Los verdes laureles
- Guillermo Martínez Collado
- 9 abr
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 22 abr

Por Guillermo Martínez Collado
Era finales de junio y hacía calor. El tipo de calor pegajoso que se queda atrapado en los portales y huele a frito y a lejía. Como era costumbre, no tenía nada que hacer, así que salí a dar una vuelta y acabé yendo a casa de Risco.
Vivía en un cuarto piso sin ascensor, en una calle estrecha del puerto. Subí despacio, con la camiseta pegada a la espalda. La puerta estaba entornada. Empujé con los nudillos y pasé.
Dentro olía a pintura. Había trapos en el suelo, maletas junto a la pared y un cubo con brochas apoyado en la mesa del comedor. Risco apareció desde el pasillo, con las manos manchadas de blanco.
—¿Qué haces tú por aquí? —me preguntó.
—Nada. Pasaba cerca.
Se encogió de hombros. Tenía la frente empapada de sudor y una cerveza abierta en la mano.
—Pues has venido justo a tiempo. Estoy arreglando esto antes de largarme.
Me apoyé en el marco de la puerta. La luz que entraba por la ventana era sucia, como si llevara décadas sin colarse del todo.
—¿Te vas?
—Sí. Esta semana.
—¿Y Bibi?
—Está fuera. Trabajando. Llega el jueves. Quiero largarme antes.
Lo dijo sin mirar. Luego se agachó a recoger un bote de masilla.
—¿Te apetece lijar algo?
Cogí una lija del montón y me senté frente a una cómoda de madera vieja, con las patas mordidas por el tiempo. Supuse que eso de que se iba era algún tipo de broma, pero con él nunca podías estar seguro. Risco me lanzó un trapo.
—Quita el polvo primero. Luego le das.
No hablamos mucho mientras trabajamos. Solo el sonido áspero del papel rascando la madera, el crujido de las rodillas al levantarse, algún que otro bufido cuando la pintura no cubría bien. Afuera se oía una radio lejana y las voces de unos críos corriendo por el patio.
En algún momento, sin dejar de lijar, pregunté:
—¿Y por qué te vas?
Risco se limpió la frente con el antebrazo.
—Porque ya estoy harto. Llevamos tres años. No aguanto más.
No dije nada. Bibi era una preciosa mujer, unos pocos años mayor que nosotros. Tenía casa, un buen trabajo y era encantadora. No podía entender la razón por la cual Risco, del que no se conocía una ocupación concreta, querría abandonarla. Seguí pasando la lija, despacio, sintiendo el polvillo fino pegándose a los dedos.
—Por eso quiero arreglar esto —dijo al rato—, la casa no es mía. Me parece justo dejarla bien.
Eso me sorprendió un poco, porque hablaba como si todo lo demás no importara. Como si marcharse fuera tan simple como hacer las maletas y cerrar la puerta.
—¿Tú qué vas a hacer ahora que se acaba el curso? —preguntó luego, mirándome de reojo.
—Nada. Bueno, sí. Volver al pueblo. Como siempre.
Asintió. No dijo nada más. Pero en su cara había una especie de lástima o de comprensión, no sabría decir.
Estuvimos arreglando unos enchufes que colgaban de la pared y cambiamos la manilla del baño. Risco parecía saber de todo. Luego pegó una chapita de plástico que imitaba a madera en la puerta de la habitación, tratando de ocultar un agujero hecho por un puñetazo. Repitió la operación en el resto de puertas de la casa. Al rato, cuando nos dolían los hombros y ya no quedaba cerveza fría, Risco propuso salir a dar una vuelta.
Bajamos por la calle del puerto sin rumbo fijo. Al fondo, el Musel dibujaba su figura contra el horizonte. El sol ya había caído detrás de los bloques y el calor se quedaba atrapado entre los muros, como si le costara marcharse. Cruzamos un par de calles, compramos unas latas en el chino y seguimos caminando.
Risco se detuvo en la valla de la pista del barrio. Dentro jugaban unos críos con camisetas verdes, sueltas, desiguales. Uno era más bajito que el resto y se le caían los pantalones. Otro llevaba gafas y las empujaba con rabia cada vez que le rebotaba el balón en la cara. A su lado, sus rivales parecían profesionales.
—Ahí los tienes —dijo Risco—. Los Verdes Laureles.
—¿Los qué?
—Así los llamo yo. Siempre pierden. Da igual contra quién jueguen. Corren, se pelean, sudan como cerdos, y siempre pierden.
Me apoyé en la valla a su lado. Uno de los críos le pegó una patada al balón y lo mandó fuera. Otro le gritó. Se empujaban, reían, pero también parecía que se odiaban un poco.
—¿Por qué los ves? Son lamentables.
Risco dio un trago largo a la lata antes de contestar.
—Me recuerdan a cuando todo parecía más fácil. Cuando solo importaba correr y divertirse.
