Nuestra casa solía ser un conjunto de oficinas de bienes raíces. Hace 20 años, cuando desalojaron el lugar y notaron el potencial para agregar una nueva adquisición al catálogo, la pusieron a la venta y mis padres (que aún se sentían novatos al llevar este título) no podían seguir viviendo en una casa de 10x10. Desde el primer momento en el que la vio quedó maravillada, cuenta mi mamá, al verla desde afuera con sus paredes verde pistache, que a mí nunca me gustaron, pero aprendí a vivir con ellas.
Mi relación con las paredes era similar a mi relación con mi madre.
Después de invertir todos sus ahorros y de pedir un par de préstamos, compraron la casa.
En una esquina de la sala, a un lado de las cortinas beige que recuerdo tan bien como las paredes verdes, estaba una caja fuerte, producto del trabajo de los oficinistas. Un rectángulo de 30 centímetros de ancho, y no más largo que la palma de una mano, la caja fuerte siempre me causó una atracción y un misterio peculiar.
Si las paredes eran mis enemigas esa caja fuerte era la persona del metro que ves todos los días, pero nunca te dignas a hablar.
No funcionaba, estaba estancada y mis padres estaban tan cegados al momento de comprarla que ni siquiera recalcaron en ella. Un rectángulo de metal frío y abandonado en una esquina, eso era, nada más.
16 años después, las cosas empezaron a cambiar, las cortinas eran color melocotón, las paredes y yo pusimos fin a nuestra relación al adoptar un tinte blanco y mi padre contrató a un anciano herrero que se pasó dos tardes enteras golpeando la cerradura en forma de disco, hasta que por fin cedió.
No sé por qué esperaron tanto tiempo para arreglarla, pero ahora que lo pienso, tal vez no querían que estuviese vacía.
Mi idea infantil de que adentro estuvieran guardados lingotes de oro o cartas de amor de la época de la revolución, quedaron destruidas la segunda tarde de trabajo del herrero. Cuando por fin pudimos observar cómo se veía por dentro y lo vacía y gélida que estaba.
Desde entonces, mis padres comenzaron a utilizarla diariamente, para sacar o para meter, dependiendo de la época del año. La contraseña no era un dolor de cabeza, a decir verdad, pero equivocarte las primeras cinco veces era normal, después de usarla diez veces la podías abrir al segundo intento, y, pasando esa cifra, cuando ya estabas completamente adiestrado, eras capaz de abrirla con los ojos cerrados. Aún hoy puedo recordar la contraseña, 70 hacia la izquierda cuatro veces, 15 hacia la derecha dos veces y 85 hacia la izquierda tres veces. A veces repetía la contraseña por las noches, cuando estaba acostada en la cama, a punto de dormir; como si estuviese rezando.
Mamá nunca memorizó la contraseña, pudo haberlo hecho, claro está, pero creo que jamás se molestó por aprenderse la combinación de tres pares de números, ¿después de haber tenido 4 hijos todavía tengo que lidiar con una caja de metal?, me la imaginaba así.
De hecho, los únicos que se sabían la combinación éramos mi padre y yo. Por esta razón, todos los días, una o dos veces, mi mamá me pedía que le abriese la caja, para hacer cuentas y eso.
A mitad de mi lavado de trastes “oye, ¿podrías abrirme la caja?", cuando estaba a punto de llegar a mi parte de favorita de la canción "oye, ¿podrías abrirme la caja"?, cuando estaba al borde del estrés por entregar un proyecto final "oye, ¿podrías abrirme la caja?". En las situaciones más inconvenientes siempre había un "oye, ¿podrías abrirme la caja?".
Mi mamá es capricornio y yo soy virgo, no sé mucho de astrología, pero pienso que no son signos muy compatibles. Antes de que la caja significara algo en nuestras vidas, ninguna era muy paciente con la otra, (por no decir nada), manteníamos nuestras conversaciones al mínimo, ella hacía un par de preguntas, decía dos o tres frases y yo le respondía con monosílabos y un "ajá". La cena servida, el pan de cada día.
Aprendimos a convivir juntas, así como aprendes a memorizar una serie de números. Con pesadez al principio y de repente, te encuentras pensando en ello antes de dormir.
Un día caí en cuenta en que estábamos riendo a carcajadas y que, sin querer, había dejado de usar monosílabos y adoptamos por hábito ver una película juntas cada fin de semana. Comencé a preguntarme si la combinación de esa caja no era más bien un encantamiento mágico.
Hace dos años nos mudamos, la casa en la que vivimos ahora tiene una caja fuerte distinta, se desbloquea si oprimes los números 451745, ordenados en forma de calculadora, o con la huella digital de tu pulgar.
Ahora ella sabe desbloquear la caja por su cuenta.
Ya sé que la antigua no tenía lingotes de oro, pero creo que tampoco estuviese completamente vacía.
Con el cambio de casa nuestra relación también cambió, o, mejor dicho, volvió a sus inicios. Dos preguntas, un monosílabo, tres frases, dos monosílabos, "ajá". En ese orden.
A veces pienso que en la caja fuerte de la otra casa nos dejamos encerradas también a nosotras, esa tarde en la que nos reíamos a carcajadas, los sábados de ver películas, las conversaciones que hacíamos en el camino al supermercado, las veces en que le pedía que comprase té de limón y como me reprochaba por tomarlo caliente aún en pleno verano pero me compraba dos cajitas de a pesar de eso; me parece que dejamos todo encerrado en el frío de esa caja de metal antes de mudarnos.
Vivir con mamá es difícil, aprendió la combinación de la caja fuerte, y yo sólo espero que un día la olvide.
Por Azul.
Comentarios