Por Guillermo Martínez Collado
Dos instituciones internacionales, el diccionario estadounidense Merrian Webster y el neerlandés Van Dale, han elegido “polarización” como palabra del año 2024. También fue palabra del año para la FundéuRAE en 2023. ¿Qué es y por qué afecta a todo el mundo occidental?
La polarización es ese fenómeno que convierte cada discusión en una pelea épica digna de un reality show. Antes era cosa de políticos, pero ahora está en todas partes: en la familia, en el trabajo y hasta en los grupos de WhatsApp. ¿Cómo llegamos aquí? Entre la prensa, las redes sociales y la clase conservadora, hemos montado un espectáculo que ni Netflix podría igualar. Pero no todo está perdido (o eso queremos creer).
¿Qué es la polarización y por qué nos tiene tan divididos?
La polarización es lo que pasa cuando dos grupos de personas se miran como si fueran de especies distintas. En lugar de buscar puntos en común, se lanzan reproches, memes y argumentos que no convencen ni a su abuela. ¿El resultado? Una sociedad partida en dos (o en mil pedazos, si cuentas a los indecisos).
¿Cómo se manifiesta?
En política se combate por bloques: Derecha contra izquierda, populismo contra tecnocracia. Cada elección se convierte en una batalla épica, y no precisamente de las que terminan con abrazos.
En el plano cultural y social: Peleas sobre aborto, derechos LGBTQ+ o cambio climático que acaban en insultos.
En las redes sociales: Donde la polarización se siente como el pan de cada día (pero sin mantequilla).
En resumen, la polarización política se hace extensible a la sociedad, no queremos hablar con el que piensa diferente (porque claro, está equivocado) y se produce una fuerte fragmentación social.
Casos emblemáticos: Prensa, redes sociales y clase conservadora
Redes sociales: El circo moderno.
Si las redes sociales fueran un deporte, sería el boxeo, pero sin reglas y con el público lanzando tomates. Twitter, TikTok e Instagram, diseñados originalmente para compartir memes y fotos de gatos, ahora son el campo de batalla donde se libra la guerra cultural global. Utilizan la polémica para su propio éxito y rentabilidad.
¿Por qué son tan buenas dividiendo gente?
El algoritmo maquiavélico: Las redes no quieren que seas feliz, quieren que discutas. Te bombardean con contenido que te cabrea, porque saben que un "me enfada" genera más clics que un "qué bonito". ¿El resultado? Un feed donde siempre parece que el mundo se está acabando (y tú, por alguna razón, eres el culpable).
La burbuja cómoda: ¿Por qué leer opiniones contrarias si puedes quedarte en tu burbuja donde todos te dan la razón? Es como vivir en una asamblea de clones tuyos, pero con más GIFs.
El drama infinito: Un meme aquí, un vídeo incendiario allá, y de repente alguien en Twitter te está llamando "traidor a la patria". Ya ni recuerdas cómo empezó la discusión, pero aquí estás, bloqueando a medio mundo.
Prensa escrita: Entre el clickbait y la tragedia
La prensa, en teoría, debería informar. En la práctica, muchas veces parece competir con Netflix para ver quién tiene la mejor trama dramática. Los titulares ya no buscan informar, buscan alarmar.
A raíz de la crisis económica de 2010, la prensa descubrió que no tenía un modelo de negocio sostenible. Llegó la guerra por conseguir clics, el sensacionalismo se disparó y los periódicos se llenaron de contenidos dudosos, que conseguían más visitas en la red.
La polarización sirvió como medio de aumento de negocio. Hoy vemos debates donde se aviva la polémica, tertulianos crispados que acaban como candidatos a las elecciones de éste o aquel país, o televisiones que aúpan a un político porque les da audiencia.
En Brasil, por ejemplo, durante las elecciones que ganó Bolsonaro los medios se dividieron en dos bandos extremos. Los conservadores le lavaban la cara como si fuera el nuevo Mesías tropical, mientras otros lo pintaban como el mismísimo Darth Vader. Al final, los votantes no sabían si estaban eligiendo un presidente o el villano de una serie distópica.
El auge de la extrema derecha: Entre TikTok y la nostalgia de tiempos “mejores”.
