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Foto del escritorCámara rota

Televisión


Hay fenómenos tan comunes y cotidianos que rara vez nos detenemos a reparar en ellos. Uno de éstos, que muy probablemente conozcas bien aunque no hayas escuchado antes su nombre, es el llamado fosfenos, o más específicamente, fosfenos oculares. Cuando te encuentras en la oscuridad o cuando cierras los ojos, sigues viendo un poco de luz inexistente, una serie de pequeños destellos, de tenues colores que se multiplican e intensifican si nos frotamos fuertemente los ojos. Pese a que no hay muchos estudios relacionados con este tema, se sabe que los fosfenos son causados por la estimulación de la retina y de la corteza visual e incluso pueden ser inducidos a través de estímulos magnéticos o eléctricos. Quizá parezca un dato ocioso, de esos que la gente suele soltar cuando el tema de conversación se agota y se quiere parecer más inteligente. La realidad es que, si conozco este dato es porque aún trato de encontrar alguna explicación a un recuerdo de infancia, un extraño suceso que me mantuvo por algún tiempo cambiando la almohada al otro lado de la cama para evitar estar cerca de la cabecera, una cabecera de madera de forma rectangular rematada con un pequeño arco en la parte superior, de un peculiar color rojo quemado que contrastaba con la moldura color madera que decoraba el borde. Sucedió hace ya varios años, en un año muy peculiar en el que el calor de las noches de verano era a veces tan intenso que dificultaba el poder conciliar el sueño. Cuando esto sucedía me giraba ligeramente a la derecha, que es donde se encontraba la cama de mi hermano, y le preguntaba en susurros si estaba despierto. A veces simplemente esperaba algunos momentos en silencio y esperaba un susurro de él haciéndome la misma pregunta. Podíamos ponernos a platicar, a contarnos cualquier cosa que un par de niños de cinco y siete años podían contarse. Mirándolo desde una perspectiva adulta esas charlas me parecen trivialidades, pero en ese momento eran conversaciones tan profundas que podían alargarse por el tiempo suficiente para que poco a poco fuésemos cayendo en un profundo sueño. Era un alivio que coincidiéramos en esa falta de sueño, sin embargo, no siempre era de esta manera. —¿Qué haces si te despiertas en la noche y yo estoy dormido? —Le pregunté una mañana, tras haberme quedado solo con mi insomnio en la penumbra de la calurosa noche del día anterior. —Veo televisión. —Me contestó, con una sonrisa que me indicaba que su respuesta ocultaba algo. —¡No te creo! Mis papás se darían cuenta y te regañarían. —Es que no es esa televisión que piensas. —¡No tenemos otra televisión! —Le grité, convencido de que estaba jugando conmigo. —En la noche te enseño, para que me entiendas. Toda la mañana mi hermano trató de hacerse el misterioso evitando darme cualquier explicación pese a mi insistencia de querer saber a qué se refería con “ver televisión”. —¡Espérate! Te explico al rato —Me contestaba, con esa expresión que mostraba cuánto le encantaba tenerme muriendo de curiosidad. —¿Qué ves cuándo cierras los ojos? —Me preguntó. —¡Pues nada! —Repliqué, con tono de burla a esa pregunta que me pareció absurda. —Fíjate bien. Cierra los ojos y ve bien qué ves. En la noche te explico. El resto del día estuve intrigado, aunque el ejercicio de cerrar los ojos y tratar de identificar lo que veía me mantuvo ocupado hasta que llegó la noche y estábamos en la penumbra listos para dormir. Conociendo a mi hermano no me hubiera extrañado que ese ejercicio fuese únicamente un pretexto para mantenerme ocupado y que dejara de molestarlo pidiéndole explicaciones. —Entonces, ¿qué ves cuando cierras los ojos? —Susurró de repente. —Colores, como puntitos. Puntitos de colores, como amarillos y manchas como naranjas. —Repliqué con un tono de satisfacción, esperando que reconociera el esfuerzo de mi observación. —¡Sí! —Exclamó alzando un poco la voz y con un claro tono de emoción. —También eso se ve cuando está muy oscuro. No necesitas cerrar los ojos, sólo quedarte viendo fijamente a algún lugar que sirva de pantalla. Yo me volteo y veo la pared. Si te la quedas viendo por un rato tus ojos se empiezan a cansar y los puntitos y colores se empiezan a ver más claro. —¿Eso es ver televisión? —Pregunté un poco decepcionado. —¡Sí! Pero, es que, cuando todo se ve más claro los puntos empiezan a formar figuras y luego esas figuras se empiezan a mover y se ven muchas cosas. Yo vi unos soldaditos marchando. Inténtalo. No tienes pared, pero quédate viendo la cabecera de tu cama. —Continuaba susurrando, con una notoria emoción al explicarme tan peculiar proceso. Esa noche me ganó el sueño tratando de llevar a cabo la explicación brindada por mi hermano. Sentía muy cansados los ojos tras haberlos forzado tanto tiempo buscando ver aquellos soldaditos que no aparecían por ningún lado. Lo único que alcanzaba a ver eran algunos puntos amorfos de colores amarillos y naranjas esparcidos por aquí y por allá. —Yo creo que es cuestión de práctica. No sé, a veces no se puede, a veces es muy fácil verlos. —Susurró, tras haber estado en silencio un rato mientras yo intentaba seguir sus instrucciones. Varios días después me dí por vencido. Estaba seguro que mi hermano, como era su costumbre, me había puesto a hacer algo imposible por el mero gusto de verme intentando hacer