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¿Quién disfruta verdaderamente la vida en el mundo?

  • Foto del escritor: Alejandro Juárez Zepeda
    Alejandro Juárez Zepeda
  • 20 jun
  • 17 Min. de lectura

Actualizado: 22 jun


Por Alejandro Juárez Zepeda



La pregunta persiste en su desnudez radical: ¿quién disfruta verdaderamente la vida en este mundo? Ya no se trata de una interrogación metafísica destinada a los círculos académicos, sino de una constatación empírica que atraviesa todos los estratos de nuestra época con la precisión de un bisturí sociológico.



I. La Pregunta Fundamental y sus Evasiones


Existimos, ciertamente, pero el para qué de esa existencia se ha convertido en un territorio minado donde cada paso amenaza con revelar el abismo que preferimos no contemplar.


Esta evitación del vacío existencial no es casual ni individual; constituye el fundamento mismo de lo que podríamos denominar la “economía del sentido” contemporánea. Ante la revelación insoportable de la contingencia radical de nuestro estar-en-el-mundo, nos refugiamos compulsivamente en los productos del gran bazar simbólico, consumiendo identidades prefabricadas que prometen llenar el hueco existencial. Sin embargo, este consumo simbólico opera bajo la misma lógica que el consumo material: genera adicción, obsolescencia programada y, finalmente, una insatisfacción crónica que requiere dosis cada vez mayores del mismo narcótico.


El mercado del sentido funciona con una eficiencia diabólica. Ofrece desde las opciones más tradicionales hasta las más transgresoras, desde lo sagrado hasta lo profano, desde lo individual hasta lo colectivo. Cada crisis existencial encuentra su producto correspondiente, cada angustia su mercancía específica. La diversidad de opciones crea la ilusión de libertad, pero todas comparten una característica común: son externas al sujeto, le llegan desde fuera como soluciones listas para usar, impidiendo el desarrollo de una auténtica capacidad de autodeterminación existencial.



II. Los Refugios Nostálgicos y su Colonización Espectacular


Algunos, en un gesto que podríamos llamar nostálgico, se aferran todavía a las certezas heredadas: Dios, patria, familia. Buscan en la tradición lo que la modernidad les ha arrebatado: un sentido estable, una narrativa coherente que otorgue peso y dirección a sus días. Sin embargo, este retorno a lo tradicional no constituye una verdadera recuperación de la tradición, sino su simulacro posmoderno.


La tradición auténtica se caracterizaba por su capacidad de transmitir valores y prácticas de generación en generación a través de rituales, narrativas y estructuras sociales orgánicas. Implicaba una forma de vida total, una cosmogonía completa que organizaba tanto el tiempo como el espacio, tanto lo individual como lo colectivo. En contraste, lo que hoy llamamos “tradición” son fragmentos descontextualizados, convertidos en productos de consumo cultural que se pueden adoptar o descartar según las preferencias individuales.


Pero incluso estos refugios han sido colonizados por la lógica del espectáculo. La fe se convierte en performance religioso, en experiencias emocionales diseñadas para ser compartidas y validadas socialmente. El patriotismo se transforma en mercancía política, en símbolos que se consumen para construir identidades diferenciadas. El amor familiar se convierte en contenido para redes sociales, en narrativas cuidadosamente curadas que proyectan una imagen de armonía y plenitud.


Esta colonización espectacular no es superficial; afecta la estructura misma de estas experiencias. Cuando la experiencia religiosa se convierte en espectáculo, deja de ser encuentro con lo trascendente para convertirse en representación de la trascendencia. Cuando el patriotismo se vuelve mercancía, deja de ser amor genuino por la comunidad para transformarse en identificación con marcas y símbolos. Cuando el amor familiar se convierte en contenido, deja de ser vínculo auténtico para volverse interpretación del vínculo.



