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Blasfemia y sedición, de Roma a Gaza

  • Foto del escritor: Cámara rota
    Cámara rota
  • 15 oct
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 16 oct


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Por Eli Adán Díaz


Jesús, el personaje histórico que dio nacimiento al cristianismo, fue condenado bajo las acusaciones de sedición y blasfemia. Estas acusaciones se instrumentalizan para mostrar que no hay nada más grave que el desafío al poder, como sucede hoy en día con la causa palestina. Las razones principales de por qué Jesús fue un personaje incómodo para el poder podrían trazar un paralelismo elocuente con lo que hoy sucede con los palestinos, despojados de sus tierras desde 1948.


En los tiempos del dominio romano sobre Palestina, un hombre que hoy identificaríamos con la clase trabajadora decidió confrontar el status quo. Jesús predicaba un mensaje de amor que, al mismo tiempo, representaba un desafío radical a la autoridad. Al encarnar una filosofía de servir antes que mandar, generó un cisma en los cimientos del poder autoritario romano. Este desafío se volvió explícito con sus declaraciones de ser el “rey de los judíos”, un título que Roma interpretó no en un sentido espiritual, sino como un acto de sedición directa: un desafío político a la autoridad del emperador.


Su desafío no fue solo político, sino también religioso. Las autoridades judías, cuya colaboración era esencial para la paz romana y la recaudación de impuestos, veían en Jesús una amenaza a su frágil equilibrio de poder. La primera vez que, siendo niño, se refirió al Templo como la “casa de su Padre” (San Lucas 2:49), marcó el inicio de una vida proclamando una relación única con Dios. Acciones como expulsar a los comerciantes del Templo —acusándolos de profanar la casa de su Padre— o curar en sábado desafiaban abiertamente la ley y la autoridad religiosa establecida. Para esta élite, tales actos no eran piadosos, sino blasfemos: una subversión de lo sagrado que merecía la condena.


La sedición —un levantamiento contra la autoridad establecida— y la blasfemia —una ofensa contra lo sagrado— fueron, por tanto, los cargos formales. Uno, un crimen político contra Roma; el otro, un crimen religioso contra el Sanedrín. Ambos convergían en un mismo objetivo: silenciar a quien osaba desafiar los pilares del poder. Es aquí, en este punto, donde el paralelismo con la Palestina ocupada en la actualidad se vuelve ineludible.


No existe, como tal, una acusación de blasfemia religiosa hacia las víctimas palestinas del genocidio en Gaza, pero estamos ante el nacimiento de una blasfemia cívico-política. Para múltiples organizaciones religiosas y una base amplia de la política a lo largo de los Estados Unidos y Occidente, es un acto de blasfemia no apoyar a Israel en su acometida contra el pueblo palestino. Por ende, se mira como una herejía política todo aquello que busque apoyar o visibilizar los hechos que se están llevando a cabo contra la población en Palestina.


Esta blasfemia política se traduce en un movimiento mundial de contrapeso, a lo largo y ancho del mundo, que intenta actuar contra la maquinaria destructora que es Israel (con minúscula, por las acciones que viene cometiendo). No solo es el boicot contra marcas sionistas, también la censura, el segregar a actores políticos y deportistas que levantan la voz, o periodistas que se atreven a cuestionar la narrativa impuesta por el régimen sionista. Todo esto enmarcado bajo la muletilla de victimización favorita en este conflicto: “el antisemitismo”, utilizando esta frase para desacreditar todo aquello que busque develar lo malvado de estos actos.


La resistencia del pueblo palestino, catalogada como sediciosa por Israel, es un movimiento de liberación que ha venido surgiendo a lo largo de los años como respuesta al yugo colonial de Israel desde inicios de la Nakba, en marzo de 1948.


Los constantes actos por liberarse del yugo colonial de Israel —que incluyen acciones armadas, manifestaciones y la toma de rehenes— son actos de defensa en un contexto de ocupación. Según el derecho internacional, estas acciones están respaldadas por la Carta de las Naciones Unidas, donde se garantiza el derecho a resistir de aquellos cuerpos que están bajo ocupación. Sin embargo, pareciera que los palestinos no gozan de tales derechos y son tratados con un doble rasero, ya que las condenas continuas hacia sus actos de resistencia se ponen en entredicho cada que surge un nuevo evento.


El paralelismo, por lo tanto, es claro: tanto Jesús, el hombre histórico, como el pueblo palestino han sido condenados bajo dos acusaciones —blasfemia/sedición y terrorismo/antisemitismo— cuyo único fin es castigar a todo aquel que se atreva a desafiar el orden establecido por los grandes imperios en turno. Tanto la alianza romano-judía en el siglo I como la de EE.UU./Israel en la actualidad solo buscan someter a pueblos e individuos que lo único que anhelan es la vida en paz. Tanto Jesús como el pueblo palestino fueron sometidos a castigos y sufrimientos que lo único que buscaban era dejar un mensaje: “Cuidado y se te ocurra hacer algo”, que resuena a través del tiempo.


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