Nos quedamos un rato viendo el partido. El cielo empezaba a volverse violeta y los bloques proyectaban sombras largas sobre la pista. Uno de los Verdes se tiró al suelo fingiendo una falta. El árbitro, que no tenía más de dieciséis años, se encogió de hombros y dejó que el juego siguiera. Alguien protestó entre el público. Quise entender aquello como hacía Risco, siempre dispuesto a ver el lado poético de las cosas, pero no fui capaz. Para mí solo eran un grupo de críos jugando mal al fútbol.
—Siempre pierden, ¿eh?
—Siempre —repitió Risco, como si eso le gustara.
Nos fuimos antes de que acabaran. Los padres nos miraban como si fuéramos vagabundos. Risco dijo que le apetecía sentarse un rato con sombra y algo más frío que una lata de saldo. Bajamos hacia el bar de la esquina, uno que olía a friegasuelos y tenía las mesas de formica pegajosas. Nos sentamos fuera.
Pidió dos cañas. El camarero, un tipo calvo con la camiseta sucia, las dejó sin mirarnos. Risco le dijo gracias, pero el tipo ya se había girado.
—¿Y tú qué? —me preguntó, como si se hubiera acordado de golpe—. ¿Cómo son esos planes de verano?
Me encogí de hombros. No quería decirlo, pero ya que estaba ahí...
—He suspendido cuatro. Mi madre dice que ni salgo de la granja. Que me toca volver al pueblo y trabajar con mi tío en el campo. Como siempre.
Risco asintió con la cabeza. Parecía que lo entendía, o que al menos lo esperaba.
—Joder, qué putada —dijo, pero sin demasiada pena—. Aunque... no te das cuenta, pero tienes suerte.
Lo miré, sin saber si me estaba tomando el pelo.
—¿Suerte?
—Claro. Sabes lo que va a pasar. Tienes un sitio al que volver. Aunque no quieras.
No supe qué responder. Me quedé mirando cómo una avispa rondaba el borde de su vaso. La espantó con un gesto.
—Yo me largo y ni sé adónde voy —añadió—. Pero eso también tiene su parte buena.
Estuvimos un rato en silencio. Luego hablamos de otras cosas: un concierto de Carolina. Durante al que nunca fuimos, un amigo en común que se había echado novia y ya no salía. Tonterías. Después Risco dijo que al día siguiente tenía que madrugar para seguir trabajando en el piso. Quedamos en vernos, seguía sin saber si bromeaba.
Un par de días después, volví a la casa. Ya estaba preparado para no encontrarlo, pero me negaba a creer en esa posibilidad. Tal vez esperaba verlo allí y que todo hubiera sido una de sus bromas.
La puerta estaba cerrada. Toqué con los nudillos y, al no recibir respuesta, busqué la llave que escondían bajo el felpudo. Dentro no había rastro de él. Ni una camiseta en el suelo, ni una botella a medio beber. La casa estaba limpia, tan vacía como cuando llegué, pero más callada. La madera brillaba en las zonas lijadas, el polvo ya estaba borrado.
Me quedé ahí parado un momento, mirando las paredes recién pintadas. Pensé en Bibi, que probablemente llegaría el jueves y encontraría todo limpio y ordenado, sin saber que Risco se había ido sin decir nada. Pero, como siempre, no parecía haber forma de entenderlo bien. No para mí, al menos.
Salí y me quedé en el pasillo un rato, sin saber qué hacer. Volví a caminar sin rumbo, como tantas veces, mientras las horas pasaban sin prisa.
El sábado quedé con los chicos para tomar algo al medio día. La ausencia de nuestro amigo fue el tema central. Ya había corrido la voz y todos estaban enterados del asunto. Era una especie de misterio que trataban de desentrañar. Por supuesto, no conté lo que sabía. Luego estuvimos callados, bebiendo en silencio. Echamos de menos sus bromas. Ese carisma poético que nos hacía sentirnos orgullosos de que fuera uno de los nuestros.
Cuando me invadió la tristeza me largué.
Fui al barrio, al mismo sitio de siempre. Di un paseo absorto en mis pensamientos hasta que los gritos captaron mi atención. Los críos jugaban en la pista. Corrían y se empujaban. Los Verdes Laureles, como decía Risco. Por alguna razón ese nombre se quedó dándome vueltas. Tal vez porque me hizo pensar que había algo en perder, en seguir ahí aunque todo fuera en vano.
Me quedé un rato mirando. Los chicos seguían peleando con el balón. El equipo rival ganaba de cinco. Parecía que nada había cambiado. Y tal vez fuera eso lo que me inquietaba, la sensación de que, al final, todo quedaría igual. La vida pasaba, pero realmente nada se movía. Como los Verdes Laureles, corriendo sin descanso, sabiendo que perderían. Yo también seguía en el mismo sitio, deseando que algo sucediera, aunque en el fondo ya no esperaba nada más que el paso del tiempo.
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