III. Los Sucedáneos Materiales y la Lógica de la Sustitución


En el extremo opuesto, los desencantados han optado por los sucedáneos más inmediatos: cuerpos que se consumen, sustancias que prometen éxtasis temporal, objetos que hablan de estatus, relaciones que funcionan como accesorios intercambiables. Esta estrategia de sustitución opera bajo la premisa de que si no podemos encontrar sentido trascendente, al menos podemos maximizar la satisfacción inmanente. Sin embargo, la lógica de la sustitución revela su perversidad intrínseca: cada sustituto promete ser definitivo, pero resulta ser transitorio. El consumo de cuerpos promete encuentro auténtico, pero ofrece solo intercambio de sensaciones. Las sustancias prometen éxtasis, pero entregan únicamente alteración química transitoria. Los objetos prometen identidad, pero proporcionan solo diferenciación superficial. Las relaciones prometen compañía, pero funcionan como espejos que reflejan solo nuestro propio narcisismo.


La acumulación —de riqueza, poder, reconocimiento— se presenta como el horizonte más pragmático para quienes han renunciado a buscar significados más profundos. Pero la acumulación infinita en un mundo finito es, por definición, una tarea imposible. Más aún, la acumulación como fin en sí misma transforma todas las cosas en instrumentos, incluidas las relaciones humanas y la propia subjetividad. El acumulador no posee sus posesiones; es poseído por ellas.


Esta lógica de sustitución y acumulación genera lo que podríamos llamar “hambre ontológica”: una insatisfacción estructural que ningún objeto puede saciar porque el problema no reside en la carencia de objetos, sino en la estructura misma del deseo cuando se orienta hacia lo externo. El hambre ontológica se alimenta de su propia insatisfacción, creando una espiral de consumo que nunca alcanza su objetivo porque el objetivo mismo es inalcanzable por esta vía.



IV. La Falacia de la Liberación por la Abundancia


La mayoría de la humanidad permanece excluida de estas estrategias de evasión por la simple razón de que sus energías se agotan en la supervivencia básica. Atrapados en la precariedad material, no tienen acceso al mercado del sentido ni a los sucedáneos del consumo. Para ellos, los debates sobre el sentido de la existencia son lujos impensables. Su vida se ha reducido a la reproducción biológica, a la satisfacción de necesidades primarias que consumen todo su tiempo y energía disponibles.


Pero cuando logran escapar momentáneamente de esta condición, no acceden automáticamente a una existencia más plena. En lugar de ello, caen en la trampa de la automatización social: rutinas mecánicas que reproducen los patrones de la supervivencia incluso cuando esta ya no está en peligro, consumo acrítico de productos culturales industrializados que sustituyen la experiencia genuina por experiencias prefabricadas, absorción pasiva de los relatos dominantes que les ahorran el trabajo de construir sus propias narrativas de sentido.


Viven una existencia totalmente procesada, donde tanto los alimentos como las ideas y el entretenimiento llegan premasticados, listos para su digestión inmediata. Esta predigestión cultural no es un accidente, sino una necesidad del sistema: individuos que construyeran autónomamente sus propias narrativas de sentido serían impredecibles y, por tanto, inadministrables. La homogeneización cultural es, antes que nada, una tecnología de control social.


Sin embargo, la riqueza tampoco garantiza la liberación de este estado. Aquellos que poseen aviones privados y no conocen las preocupaciones económicas, que tienen acceso irrestricto a la educación, la cultura y el ocio, tampoco han logrado descifrar el enigma de la felicidad. Esta constatación desmiente una de las creencias más arraigadas de la modernidad: que la abundancia material conduce automáticamente a la plenitud existencial.


Las vidas de los muy ricos se revelan igualmente vacías, pero de una manera más sofisticada. Las relaciones se vuelven inestables porque carecen de la necesidad que podría cimentarlas; cuando todo se puede comprar, nada tiene valor real. Las familias se desintegran porque los vínculos de dependencia mutua —que históricamente han sido el cemento de la vida familiar— desaparecen. El interés por el bien común se evapora porque la abundancia individual crea la ilusión de autonomía total.


Muchos terminan en el suicidio, la locura o la adicción, como si la abundancia material fuera no solo incompatible con la plenitud existencial, sino activamente destructiva de ella. Esto se debe a que la abundancia, cuando no está mediada por estructuras de sentido, genera lo que podríamos llamar “vértigo de la libertad”: una libertad tan absoluta que se vuelve indistinguible de la arbitrariedad y, finalmente, del nihilismo.



