Edy Hernández Rivera
“Lo que existe no es verdad”
A
El profesor X se quedó inmóvil unos segundos mientras escuchaba los gritos fuera el salón. Intentó descifrar si la manifestación era frente a su puerta o en un salón vecino. Se recargó en la mesa, y paso una mano por las canas expuestas que se asomaban por entre el cabello teñido de color castaño. Intentaba descifrar si la manifestación era frente a su puerta o en un salón vecino. Los alumnos guardaron silencio mientras miraban a la puerta. El alboroto se escuchó más fuerte. Sonó el golpe de tambores. “¡Macho!, ¡abusador”, se escuchó en los pasillos.
Rostros encapuchados se asomaron a través de la pequeña ventana; pares de ojos lo retaban directamente. Él se levantó, se llevó las manos a la cintura y se fajó la camisa. Fue hacia la puerta contoneándose como boxeador antes de la pelea. Forzaron la puerta y entraron. Eran mujeres con el rostro cubierto con pasamontañas. Lo señalaban y acusaban con sus palabras, con sus cuerpos cubiertos por el luto. Se detuvo frente a ellas.
Del fondo del salón se escuchó: “¡Fuera! ¡Lárguense! Quiero tomar mi clase”. Una de las alumnas que más participaba en el grupo se levantó y confrontó a las mujeres que se cubrían el rostro. Varios más la siguieron. La vanguardia de mujeres dio unos pasos hacia el profesor, pero el resto del grupo se interpuso. Comenzaron los empujones y más gritos. Eran más los que estaban dentro del salón y terminaron por echarlas fuera. Llegó la seguridad de la universidad y las llevó a empujones a la puerta de salida.
A-B
Ahí lo conociste. En ese mismo salón. Te gustaban tanto las clases que las grabaste con tu teléfono celular. Te aficionaste a escucharlas de nuevo en casa. Tomabas extensas notas de lo que explicaba. Apenas era mitad del curso y ya habías pasado a mano las grabaciones en dos libretas. No querías que se te escapara ninguna frase, cita, referencia a alguna novela, película, obra de teatro, poesía o grupo de rock que él mencionaba. Nadie antes te había permitido conocer la visible e íntima conexión que lo explicaba todo, cómo y por qué el mundo que te rodeaba giraba de tal manera: entre opresiones y miserias, pero también entre libertad y oportunidad de hacer la revolución aquí y ahora. Cuando él hablaba recordabas que tu madre te decía cuando te enseñaba el catecismo que otro mundo era posible, que se podía conseguir el cielo de la paz y la gloria eternas a través del sacrificio aquí y ahora. Había que darlo todo por la promesa del futuro.
No participabas en clase, pero aquella vez pudo más el impulso de expresar palabras que te quemaban la lengua. Hablaste de la sustancia del ser desde la perspectiva de Jean Paul Sartre y de cómo sus conclusiones te parecían tristes: “estamos condenados a elegir”. Era una forma trágica de decir que, al final de cuentas, éramos libres pero que eso nos encadenaba a ser responsables de cada una de nuestras acciones. Te parecía bien, pero sentías que estábamos destinados a padecer una carga, una cruz que se debía arrastrar. Recuerdas su mirada mientras se acariciaba la barbilla. Ahí sentiste el primer toque de electricidad recorrer tu espalda.
La clase terminó. Los estudiantes comenzaron a salir, el profesor en primer lugar, pero se quedó frente a la puerta. Cuando pasaste al lado suyo dijiste: “muchas gracias, nos vemos el próximo lunes”. Lo miraste de reojo y te siguió. Te alcanzó con pasos largos y te dijo: “Hiciste un comentario muy profundo, alumna Y. Alcanzaste a reconocer la idea central del discurso sartreano y la articulaste con la trampa que domina su discurso: el fatalismo que acompaña su concepto de libertad, de una obviedad burguesa de la cual se dará cuenta y corregirá en su obra posterior. ¡Muy bien, eh! ¡Eres una de las estudiantes más destacadas del grupo! Acompáñame al estacionamiento para seguir platicando” La charla se prolongó dos horas dentro de su automóvil.
“¡Es un ataque de la derecha! ¡Seguramente el director está detrás de ese grupo porril!” dijo N con el rostro encendido. L se levantó y pidió a todos reiterar su compromiso con La Causa y cerrar filas con el maestro. Después se agotó una larga lista de participaciones de los más destacados para hacer la evaluación política del ataque de fascismo organizado en la Universidad. Fueron muchas las intervenciones de alumnos dispuestos a defender la honorabilidad del profesor, quien escuchaba recostado, con los ojos cerrados, en su cómodo sillón individual. A las tres horas de discursos repartieron té verde y galletas integrales.
