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Cuba: la utopía traicionada

  • Foto del escritor: Alejandro Juárez Zepeda
    Alejandro Juárez Zepeda
  • hace 9 horas
  • 6 Min. de lectura



Por Alejandro Juárez Zepeda


Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo que es una realidad, / un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios… ~Virgilio Piñera, La Isla en Peso



Siempre supe que existía una distancia insondable entre lo que imaginamos y lo que realmente es. Que las ideas, cuando se materializan, sufren una metamorfosis que las despoja de su pureza original. Pero nunca lo sentí con tanta claridad como cuando pisé La Habana.


Toda revolución contiene en sí misma el germen de su propia traición. La historia es un cementerio de grandes ideas mal ejecutadas. Una amiga me advirtió antes de mi viaje: “ten cuidado con las ilusiones. Son como amantes que nos seducen con promesas de eternidad y nos abandonan al amanecer”.


Me pregunto si Marx, desde su tumba en Highgate, contempla con tristeza “el comunismo”, esa fase superior donde cada quien recibe según su necesidad y aporta según su capacidad. En Cuba parece un espejismo diluido en el aire salado del Malecón.


El avión aterrizó en el aeropuerto José Martí. A través de la ventanilla, los carteles revolucionarios me recibieron con eslóganes gastados por el tiempo y el sol. Bernardo dormitaba a mi lado, ajeno a la conmoción que comenzaba a agitarse en mi interior.


—Despierta, ya llegamos —le dije, sacudiendo suavemente su hombro.


—¿Es esto el paraíso socialista? —bromeó, estirándose en su asiento.


No sabía que su pregunta irónica contenía más verdad de lo que ambos podíamos imaginar.


Durante el trayecto hacia La Habana, el paisaje iba develando paulatinamente las contradicciones. Espectaculares anunciando el hombre nuevo, el futuro luminoso, se alternaban con edificios derruidos, fachadas desconchadas que parecían lágrimas arquitectónicas.


—¿Qué te pasa? Estás muy callado —observó Bernardo.


—Nada... solo miro.


Pero era más que eso. Sentía que mis convicciones comenzaban a resquebrajarse como la pintura vieja en aquellos edificios coloniales.


La primera noche, desde el balcón de nuestro hotel, que alguna vez fue un Hilton, contemplé La Habana iluminada a medias, como una belleza envejecida que se resiste a mostrar sus arrugas. A lo lejos, el Malecón parecía una línea trazada entre dos mundos: el de los sueños y el de la “maldita circunstancia”.


Por la mañana, la ciudad nos recibió con el acoso incesante de quienes viven del turismo. “¿Tienes candela?” “¿De dónde eres?” “¿México? México lindo...” Y luego, invariablemente, alguna propuesta: un taxi particular, un restaurante “auténtico”, un primo que vende puros, una hermana que baila salsa...


Recuerdo a un hombre de unos cincuenta años, profesor universitario según nos dijo, que nos abordó cerca del Capitolio. Su cultura era evidente, pero su mirada contenía una desesperación silenciosa mientras nos ofrecía un recorrido por la “verdadera Cuba” a cambio de unos CUCs.


—La revolución nos dio educación, pero no nos permite usarla —dijo, mirando de reojo alrededor—. Gano más en un día guiando turistas que en un mes dando clases de literatura.


Aquella noche, en nuestro cuarto de hotel, mientras veíamos Tele Rebelde en un aparato de otra época, comenté a Bernardo lo absurdo de la situación.


—¿No es esto lo que el propio sistema quería eliminar? ¿La desigualdad, la necesidad de vender algo para sobrevivir?


—Las revoluciones siempre devoran a sus hijos —respondió con una suspicacia impropia de él—. Y a veces, también sus ideales.


Al tercer día, decidimos quedarnos en el hotel. No fue una decisión consciente, simplemente no pudimos enfrentar una vez más aquel desfile de necesidades, aquella miseria más insidiosa que la que había visto en Oaxaca, por ejemplo. Una pobreza que dolía más porque se escondía tras la máscara de un supuesto éxito ideológico.


El kitsch político es la negación de la mierda; su afán de perfección, ignora todo lo que es esencialmente inaceptable en la existencia humana.


Y Cuba parecía vivir ese kitsch permanente, donde las contradicciones se barrían bajo la alfombra de los discursos oficiales y los murales heroicos.


Una tarde, visitamos el Museo de la Revolución. Entre fotografías granulosas y vitrinas con uniformes, me detuve ante una imagen de Camilo Cienfuegos. Su mirada limpia, su sonrisa franca, contrastaban con la rigidez hierática de otros líderes.


—Only the good die young —murmuré para mí mismo, recordando la misteriosa desaparición de aquel hombre que parecía demasiado puro para el juego del poder.