V. La Ilusión de la Conciencia Crítica


Entre ambos extremos emerge una tercera categoría: aquellos que se erigen como la conciencia crítica del planeta. Académicos, escritores, activistas, periodistas, políticos que se proponen diagnosticar y resolver los problemas de la realidad. Representan, en apariencia, la superación tanto de la supervivencia material como del consumo compensatorio; su propósito declarado es la comprensión y transformación del mundo.


No obstante, sus esfuerzos no han producido conclusiones más certeras que las formuladas por Platón, Aristóteles o Confucio hace milenios. Esta constatación no es casual: los problemas fundamentales de la existencia humana no son problemas técnicos que se puedan resolver mediante más investigación o mejores métodos. Son problemas existenciales que cada generación debe abordar por sí misma, con sus propios recursos y en sus propias circunstancias.


Los intelectuales contemporáneos han logrado elaborar crónicas cada vez más detalladas de los fenómenos contemporáneos, análisis cada vez más sofisticados de las estructuras sociales, diagnósticos cada vez más precisos de las patologías culturales. Pero todo este aparato crítico no ha logrado generar la sabiduría práctica que permitiría transformar efectivamente la condición humana. Más aún, frecuentemente se convierte en una forma adicional de espectáculo: el espectáculo de la crítica al espectáculo.


Esta paradoja revela algo fundamental sobre la naturaleza del problema. El conocimiento sobre la vida no es equivalente a la sabiduría para vivirla. El análisis de la felicidad no produce felicidad. La crítica de la alienación puede ser, ella misma, una forma de alienación. Los intelectuales críticos a menudo se convierten en espectadores profesionales de la condición humana, observando desde una distancia que los protege de la experiencia directa de aquello que critican.



VI. La Condición Líquida y sus Consecuencias Existenciales


Así navegamos en esta época caracterizada por lo que podríamos llamar “fluidez existencial”: el individualismo exacerbado ha disuelto las estructuras sólidas que anteriormente proporcionaban estabilidad y orientación. El consumo y el espectáculo se han convertido en los principales proveedores de sentido, pero ofrecen solo significados temporales y superficiales. Las relaciones y los proyectos adquieren una liquidez que facilita su desecho cuando dejan de ser convenientes o placenteros.


Esta liquidez no es meramente una característica de la época, sino su principio organizador. En una sociedad líquida, todo debe ser flexible, adaptable, intercambiable. Las identidades se vuelven fluidas, los compromisos se vuelven provisionales, los valores se vuelven relativos. Esta flexibilidad, que inicialmente se presenta como liberación de las estructuras rígidas del pasado, termina generando una ansiedad específica: la ansiedad de la indefinición perpetua.


Cuando nada es permanente, todo se vuelve incierto. Cuando todo es posible, nada es necesario. Cuando todas las opciones están abiertas, ninguna elección tiene peso real. La liquidez prometía libertad, pero entrega vértigo. Prometía autonomía, pero produce anomia. Prometía autenticidad, pero genera multiplicación infinita de máscaras.


En este océano turbulento e incierto, algunos navegan en pequeñas embarcaciones mientras otros lo hacen en cruceros de lujo, pero todas las naves, independientemente de su tamaño y recursos, resultan insignificantes frente a la inmensidad y la fuerza del mar. Esta metáfora náutica captura algo esencial sobre la condición contemporánea: la desproporción entre nuestras construcciones humanas y las fuerzas que las determinan.


Vivimos con la conciencia de que ni nosotros ni nuestras construcciones perdurarán; solo permanecerá el océano inmenso e inconmensurable, y la eternidad que lo abraza. Esta conciencia de la finitud, que debería ser liberadora, se convierte en fuente de angustia porque no sabemos qué hacer con ella. La tradición proporcionaba rituales y narrativas para integrar la mortalidad en una cosmogonía significativa. La modernidad líquida nos deja solos con la conciencia de la muerte, sin herramientas culturales para procesarla constructivamente.



