La borrasca
- Guillermo Martínez Collado
- 1 jul
- 6 Min. de lectura

Por Guillermo Martínez Collado
El hombre bajó a Ribadesella a primera hora de la mañana. Aparcó lejos del centro. Aunque no era época de turistas, encontrar un sitio en el centro era una tarea imposible.
Hacía frío. El viento venía del mar y se le colaba por las costuras de la chaqueta. Compró pan en la calle que daba a la ría. Luego caminó hasta la ferretería porque necesitaban tornillos para la puerta del gallinero. Se preguntó para qué, pues eran incapaces de conseguir que aquellos animales dieran huevos.
Saludó con un gesto a la señora del estanco, que no se acordaba de él, y cruzó por el paso de cebra hacia la plaza. No había casi nadie. Cuatro jubilados al sol, un grupo de chicos fumando frente a la tienda de calzado. Tomó un café en el bar de la esquina y salió a pedir un mechero a los adolescentes, que lo miraron como si fuera idiota.
Entró en el supermercado a por café y yogures. Hizo cola mientras escuchaba la conversación de dos mujeres que se quejaban del centro de salud. Cuando salió, se sentó en un banco del paseo y miró el teléfono móvil. Dos mensajes de su hija. Una foto de los críos, otra del piso nuevo. Suspiró, como si le pesara el pecho.
Habían pensado que aquello sería diferente. Que asentarse en esa tierra, aunque no fuera la suya, les serviría para arreglar lo que quedaba de una relación triturada. En verano, cuando venían de vacaciones, todo parecía más sencillo. Los paseos por la playa, las comidas en el chiringuito. La risa de ella cuando él hacía un comentario cualquiera. Pero eso había cambiado. O había dejado de importar.
Se metió en el coche, encendió el motor y salió hacia la carretera de Xuncu.
Casi al llegar a la casa, un perro se cruzó en mitad del asfalto. Frenó en seco. El animal se quedó quieto, mirándolo, luego echó a correr hacia el monte.
—Joder —murmuró—. Qué más falta.
Aparcó frente a la casa. Ella estaba en el porche, envuelta en una manta, bebiendo café caliente. Cuando lo vio llegar, no se levantó. Él bajó del coche, recogió las bolsas y entró.
—¿Todo bien? —preguntó ella, sin interés.
—Lo de siempre. Había un perro ahí en medio. Por poco lo atropello.—respondió.
Se oía la radio encendida en la cocina. El locutor hablaba de la borrasca que venía del Cantábrico.
Dejó las cosas y se quitó la chaqueta. Desde la ventana vio al perro. Estaba ahí de nuevo, en el camino de piedra, sentado como si esperase algo.
—Es el perro con el que casi me estampo. Sigue por aquí.
Ella se acercó.
—Tiene buena pinta. Parece de raza.
Miró a la mujer. A veces no sabía qué pensar. Desde lo de aquella compañera de trabajo—aunque ya nadie la nombrara—, las cosas nunca habían vuelto a estar del todo bien. No hablaban del tema. Había quedado atrás. Como si el paisaje se hubiera tragado los restos de aquella historia. Pensó que poner tierra de por medio arreglaría las cosas, pero la relación se había podrido demasiado.
—Igual es de algún vecino —dijo él.
—O igual no es de nadie —dijo ella.
Esa noche el perro se quedó.
Apareció en la puerta al día siguiente, con el hocico mojado y el lomo cubierto de barro. Temblaba de frío. Ella le abrió sin pensarlo. Se agachó, le acarició la cabeza. Él observó desde la cocina cómo el animal se adentraba en la casa sin pedir permiso, arrastrando un olor rancio y dulzón.
—Tiene collar —dijo ella, agachándose para mirarlo—. Es raro. Como de plástico duro. ¿Lo ves? Tenías razón. Seguro que tiene dueños. Deberíamos preguntar a los vecinos.
Él no contestó. No soportaba a la gente que vivía en los alrededores. En general los trataban con desprecio. Les hacían sentir foráneos. En la radio volvían a hablar de lluvias para el fin de semana. Bajó el volumen y miró al perro. Tenía las orejas gachas y las patas manchadas de sangre seca.
—Mañana se irá —dijo, sin mirar a su mujer.
Ella no dijo nada. Solo lo secó con una toalla vieja y le puso un cuenco de agua. El perro bebió con ansia.
Por la noche ladró. Una vez, luego otra. Rasgó con las patas la puerta del garaje y tumbó un cubo que habían dejado fuera. Él suspiró en alto. Ella no se movió de la cama.
A la mañana siguiente, el perro seguía allí. Lo encontraron dormido junto al montón de leña, con la cabeza sobre las patas. Cuando él salió, se levantó de un salto y comenzó a seguirle.
—No nos lo podemos quedar —dijo.
Ella regaba los geranios. Ni siquiera se giró.
—Le gustamos —dijo—. Se nota.