La carta fue firmada por algunos de los intelectuales de mayor renombre de la universidad. Investigadores y profesoras dieron testimonio de las acusaciones sin fundamento hacia X. En ella, hacían una lista pormenorizada de su contribución internacional en el debate de frontera y el pensamiento crítico. Los alumnos que lo apoyaban la imprimieron y tapizaron la universidad con ella. También circuló entre los estudiantes una carta con firmas de apoyo.
Él te ofreció asesorías individuales en su casa para mejorar tu promedio. Admiraste los grandes anaqueles con libros que cubrían las paredes, la tenue luz de lámparas que destellaban en los rincones iluminando las cosas en su justa medida y la pulcritud de su casa ordenada. Después de la sesión de estudio, comiste con él mientras improvisaba una conferencia en la que comentaba libros, películas y música. Pasaron a la sala en la que ocupó su sillón favorito y siguió hablando. Se hizo tarde. Recogiste tu libreta de la mesa y estuviste a punto de salir, pero te dijo: “quédate”.
De regreso a casa, por la noche, te pareció visible la línea que dividía un lugar de otro: el paisaje cambió de largas avenidas iluminadas y cercadas por árboles, jardines y parques en los que él vivía, a la ciudad gris, árida, semioscura y estrecha en la que tú vivías. Observaste el camino de regreso transformarse a partir de una estación del metro. Cruzaste la frontera y hallaste de nuevo largos bloques de cemento, salpicados con árboles y jardines raquíticos. Sentiste que así debería ser la entrada a una prisión.
Al llegar discutiste con tu madre. Te reclamó que no hubieras llegado temprano para cuidar a tus hermanos. Le gritaste que estabas cansada de ocuparte de ellos y que el taller de discusión te hacía mejor estudiante. Tu madre dijo que no le alcanzaba para tus pasajes del fin de semana para ir al taller. Corriste a tu pequeña habitación, pusiste el seguro a la puerta y miraste a través de la ventana: el cielo opaco manchado por el humo no permitía ver las estrellas. Te diste cuenta de que había algo más. Lo habías visto.
B
“Así fue como inició”. Dijo y se soltó a llorar en medio del salón donde un grupo de amigas la escucharon sin interrumpirla. Se cubrió el rostro con sus manos. Un par de ellas la abrazaron. En la esquina una estudiante le susurró algo al oído de otra mientras respondía afirmativamente con la cabeza.
Fueron sacadas por la seguridad privada de la universidad. Era un pasillo corto que atravesaba los edificios principales. Ya en la calle, una de las mujeres cayó al piso y fue pateada en el estómago. Otro guardia casi le da otra patada directo al rostro, pero se lo impidió el golpe de martillo que recibió atrás de la cabeza. El guardia cayó inconsciente. El martillo quedó en el piso, manchado con sangre.
Las discusiones con tu madre continuaron. Te exigía que comenzaras a trabajar. Aceptaste, pero debería permitirte seguir con la escuela y el taller. Se negó. No habría más dinero para la universidad. Te preguntaste: “¿Qué hago? ¿Con quién puedo ir? ¿Con las vecinas de la cuadra con las que me llevo muy mal? ¿Con los compañeros de la universidad que no convivo? ¿Con mis amigas de la secundaria que en su mayoría están casadas, tienen hijos y sin tiempo para escuchar mis problemas?” No tenías amigos. Habías tratado de superar la timidez que te paralizaba. Por eso fuiste a su casa. Le contaste lo que había pasado y más. Hablaste de tu madre, del hecho de que no sabías quién era tu padre, de tus miedos y de tu deseo por ser libre. No dejaste de hablar hasta que comenzaste a sentir frío. Era de madrugada. X fue a su habitación y te trajo un saco con el cual te arropó. Todavía recuerdas su aroma, la textura confortable de aquella prenda y las palabras que te dijo mirándote a los ojos. “La única forma de ser libre es romper con los límites que te ha impuesto esta sociedad represiva. Es el más grande miedo que esclaviza a la humanidad, aquello que no le permite vivir con plenitud el gozo de la vida. ¡Hay que atreverse!” Para ti, aquello fue una orden categórica. Al fin tenías un propósito, un sentido. Aceptaste su propuesta: a partir de esa semana tomarías terapia con él. Te propuso desactivar los miedos que te mantenían atrapada, según él, en el cuerpo de una “mujercita”. Esa noche dormiste en el sillón envuelta en aquel saco.
B-C
Algunas pudieron escapar, otras fueron remitidas al ministerio público y de ahí al reclusorio. Las que alcanzaron a identificar como estudiantes de la universidad fueron expulsadas. De milagro, el policía no murió por la fractura del cráneo.