VII. La Paradoja de la Mortalidad Compartida


Charles Bukowski capturó esta condición con una claridad devastadora: “Todos vamos a morir, todos nosotros. ¡Qué circo! Debería bastar con eso para amarnos los unos a los otros, pero no es así. Nos aterrorizan y aplastan las trivialidades de la vida; nos devora la nada”. Esta observación condensa lo que podríamos llamar la “paradoja fundamental” de nuestra época: la conciencia de la mortalidad universal, que lógicamente debería unirnos en la compasión y la solidaridad, es neutralizada por la obsesión con las trivialidades que nos separan.


¿Por qué esta paradoja? ¿Por qué la conciencia compartida de la finitud no genera automáticamente compasión compartida? La respuesta reside en la estructura misma de la subjetividad contemporánea. El yo moderno se ha construido como una fortaleza defensiva contra la contingencia y la mortalidad. Reconocer la fragilidad compartida implicaría desmantelar estas defensas, exponerse a la vulnerabilidad que tanto trabajo ha costado ocultar.


Más aún, la cultura contemporánea está diseñada para generar diferencias artificiales que oculten las similitudes fundamentales. El consumo diferenciado, las identidades subculturales, las tribus urbanas, las ideologías políticas: todos estos fenómenos crean la ilusión de que somos fundamentalmente diferentes de los otros, que nuestros problemas son únicos, que nuestras soluciones deben ser particulares. Esta diferenciación artificial sirve como anestesia contra la conciencia de la condición compartida.


Las trivialidades que nos separan no son triviales por accidente; son cuidadosamente cultivadas por una cultura que necesita mantener a los individuos aislados para poder administrarlos eficientemente. Un ser humano que reconociera plenamente su condición compartida con todos los demás seres humanos sería inmediatamente político en el sentido más profundo del término: estaría interesado en el bien común, no porque se lo impongan desde fuera, sino porque reconocería que su propio bien está indisolublemente ligado al bien de todos.



VIII. El Campo Minado de las Relaciones Interpersonales


Las relaciones interpersonales se han convertido en un campo minado donde cada encuentro puede activar los mecanismos de defensa del ego. Centrados en la supervivencia personal, el éxito individual y el placer inmediato, hemos perdido la capacidad para el encuentro auténtico con el otro. Pero esta pérdida no es casual; es el resultado de una estructura social que premia la competencia y castiga la vulnerabilidad.


Somos esclavos de impulsos primitivos, de resortes ocultos y programaciones electroquímicas que funcionan como virus informáticos, alejándonos progresivamente de la vida genuina y encerrándonos en burbujas de egocentrismo y autocomplacencia. Esta metáfora del “virus informático” es particularmente relevante: al igual que un virus informático, estos patrones de comportamiento se reproducen automáticamente, infectan a otros sistemas, consumen recursos sin producir valor y son extremadamente difíciles de eliminar una vez instalados.


El egocentrismo contemporáneo no es simplemente egoísmo en el sentido tradicional. Es una forma más sofisticada de autorreferencialidad compulsiva: todo se convierte en material para la construcción y mantenimiento del yo. Incluso el altruismo, cuando existe, funciona como proyección del ego: ayudamos a otros porque nos hace sentir bien con nosotros mismos, porque confirma nuestra identidad como personas bondadosas, porque genera reconocimiento social.


Esta autorreferencialidad compulsiva hace imposible el encuentro genuino con el otro. El otro nunca es realmente otro; siempre es una proyección de nuestras necesidades, deseos, miedos o fantasías. La relación auténtica requiere la capacidad de reconocer y respetar la alteridad radical del otro, su irreductibilidad a nuestras categorías y proyecciones. Pero esta capacidad se ha atrofiado por falta de uso.


La autocomplacencia, por su parte, funciona como una droga que nos protege de la confrontación con la realidad. Nos construimos narrativas que confirman nuestras decisiones, que justifican nuestras acciones, que nos presentan como víctimas de circunstancias adversas o como héroes de nuestras propias vidas. Estas narrativas autocomplacientes nos ahorran el trabajo doloroso de la autocrítica genuina, pero al mismo tiempo nos encierran en versiones empobrecidas de nosotros mismos.



