Por Nicolás Jaula
En medio de su aburrida junta laboral recordó aquella historia ocurrida más diez años atrás.
Todo se remontaba a sus años en la universidad, cuando una chica lo abordó en los pasillos.
– ¿No me conoces? Vamos en la misma clase, le dijo.
Él recordaba haberla visto al fondo del salón en alguna ocasión. Ella le contó que había abandonado la escuela porque se casó y tuvo un hijo, pero decidió volver para terminar la materia que le faltaba.
A partir de ese momento, conversaban cada que coincidían al terminar su clase. Hablaban de sus rutinas, las películas que veían y demás tópicos sin mucha relevancia. Él no tenía ningún interés romántico en ella, de hecho, la veía como una especie de figura adulta, característica ausente en sus demás amistades.
Así pasaron las semanas hasta que un día simplemente desapareció. Él no analizó mucho ese evento, lo consideraba natural en el contexto de ella: una chica adulta, con familia, trabajo y responsabilidades.
Meses después, como la primera vez, se la encontró por accidente en los pasillos. Él se alegró de verla, pese a que tenía asimilado que nunca más lo volvería hacer.
Ella le contó que solo había vuelto por un documento, porque al día siguiente se mudaría a otro país, ya que a su esposo le había surgido una muy buena oportunidad de trabajo. Al acabar esa corta conversación, que duró el trayecto de un salón a otro, llegó el momento de despedirse.
Lo hicieron como cualquier otro día, solo que esta vez, deseándose la mejor vida y futuro.
Al recordar eso le fue imposible pensar:
¿Él estaría teniendo esa mejor vida y futuro?
Trató de recordar su rostro, pero no lo logró.
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