Ocurrió durante la discusión de El segundo sexo de Simone de Beauvoir en el taller organizado en su casa. La idea te vino de golpe, como casi todo cuando se trata de ser la hermana mayor: lo que tú pensabas de tí misma había sido moldeado por la sociedad sin que hubieras tenido participación en ello. Recordaste una clase de latín en la preparatoria. El famulus era la propiedad del amo que incluía esclavos, mujer e hijos. Hiciste la comparación con la familia actual y denunciaste al padre moderno, al gran patriarca. Así lo dijiste en el taller en casa de X. Después de tu participación, J pidió la palabra y te criticó. Tu discurso le pareció ingenuo y superficial. X interrumpió a J y comenzó a reconocer tu crecimiento en esos meses de formación militante. Estaba orgulloso de ti.
C
La carta de los intelectuales lo tranquilizó durante algunos días; sin embargo, el golpe había tenido efectos entre algunos de sus colegas que comenzaron a cuestionar sus artículos sobre feminismo. X sospechaba que la campaña de desprestigio que había desatado el director iba a continuar. Caminaba alrededor de la sala como león enjaulado mientras que los asistentes a la reunión podían sentir la tensión que se acumulaba en el ambiente. Alguno de ellos dijo “¿Quién pudo haber escrito esas difamaciones?” Otro exclamó: “Nosotros te conocemos. Es imposible que seas capaz de hacer lo que ahí cuentan. ¡Es un invento!” X dijo que estaba seguro de quién era: aquella alumna que había renunciado al taller porque no pudo superar la transferencia de la imagen del padre hacia él. Era muy probable que, de alguna manera, el director la conociera y manipulara para vengarse de él. Dijo: “¡Vaya, humanidad! ¡Se le ofrecía la oportunidad de emanciparse y elegía la esclavitud de la locura! ¡Tenía que ser ella!” Gritó y dio las siguientes indicaciones. “N: háblale por teléfono y sondéala a ver si puedes confirmar que escribió la denuncia. Tú eres quien mejor se relaciona con ella. R y J: a partir de ahora van a dar seguimiento a sus redes sociales y me van a enviar la captura de pantalla de todo lo que escriba. N y T: armen perfiles de Facebook y desde ahí escriban que quiso ligarse a otros profesores”. Nadie iba a manchar su buen nombre y menos ella, exclamó.
Durante meses asististe a terapia en la sala de su casa. Le confiaste palabras que no te habías atrevido a decirlas en voz alta. Habías llegado al origen de tu dolor. De esta forma, conociste tu “herida primaria” como él le llamaba. Habían hecho un recorrido por tu vida en un viaje turbulento, como si fueras descendiendo por un tobogán a toda velocidad. Llegaste al trauma guiada por él. Recordaste la violación que sufriste de niña a manos de un vecino, la vergüenza y el silencio con el que tu memoria quiso borrar lo que sucedió. Fue entonces que te desbordaste, como un río en plena tormenta. Te derrumbaste. Estabas con la carne viva. Y fue ahí cuando él te dijo: “Tienes miedo al amor. Yo puedo guiarte. Sé cómo hacerlo. Sólo debes entregarte al proyecto del amor”. Y entonces te abrazó y estrujó su cuerpo contra el tuyo. Después llevó su brazo izquierdo a tu cintura mientras con su mano derecha secaba las lágrimas que caían por tus mejillas. Más tarde te pidió que le dieras un masaje en el cuello.
C-A
Durante una semana la universidad se mantuvo en calma a pesar de que continuaban exhibidas las denuncias en el muro de la entrada principal. En pasillos, en pequeñas reuniones se comentaba lo que había sucedido: las expulsiones, el herido, la cárcel, la acusación. Los alumnos, en cuanto escuchaban las acusaciones contra él, las rechazaban contundentemente. X había armado un guion para contener la propagación de las difamaciones. Fue muy claro con cada uno de ellos: “debían dejar sin argumentos a cualquiera que se refiriera a la carta de denuncia.” Después de algunos días, al parecer, el trabajo del grupo había surtido efecto. El asunto pareció olvidarse.
Finalmente te fuiste de casa. Pusiste en una balanza a tu mamá, a tus hermanos y a ti. Elegiste lo mejor para tu libertad. Era necesario superar el abandono de la familia, ese lugar en el que se formaban esclavos modernos. Sin trabajo ni dinero suficiente para rentar alguna habitación le pediste ayuda. Él te permitió habitar uno de los cuartos de su departamento y también te ofreció trabajo. Desde ese día te encargaste de ordenar sus archivos, realizar transcripciones de sus conferencias y lo que se ofreciera. A veces terminabas exhausta, pero recordabas cuando te dio la bienvenida a su casa: “El trabajo colectivo es lo que permite superar los deseos egoístas de los propietarios privados. Al cuidarme a mí también cuidas de ti misma y lo que represento: la revolución”.