IX. La Respuesta del Amor: Más Allá de los Eslóganes


La respuesta no reside en fórmulas de autoayuda ni en eslóganes de canciones populares. Cuando hablamos de amor como alternativa al estado de cosas descrito, corremos el riesgo de caer en la trivialización sentimental que caracteriza a nuestra época. Por eso es necesario definir el amor de manera rigurosa, no como sentimiento, sino como práctica; no como estado, sino como proceso; no como experiencia individual, sino como construcción colectiva.


El amor, como alternativa real, debe ser entendido en términos de voluntad y compromiso: la decisión consciente de vivir cada vez menos centrados en nosotros mismos y más involucrados con los otros, de manera genuina y orientada hacia la creación de algo más grande que nuestros intereses individuales. Esta definición trasciende tanto el romanticismo ingenuo como el cinismo contemporáneo.


Pero esta definición plantea inmediatamente una serie de problemas prácticos. ¿Cómo desarrollar esta voluntad en una cultura que premia sistemáticamente el egocentrismo? ¿Cómo mantener este compromiso en un mundo que cambia constantemente y que castiga la fidelidad? ¿Cómo crear algo más grande que nuestros intereses individuales en una sociedad que ha atomizado todas las formas de solidaridad?


La respuesta no puede ser individual porque el problema no es individual. Requiere la construcción de formas de vida alternativas, de comunidades que operen bajo principios diferentes, de instituciones que sostengan y nutran la capacidad de amor así definida. Pero estas formas de vida alternativas no pueden construirse desde cero; deben emerger de la crítica práctica de las formas de vida existentes.


El amor como práctica implica, en primer lugar, el desarrollo de la capacidad de atención genuina. Vivimos en una cultura de la distracción perpetua, donde la atención se ha convertido en la mercancía más valiosa. Todos los dispositivos tecnológicos, todas las plataformas mediáticas, todos los productos culturales compiten por capturar y monetizar nuestra atención. En este contexto, la capacidad de prestar atención genuina a otra persona se convierte en un acto revolucionario.


En segundo lugar, implica el desarrollo de la capacidad de paciencia. El amor requiere tiempo, y el tiempo es precisamente lo que la cultura contemporánea ha acelerado hasta hacerlo casi inexistente. Todo debe ser inmediato, eficiente, optimizado. Pero el amor no se puede acelerar, no se puede optimizar, no se puede hacer más eficiente sin destruir su esencia.


En tercer lugar, implica el desarrollo de la capacidad de perdón. No el perdón como absolución moral, sino como capacidad de reconocer la humanidad compartida incluso en las manifestaciones más destructivas de la subjetividad contemporánea. Esto incluye, crucialmente, la capacidad de perdonarse a uno mismo por haber participado en los patrones que critica.



X. La Condición Primitiva Perpetua


En este sentido, poco hemos avanzado desde hace setenta mil años, cuando éramos cazadores-recolectores cuya existencia se agotaba en la supervivencia. Vivir para no morir: qué fórmula más absurda y, al mismo tiempo, qué descripción más exacta de nuestra condición actual. Con algunas comodidades, distracciones y dispositivos tecnológicos, seguimos operando al nivel del instinto de conservación.


Esta observación revela algo fundamental sobre la naturaleza del “progreso” humano. Hemos desarrollado tecnologías extraordinariamente sofisticadas, hemos construido civilizaciones complejas, hemos acumulado conocimientos vastos, pero seguimos siendo animales asustados que luchan por sobrevivir. La sofisticación tecnológica y cultural ha sido, en gran medida, una elaboración de las estrategias básicas de supervivencia. Nuestras ciudades son versiones sofisticadas de las cuevas donde se refugiaban nuestros antepasados. Nuestros sistemas económicos son versiones complejas de la recolección y el intercambio primitivo. Nuestros sistemas políticos son versiones institucionalizadas de las jerarquías de dominación que organizaban las primeras sociedades humanas. Nuestros sistemas culturales son versiones refinadas de los rituales que cohesionaban a las primeras tribus.