Él lo miró de reojo. El animal tenía un gesto torpe, como de cachorro, pero estaba machacado. Un ojo medio nublado, los colmillos desiguales. Algo raro en la forma de andar.
—Seguro que acabaría con nuestra tranquilidad.
—Podría proteger la casa. Amedrentar a los ladrones.
Él no respondió.
Esa tarde el perro rompió el comedero, persiguió a los gatos del matrimonio y orinó en una alfombra.
Después forzó la puerta sin arreglar del gallinero y mordió a los animales. Las heridas parecían graves. Aquello fue demasiado para el hombre. Discutió con la mujer. Zanjó la disputa con un zarandeo que acabó con ella en el suelo. Levantó la mano sin llegar a golpearla. No tenían una riña tan fuerte desde la infidelidad. Sintió que perdía el control.
Al anochecer, él bajó al trastero. Tenía la mirada perdida. Subió con la escopeta colgada del hombro y caminó sin prisas hacia una parte alejada de la propiedad, cerca de los árboles. El perro fue detrás, contento. Movía la cola.
No hizo falta más.
Un disparo seco. Después, el silencio.
Volvió a por una pala.
Regresó solo. Entró a la casa, dejó la escopeta en su sitio y se lavó las manos. Ella estaba en la mesa, pelando una mandarina. Lo miró, luego volvió a lo suyo. Había visto otras reacciones desproporcionadas del hombre, pero ninguna como esa. No supo cómo reaccionar. Sintió un escalofrío.
No hablaron.
Al día siguiente desayunaron en silencio. Después, ella limpió la cocina y él se puso a arreglar la verja del gallinero. Empezó a lloviznar a última hora de la tarde. Llegaba la borrasca que habían anunciado en la radio. Cuando se sentaron un momento en el porche, ella con una manta, él con una cerveza, no se dijeron nada. Se oía el aire, lejano, fuerte, como si también estuviera irritado. El hombre empezó a arrepentirse de lo que había hecho. Una vez más. El arrepentimiento. Eso lo dejaba desolado.
Poco antes del anochecer, vieron llegar un coche.
Era un todoterreno viejo, con varias abolladuras y restos de chapa saltada. Subió por el camino despacio, salpicando barro. Se detuvo frente a la casa. Bajaron tres hombres. Uno de ellos venía tambaleándose, con la cara colorada. Llevaba una gorra de camuflaje. Los otros dos eran más jóvenes.
—Buenas —dijo el mayor—Disculpen, ¿no habrán visto por aquí un perro? Se nos perdió en una batida. Un bretón, negro con manchas. Llevaba un collar con GPS.
Él maldijo en voz baja y le dijo a la mujer que se mantuviera callada. Salió a recibirlos. Ella se quedó en el porche, a distancia.
—Vi uno por la carretera, hace un par de días. Pero se fue monte arriba. No lo volví a ver.
—¿Están seguros? —preguntó el más joven—. El localizador lo marca cerca de aquí.
—Eso puede fallar —dijo el hombre—. Tal vez se metió en el río y se estropeó.
—Es un perro de caza. Vale dinero —añadió otro—. Lo estábamos entrenando.
El borracho los miraba, moviendo la cabeza despacio. Tenía la mirada sucia.
—¿Seguro que no saben nada?
Él apretó los dientes.
—Les digo que no.
Ella se dio cuenta de que era la ocasión. El momento que tanto había deseado. Se levantó despacio. Caminó hacia ellos. Llevaba un trapo de cocina en la mano. Sonrió, como si quisiera suavizar la escena.
—¿Preguntan por un perro? Estuvo uno por aquí, sí. Pero mi marido se lo llevó. Decía que molestaba.
Los hombres se quedaron quietos. El borracho dio un paso adelante.
—¿Se lo llevó dónde?
Ella se encogió de hombros.
—Allí. Detrás de la casa.
Él no dijo nada. Creyó entender lo que intentaba hacer la mujer. La miró sin expresión. Uno de los jóvenes abrió una aplicación en el móvil. El GPS parpadeaba.
—Allí marca la señal. Justo allí.
Agarraron al hombre y lo llevaron a rastras. Detrás de la casa, cerca de la zona donde empezaban los árboles, un pequeño montículo de tierra movida marcaba el lugar. El borracho se giró hacia él y lo zarandeó.
—¿Lo mataste, cabrón?
—No sé de qué habláis.
Entonces el borracho le soltó un empujón. Él cayó hacia atrás. La cerveza que tenía en la mano se le escapó y se rompió contra una piedra. La mujer no se fue tras ellos. Volvió al porche. Se sentó en la silla mientras miraba al monte. Oía los gritos que venían del otro lado.
—Está muerto, ¿no?
Él intentó levantarse. Uno de los jóvenes le dio una patada. Se oyeron gritos y golpes. La mujer se cubrió los oídos con la mano, pero seguía sonriendo.
El viento soplaba más fuerte. La lluvia empezó a caer con intensidad. La borrasca que venían anunciando por fin había llegado.
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