Durante la madrugada rociaron el muro de denuncias con gasolina y le prendieron fuego. La puerta de la universidad ardió unos minutos, lo suficiente para que las cartulinas y hojas de papel terminaran hechas cenizas. Lo que ahí se narraba, con nombres, apellidos y fotos terminó disolviéndose en el aire. El incendio estuvo a punto de extenderse al resto de la universidad, pero fue contenido por vigilantes que se habían acostumbrado a tener noches sin incidentes. Al poco tiempo, solo quedó la banqueta regada por el agua y una extensa mancha negra en el muro blanco.
Al principio te resultó extraño convivir con él desde que se levantaba hasta que se iba a dormir, pero estabas construyendo una nueva cotidianidad que habías elegido. Además, el cariño y admiración que sentías por el apoyo de X y su proyecto te entusiasmaban. Era una persona muy importante para ti y comenzó a dirigir tu investigación de tesis. A las sesiones de terapia que tenías con él se sumaron reuniones de asesoría. En una ocasión te dijo que no estaba cómodo con las asesorías en casa; debían ser en un lugar en el que pudieran concentrarse mejor. Fue así como te esperó a la salida de la universidad, abordaste su auto y te volviste a perder en su conversación mientras él te conducía a un lugar que pensabas era especial para trabajar. Absorta por tus pensamientos, tardaste algunos segundos en reconocer el lugar al que habían llegado. El profesor X te abrió la puerta y pudiste ver la fachada del edificio, las cinco letras gigantescas y luminosas que se encendían y apagaban formaban la palabra HOTEL. Bajaste la mirada y frente a tu rostro estaba la mano de X invitando a que salieras del auto. A partir de ahí todo sucedió muy rápido. Él avanzó hacia la puerta de entrada al lugar y te tomó de la cintura. Fuiste llevada por un extraño impulso y también pusiste tu mano en la suya. Era la primera vez que lo tocabas así. Una lejana voz te decía que quería regresar al auto, a la universidad, a la casa de tu madre, a tu cuarto a intentar ver las estrellas por la pequeña ventana iluminada tristemente con el foco manchado de 60 watts. Esa voz te quería lejos de ahí, susurraba que tu cuerpo debería detenerse. Pero seguiste avanzando. Subiste por el elevador y sentías el rubor ascender hasta las mejillas. El elevador se detuvo en el quinto piso. Nunca habías entrado a un lugar así. El silencio en el pasillo te sorprendió. La alfombra roja consumía tus pasos uno tras otro. Avanzaste. Otro impulso llegó. Quisiste detenerte, pero la mano de X dejó tu cintura y envolvió la tuya. Era grande y muy suave, pensaste que era la mano de un artista que no está al nivel de la tierra grosera que te anidaba. “Esto te va a curar. Te hará bien entregarte al proyecto del amor. ¡Crece!”. Te lo dijo sonriendo. Te besó en la boca. Abrió la puerta de la habitación, se metió, encendió la luz y extendió su brazo y dijo: “Tú eliges”. Lo demás no quisiste recordarlo.
A
El enorme grupo de estudiantes que estaba leyendo las denuncias pegadas en la pared de entrada de la universidad llamó su atención esa mañana. Había una foto del profesor X y al lado una extensa carta que lo denunciaba. La leyó. Al terminar sintió escalofríos. Sus manos estaban heladas. No podía ser cierto. “Es una difamación”, pensó. Subió las escaleras casi corriendo. “Seguramente habrá reunión del grupo. Es una mentira”. Llegó apresurada al salón. Él ya estaba en el salón impartiendo su clase. Se veía tranquilo, como si el escándalo en la puerta de la universidad no existiera. En ese momento pensó “¡Es admirable cómo enfrenta la adversidad!”. Como siempre, su amiga le había apartado su lugar en la primera fila de asientos y se dispuso a escuchar atentamente. En la libreta escribía las preguntas que iban apareciendo al vuelo o los comentarios que haría al final, cuando el profesor pedía que el grupo participara. Durante la clase, X fluyó con un discurso soberbio. Cada palabra representaba para ella una grieta en un mundo gris y sin esperanza. Citó una frase que atribuyó a Ernest Bloch: “Lo que existe no es verdad”. Afuera comenzaron a sonar los tambores y los gritos. Entraron un grupo de mujeres vestidas de negro pateando la puerta. Al verlas, se levantó y fue directamente a empujar a una de ellas. Les gritó: “¡fuera!, ¡lárguense!, ¡ustedes están violando mi derecho a tomar clase!”. Volvió a empujar a otra mientras el resto de sus compañeros se levantó y continuó lo que ella había iniciado. “Ellas no van a destruir este paraíso en la tierra” pensó la alumna Z.
5 de enero de 2021
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