Sin embargo, hay una diferencia crucial: nuestros antepasados cazadores-recolectores vivían en pequeños grupos donde cada individuo era conocido por todos los demás, donde la supervivencia dependía de la cooperación genuina, donde los conflictos se resolvían cara a cara. Nosotros vivimos en sociedades masivas donde la mayoría de las personas con las que interactuamos son extraños, donde la supervivencia depende de sistemas abstractos e impersonales, donde los conflictos se gestionan a través de instituciones burocráticas. Esta diferencia es fundamental porque significa que seguimos operando con una psicología diseñada para grupos pequeños, pero en contextos que requieren formas de cooperación y solidaridad masivas. La mayoría de nuestros problemas contemporáneos se derivan de esta desproporción entre nuestra herencia evolutiva y nuestras circunstancias actuales.


El resultado es lo que podríamos llamar “primitivismo sofisticado”: mantenemos los impulsos básicos de supervivencia, territorialidad, dominación y reproducción, pero los expresamos a través de mediaciones tecnológicas y culturales cada vez más complejas. El ejecutivo que compite despiadadamente por posiciones de poder está expresando el mismo impulso que el cazador primitivo que luchaba por el liderazgo del grupo. La diferencia es que ahora la lucha se lleva a cabo a través de hojas de cálculo, presentaciones digitales y reuniones de estrategia.



XI. La Colonización Total del Espacio Sagrado


La imagen de los monjes tibetanos tomándose selfies en baños públicos para Instagram resume, tal vez mejor que cualquier tratado sociológico, el estado de nuestra civilización. Esta imagen es perfecta porque captura la colonización total del espacio sagrado por la lógica del espectáculo. Hasta los depositarios de la sabiduría milenaria han sucumbido al imperativo de la autoexhibición espectacular.


Pero esta colonización no es superficial. No se trata simplemente de monjes que usan tecnología moderna. Se trata de la transformación de la esencia misma de la práctica espiritual. El monje que se toma un selfie ya no es completamente monje en el sentido tradicional, porque la práctica monástica tradicional implica precisamente la renuncia a la autoexhibición, el cultivo de la humildad, la búsqueda de la invisibilidad social. La selfie, incluso cuando es tomada por un monje, es siempre una afirmación del ego. Dice: “Estoy aquí, soy importante, yo merezco ser visto”. Esta afirmación es precisamente lo opuesto de lo que la práctica monástica tradicional buscaba cultivar. El monje tradicional buscaba la disolución del ego, no su afirmación; buscaba la invisibilidad, no la visibilidad; buscaba servir, no ser servido (aunque fuera por la atención de seguidores en redes sociales).


La colonización va más allá. El monje que se toma selfies no solo está afirmando su ego; está también transformando su práctica espiritual en contenido para el consumo de otros. Su espiritualidad se convierte en espectáculo, en producto cultural que otros pueden consumir para sentirse más espirituales sin hacer el trabajo real de la transformación interior.Esta transformación de la espiritualidad en espectáculo es particularmente perversa porque utiliza la autoridad de la tradición auténtica para legitimar una práctica que es fundamentalmente opuesta a esa tradición. El monje que se toma selfies todavía viste las ropas tradicionales, todavía habita en el monasterio tradicional, todavía participa en los rituales tradicionales. Pero la esencia de la práctica se ha vaciado y rellenado con contenido espectacular.


Este proceso de vaciamiento y rellenado es característico de nuestra época. Mantenemos las formas externas de las prácticas tradicionales, pero las llenamos con contenido contemporáneo. Mantenemos las palabras, pero cambiamos su significado. Mantenemos las instituciones, pero transformamos su función. El resultado es un mundo de simulacros donde todo parece familiar, pero nada es lo que parece ser.



XII. La Pregunta Sin Respuesta y sus Implicaciones


En esta época donde todo se vuelve imagen y representación, donde toda experiencia se convierte en material para la construcción del yo espectacular, donde toda tradición se transforma en producto de consumo, la pregunta original permanece sin respuesta: ¿quién disfruta verdaderamente la vida en este mundo?


Pero tal vez la persistencia de esta pregunta sin respuesta no sea un fracaso, sino una señal de algo más profundo. Tal vez la pregunta misma sea más importante que cualquier respuesta que pudiéramos darle. Tal vez el hecho de que sigamos preguntándonos esto, a pesar de todos los narcóticos culturales disponibles, sea una señal de que algo en nosotros resiste la colonización total.


