Por Armando Tleyotl
Bajó del urbano tren
y avanzó a paso ligero por el andén
—silueta armoniosa entre los demás peatones— salió de la estación
y tuvo que esperar el cambio al verde.
En cuanto pudo cruzó rápido
porque vio del otro lado
a un camión de su ruta que se iba ya.
—me di cuenta de que era también mi ruta—
Lo alcanzó y subió.
Gracias a eso también alcancé a subir yo. Todos los asientos estaban ocupados.
Avanzamos y avanzamos.
Un lugar de pronto se desocupó
y ella tomó el asiento.
Entonces sucedió,
vio que yo traía una maleta y, sin conocerme, dijo que si quería me ayudaba a llevarla.
Sorprendido por su bello rostro
y por su afable damallerosidad, titubeé un poco. Luego accedí.
Y puso entonces la maleta en su regazo.
Charlamos durante todo el camino,
reímos,
e intercambiamos números.
¡Bendita maleta!
Si no la trajera ese día,
de cierto que nunca habría pasado una sola palabra entre ella y yo.
O quién sabe.
Las posibles maneras que causan que dos —que inexorablemente tienen que encontrarse— de repente se encuentren,
han de ser infinitas.
Comentarios