Junto a él, la imagen del Che, convertida ya en mercancía global, en camisetas y llaveros que los turistas compraban como fetiches revolucionarios. El Che, reducido a un rostro barbudo en una boina, vaciado de su complejidad humana, de sus contradicciones, de su rigidez ideológica y también de su genuina entrega a una causa.


En las calles, mientras tanto, los viejos Chevrolet y Ford de los años cincuenta rugían por el Malecón como dinosaurios coloridos. Dentro de ellos, jóvenes cubanos escuchaban a todo volumen a Daddy Yankee, luciendo cadenas doradas y gorras de béisbol con la visera hacia atrás. La misma estética que en cualquier barrio latino de Miami o Nueva York.


—Aquí nos gusta el dólar, Marlboro, Coca-Cola... —me confesó sin pudor un joven que intentaba vendernos un recorrido por la ciudad.


Una noche, después de varios mojitos en el Floridita, Bernardo sugirió visitar un antro. Era un bar gay, escondido en una calle lateral cerca del Vedado.


El local estaba abarrotado, vibrante de música y cuerpos en movimiento. Por un momento, sentí una especie de alivio: al menos aquí había algo de libertad, de expresión genuina.


Nunca me sentí más atractivo. Jóvenes cubanos se acercaban, me invitaban a bailar, me preguntaban de dónde era, si estaba casado, si podría ayudarles a salir del país. Era una mezcla grotesca de seducción y desesperación.


En un rincón, observé a un europeo de unos setenta años, rodeado por tres muchachos que no tendrían más de dieciséis. Les compraba bebidas, les pasaba la mano por la cintura, les susurraba al oído. Ellos reían, fingían interés, intercambiaban miradas cómplices entre sí.


—¿Ves eso? —le dije a Bernardo, señalando discretamente la escena.


—Es el socialismo real cubano —respondió con una mueca—. Paraíso para unos, infierno para otros.


Salimos del club en silencio. Tomamos un “coco taxi”, uno de esos pequeños vehículos con forma de medio coco que circulan por La Habana. El conductor, un hombre mayor con manos callosas y ojos cansados, nos preguntó si habíamos disfrutado de la noche.


—Sí, gracias —respondí mecánicamente.


Mientras recorríamos las calles semivacías, sentí que algo se quebraba dentro de mí. No era solo la desilusión política, era algo más profundo: la constatación de que los sistemas, todos ellos, acaban traicionando a los más vulnerables. Que no importa cómo se llame el régimen, siempre habrá quien esté arriba y quien esté abajo. Que los ideales más nobles pueden convertirse en coartadas para nuevas formas de opresión.


Las lágrimas comenzaron a brotar sin aviso. Traté de disimular, mirando las sombras de una Habana dormida, pero Bernardo lo notó.


—¿Qué tienes? —me preguntó, preocupado.


—Nada, nada...


Me tomó de la mano mientras veía cómo se me rompía el corazón. No solo por Cuba, sino por todas las utopías fracasadas, por todos los sueños colectivos que acaban convertidos en pesadillas personales.


Al día siguiente supe que teníamos que irnos. No podía soportar más aquella contradicción ambulante, aquel museo viviente de promesas incumplidas. Antes de partir, visitamos una zona residencial cerca de Miramar, donde se alzaban condominios lujosos que nada tenían que envidiar a los de Coral Gables o South Beach.


—¿Quién vive aquí? —preguntó Bernardo a nuestro taxista.


—Gente importante, compañero. Dirigentes del Partido, diplomáticos, empresarios extranjeros...


—¿Y esto es comunismo? —insistió Bernardo.


El taxista nos miró por el retrovisor y sonrió con resignación.


—Esto es la realidad, chico. Socialismo para el pueblo, capitalismo para la élite.


Cuando el avión despegó, miré por última vez aquella isla que había sido el escenario de mis desilusiones. Cuba parecía, como decía Kundera, “la estación de tránsito entre el ser y el olvido”. Atrapada en esa estación, era incapaz de avanzar hacia un futuro auténtico o de reconciliarse honestamente con su pasado.


Bernardo dormía de nuevo a mi lado. Yo saqué mi cuaderno y comencé a escribir, no sé si para entender lo que había visto o para exorcizarlo:


“Desgraciadamente, Cuba no es un comunismo. Es apenas una idea rota, un espejismo que se desvanece cuando te acercas demasiado. Y sin embargo, ¿no es esa la condición de todos los sueños colectivos? ¿No es ese el destino de todas las utopías? Quizás la verdadera revolución no está en los grandes sistemas ni en las ideologías totalizadoras, sino en los pequeños gestos de resistencia cotidiana, en la dignidad que persiste a pesar de todo”.


El avión atravesó una nube y, por un momento, La Habana desapareció de mi vista. Pero sabía que seguiría allí, atrapada entre el ser y el olvido, suspendida en un tiempo que no acaba de pasar ni de llegar. Como los suspiros detenidos de todos aquellos que, como yo, alguna vez creyeron en paraísos terrenales.

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