La pregunta por el disfrute genuino de la vida es una pregunta sobre la autenticidad, y la autenticidad no se puede fabricar ni consumir. O existe o no existe, y cuando existe, existe como proceso, no como estado. Es la diferencia entre ser y parecer, entre vivir y representar la vida, entre experimentar y consumir experiencias prefabricadas.


Tal vez el problema no sea que nadie disfrute la vida, sino que el disfrute genuino de la vida se ha vuelto imperceptible en una cultura que solo reconoce las formas espectaculares de satisfacción. Tal vez hay personas que disfrutan genuinamente la vida, pero no de maneras que sean visibles o reconocibles en el espacio público contemporáneo.


El disfrute genuino de la vida podría ser, por naturaleza, algo íntimo, silencioso, no espectacular. Podría manifestarse en formas que no generan contenido para redes sociales, que no se pueden monetizar, que no contribuyen al crecimiento económico, que no son noticias. Podría existir en los márgenes de la sociedad espectacular, en los espacios que todavía no han sido completamente colonizados por la lógica del consumo y la exhibición.


Pero incluso si este fuera el caso, el problema persistiría porque una sociedad donde el disfrute genuino de la vida solo es posible en los márgenes es una sociedad enferma. Una civilización que hace de la autenticidad una experiencia marginal y de la inautenticidad la norma ha perdido su capacidad de sostener la vida humana plena.



XIII. Hacia una Conclusión Abierta


No hay conclusión posible para este análisis porque el problema que describe no es un problema teórico que se pueda resolver con más análisis. Es un problema práctico que solo se puede abordar con formas diferentes de vivir. Pero estas formas diferentes de vivir no se pueden simplemente decretar o diseñar; deben emerger de la práctica misma de vivir de manera diferente.


Esto nos coloca en una paradoja aparentemente insuperable: necesitamos formas diferentes de vivir para abordar los problemas identificados, pero estos problemas parecen impedir el desarrollo de formas diferentes de vivir. Es como si necesitáramos estar fuera del agua para aprender a nadar, pero solo pudiéramos aprender a nadar estando en el agua.


Tal vez la respuesta esté en la práctica misma de hacer estas preguntas, en la práctica de mantener viva la inquietud que estas preguntas representan, en la práctica de resistir los narcóticos culturales que prometen resolver la inquietud sin resolverla realmente. Tal vez la práctica de la crítica lúcida sea, ella misma, una forma de vivir diferente.


Pero esta respuesta solo es válida si la crítica se convierte en práctica de vida, no solo en ejercicio intelectual. Si la comprensión de estos problemas no se traduce en formas concretas de resistir y transformar las condiciones que los generan, entonces la crítica se convierte en una forma adicional de entretenimiento, en una manera sofisticada de evitar la confrontación real con la vida.


La pregunta permanece abierta porque la vida permanece abierta. Mientras haya seres humanos capaces de preguntarse por el sentido de su existencia, mientras haya conciencia capaz de reconocer la diferencia entre autenticidad y simulacro, mientras haya sensibilidad capaz de experimentar tanto el vacío como la plenitud, la pregunta seguirá viva.


Y tal vez eso sea suficiente. Tal vez la vitalidad de la pregunta sea más importante que la definitividad de la respuesta. Tal vez lo que nos hace humanos no sea nuestra capacidad de resolver el enigma de la existencia, sino nuestra capacidad de mantener vivo el asombro ante este enigma.


En un mundo que se ha vuelto demasiado rápido para el asombro, demasiado ruidoso para la contemplación, demasiado lleno de respuestas prefabricadas para las preguntas genuinas, la práctica de mantener viva la pregunta fundamental podría ser, en sí misma, una forma de resistencia. Una forma de recordar que somos más que consumidores, más que productores, más que espectadores. Somos, todavía, seres capaces de preguntarnos por el sentido de nuestra existencia. Y tal vez eso, en sí mismo, sea una forma de disfrutar la vida.



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