Si creías que la extrema derecha solo hablaba en discursos rancios, piénsalo otra vez. Ahora tienen youtubers, influencers y vídeos virales que harían sonrojar al mismísimo Iker Jiménez.
Ejemplo A: Donald Trump
El hombre que convirtió una campaña presidencial en un espectáculo televisivo. Su fórmula: mezclar show, insultos y promesas imposibles como si estuviera vendiendo detergente. Eso sí, a millones les encantó el espectáculo.
Ejemplo B: Jair Bolsonaro
El “Trump tropical”. Bolsonaro convirtió su campaña en una fiesta de fake news. Un día era un WhatsApp sobre comunistas robando carritos de helado, y al siguiente, vídeos donde él bailaba samba mientras criticaba al medio ambiente.
Ejemplo C: Javier Milei
El economista libertario argentino, que parece sacado de un crossover entre un reality de peleas y una telenovela, ha triunfado con un estilo que mezcla gritos, promesas de eliminar el Estado y... bueno, más gritos. Eso sí, no olvidemos que lleva una motosierra a sus mítines. Literalmente.
¿Cómo lo logran?
El miedo: "Si no nos votas, te quitarán tu casa, tu perro y hasta el Wi-Fi".
La nostalgia: Siempre prometen devolvernos a esos "tiempos mejores", que normalmente existieron solo en sus cabezas.
En resumen: Entre las redes sociales, la prensa y políticos que parecen más personajes de televisión que líderes reales, no es de extrañar que la polarización esté en su mejor momento. El problema es que esto no es una serie: las consecuencias nos afectan a todos, y cerrar la app no lo soluciona.
Conclusión: Reflexión y posibles salidas (spoiler: no son fáciles, pero existen)
La polarización es como ese vecino que pone reguetón a todo volumen a las 3 de la mañana: molesta, pero ahí está, y no se va con facilidad. Sin embargo, si queremos evitar que la sociedad siga siendo una eterna pelea en Twitter, hay algunas cosas que podemos (y debemos) intentar:
Recuperar el arte del desacuerdo civilizado.
Sí, es posible estar en desacuerdo sin lanzarse insultos o memes pasivo-agresivos. Tal vez no podamos convencer a todos de nuestras ideas, pero ¿y si empezamos por algo básico? Escuchar. O al menos hacer una pausa antes de responder con un “¡Y tú más!”.
Educar sobre desinformación y algoritmos.
La mayoría de la gente no sabe que las redes sociales están diseñadas para generar conflictos (sorpresa: Mark Zuckerberg no es tu amigo). Educar sobre cómo funcionan los algoritmos y fomentar el pensamiento crítico podría reducir el poder de las burbujas digitales. Aunque, claro, siempre habrá quien prefiera creer que la Tierra es plana.
Apostar por medios responsables (aunque no den tantos clics).
Sería ideal que los medios priorizaran el análisis serio sobre el sensacionalismo barato. Pero como eso suena tan probable como que Elon Musk un gane un Pulitzer por un tweet, tal vez debamos apoyar a los pocos periodistas que intentan hacer las cosas bien.
Reivindicar los espacios comunes (aunque sea con café de máquina).
La polarización se alimenta del aislamiento. Recuperar espacios físicos (no virtuales) donde la gente pueda convivir y debatir en persona podría ser una pequeña revolución. Y sí, eso incluye soportar al cuñado pesado en la cena familiar, porque las relaciones reales importan más que los likes.
La autocrítica.
A veces hay que mirarse al ombligo. Puede resultar mucho más constructivo señalar las cosas que está haciendo mal nuestro bloque ideológico (sí, sorpresa, la izquierda también la caga) que reiterarse una y otra vez en ese mirar por encima del hombro a los que no piensan como tú.
En resumen:
La polarización no va a desaparecer de un día para otro. Pero si dejamos de alimentar el drama y empezamos a buscar puntos en común, podríamos lograr algo impensable: una sociedad donde las diferencias sean una riqueza, no una guerra constante. Suena utópico, sí. Pero, oye, si logramos sobrevivir a 2020, tal vez podamos con esto.
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