven se alzaba con fuerza. Había logrado sobrevivir al abandono, al desarraigo, al sol abrasador. Ahora, mis raíces comenzaban a explorar más profundamente, a tocar nuevos espacios donde el suelo me recibía sin resistencia. En cada grieta, en cada sombra, encontraba una oportunidad para extenderme. En el cantero, mi forma original seguía creciendo. Allí, todo era fácil: los humanos me cuidaban, me replicaban, arrancaban las hierbas nativas para que no compitieran conmigo. Era como si estuvieran de mi lado. Sin embargo, el parque me ofrecía algo que el cantero no podía darme: un propósito más allá de crecer. La lucha constante contra las plantas nativas, contra la grama exótica, contra el suelo seco, me había enseñado que el mandato de crecer no era sólo una obligación. Era una forma de persistir. Cada brote que emergía aquí era una declaración de resistencia, una afirmación de que podía existir incluso en los lugares más inhóspitos. 


Los humanos seguían siendo un enigma para mí. En el cantero, admiraban mi fortaleza y eliminaban a los otros seres vivos que pudieran competir conmigo. En el parque, intentaban arrancarme, pero con cada fragmento que dejaban atrás, perpetuaban mi presencia. Eran las mismas manos, los mismos gestos, pero para mí, no había diferencia entre ellos. Los veía como un todo, obedeciendo a una voluntad confusa y contradictoria. "Ellos son el origen de este ciclo," reflexioné mientras mis raíces en el parque se hundían más profundamente, tocando el suelo fértil bajo la capa compactada. "No lo entienden, pero ellos me crearon, me trajeron aquí y ahora alimentan mi expansión." Nuevos brotes comenzaron a emerger en ambos lugares, tímidos al principio, pero cada vez más firmes. En el parque, cada centímetro ganado era un acto de desafío. En el cantero, cada nuevo tallo era un acto de complacencia. Y en ambos lugares, yo prosperaba. Sentía el mandato más fuerte que nunca. Mi existencia era inevitable porque ellos la habían hecho inevitable. No era sólo un reflejo de mí misma; era un reflejo de ellos. Sus decisiones, sus contradicciones, su descuido, todo me daba forma.


Mientras mi último brote en el parque se alzaba hacia la luz, sentí que el ciclo se cerraba una vez más, sólo para comenzar de nuevo. No sabía si algún día lograrían detenerme. Tal vez podían arrancar mis tallos, desecar mis raíces, pero mientras siguieran eligiendo, yo seguiría creciendo. Soy el eco de sus decisiones. Y mientras sigan actuando, yo seré inevitable.

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