cualquier cosa que él me dijera, por más descabellada que fuera. Esta teoría se reforzaba al notar que él había dejado de hablar al respecto. Si lo que me dijo hubiese sido cierto seguro que estaría muy emocionado y me seguiría insistiendo que lo intentara. Al parecer, el caluroso verano había quedado atrás y con él las noches de falta de sueño. El clima se percibía ahora fresco y agradable, lo que nos permitía dormir plácidamente. Uno de esos días, sin ninguna razón en particular, desperté a mitad de la noche. No supe qué hora era, la oscuridad lo cubría todo. Aparentemente era uno de esos días de Luna nueva en los que su luz está ausente y la oscuridad es aún más profunda. —¿Estás despierto? —Pregunté con voz muy baja. No recibí respuesta. Tras unos instantes de espera decidí que podía intentarlo de nuevo. Quizá una mayor oscuridad me ayudaría a ver televisión con mayor facilidad. Él había dicho que en ocasiones era más fácil. Dirigí la mirada hacia la cabecera, me concentré y fijé la vista en un punto. Al igual que en ocasiones anteriores los puntos de colores hicieron su aparición y en poco tiempo empezaron a verse algunos patrones geométricos que ya había podido distinguir en los intentos previos. Parecía que, efectivamente, una mayor oscuridad facilitaba este fenómeno. ¿Cómo había conseguido mi hermano ver figuras más complejas? Una cosas son líneas y puntos con cierta estructura, pero ¿ver algo más? Mientras pensaba en esto, los puntos comenzaron a aglutinarse en diferentes lugares, parecían hormigas que se apresuraban a reunirse en torno a algún despojo de comida que había caido al piso. Los pequeños cúmulos de puntos se acrecentaban y paulatinamente iban tomando forma. Lo que empezó siendo un círculo ahora crecía para tomar la forma de una flor, y poco a poco se transformaba en un árbol del que se iban desprendiendo otros puntos, cayendo como hojas en otoño, y al llegar al suelo germinaban, haciendo emergir, finalmente, a aquellos soldaditos mencionados por mi hermano. Unos diminutos soldados con un peculiar sombrero, similares a esos retratados en las ilustraciones del cuento de Andersend. Estaba fascinado. Los soldados comenzaban ahora su marcha, en un efecto de paralaje, muy común en las animaciones y videojuegos, se erigían al fondo una serie de altos edificios, mientras que en el cielo dejaban verse una sucesión de fuegos artificiales que dibujaban flores de distintos colores en el firmamento. Los soldados continuaban la marcha por la ciudad hasta llegar a una feria, frente a la cual se detenían. Se distinguía una rueda de la fortuna al frente mientras los fuegos artificiales continuaban inundando el cielo. Los soldados habían quedado atrás y la rueda de la fortuna iba apareciendo más cercana. Casi podía escuchar la música, una música festiva, el cliché de música de feria que se asocia con el carrusel. Sabía bien que esa música estaba en mi imaginación, contrario a la imagen que frente mí aparecía, pues esta se sentía muy real, pese a no entender cómo es que podía ver lo que veía. El asombro que esta visión me causó duró muy poco dando paso al terror. Súbitamente, de entre todos los fuegos artificiales hubo una explosión que no formó la típica flor, los puntos se agruparon rápidamente y lo que emergía era un rostro que iba aumentando de tamaño hasta abarcar todo el espacio de la cabecera. Era un rostro enjuto, con unos pómulos prominentes, una nariz casi inexistente y unos grandes ojos rojos con una expresión de furia. Abría lentamente la boca en un aparente grito que dejaba ver una mandíbula que casi se desprendía del resto de la cabeza. Grité para mis adentros. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo y en un acto reflejo me escondí inmediatamente bajo las cobijas, cerrando fuertemente los ojos. Grave error. Al apretar los ojos la silueta de esa cara que había aparecido en la cabecera se tornaba más nítida y el rojo de sus ojos se intensificaba. Su expresión de ira cambiaba ahora para soltar una carcajada que parecía interminable. Me quedé petrificado. Tan pronto como pude sobreponerme salí de las cobijas, miré a mi alrededor, reconocí el cuarto en la oscuridad y lloré en silencio. La visión se había ido, pero tenía miedo de volver a verla. Al día siguiente, aterrado aún, pregunté a mi hermano si seguía viendo televisión. —Ya… Ya no puedo… —Me contestó titubeante. —Ví algo. No dijo nada, noté en su actitud un poco de temor. No me atreví a contarle lo que me había sucedido. —Ví soldaditos —Dije finalmente para romper ese momento de silencio que pareció eterno. —Mejor ya no lo hagas... No es bueno forzar los ojos. —Concluyó, siendo la última vez que hablamos del tema. Muchos años más tarde me atreví a preguntarle si recordaba cuando de niños podíamos ver cosas, él en la pared y yo en la cabecera de la cama. —Estábamos muy chicos, imaginábamos muchas cosas. —Me dijo tajantemente y cambió el tema. Puede ser que tuviera razón. Se dice que la imaginación de los niños es muy grande, aunque ese recuerdo tan vívido y esa aparente negativa de mi hermano a poder platicar al respecto me deja pensando que pudo haber sido algo más. Explicaciones pueden haber muchas, algunas más satisfactorias que otras, pero ninguna que me de la confianza para animarme nuevamente a intentar “ver televisión”.



Por Gabriel Molina


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