Por María Antonelli
En hora de aviones y trenes, el cielo descalzo pernocta, sol,
antiguo aliado, amigo moribundo, padre.
rezo cóncava, mutilada vértebra, todo duele, elástica como un vaso de agua sin sed, como un perro rojo huérfano. Muerdo.
Abismo.
Duele. Duele mucho.
contemplo, me abismo.
Sueño de ti, de tus dos parpadeos,
de unos labios nuevos, un beso,
de una voz que susurra milagros, un sexo.
El viaje.
El tren me conmueve, heme aquí a las tres de la mañana,
con el cerrojo de mi ombligo abriendo matutina la áspera
grieta.
El amor.
Es amor, -alguien se ha ido- balbuceo expiros en el cristal meridiano. Suspiro. Alguien ha llegado.
El mismo marco sobre las cortinas verdiazul, el polvo añejo tornasol, las cenizas de tus siete décadas compactas.
El ave y su centelleante trinar, crisol entrópico, mi corazón aletea su verbo, -un acto de amor- no todo son besos, ¿sabes?,
se inclina el viento pardo y recula –hace otoños que no vuelvo-.
La muerte.
Aleteo constante del sol sobre el aire, cláxones ciegos
zapatos mudos en todas direcciones, el agua que brota del espejo plateado, la piedra de tus mejillas congeladas, mi terror.
Parágrafo.
La sed y su complacencia, los surcos entre tus dedos por donde brotaba el amor,
otra vez ese aullido de carne azul zurcido al alma.
Y dejar ir, dejar pasar sin bajar la cabeza hasta el fondo,
sin ojos más que turbios laberintos un páramo de tristeza.
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