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El club de los hermosos vacíos

  • Foto del escritor: Alejandro Juárez Zepeda
    Alejandro Juárez Zepeda
  • hace 17 horas
  • 3 Min. de lectura





Por Alejandro Juárez Zepeda



There is a crack in everything, that’s how the light gets in. ~Leonard Cohen


Los miro hablar en ese podcast, rodeados de micrófonos que parecen reliquias de un culto moderno. Ríen con ese tono que sólo tienen quienes aún creen que reír es ganar, como si la carcajada pudiera empujar el vacío un metro más lejos. Sus cuerpos —esculturas temporales de gimnasio y hambre medida— son templos de algo que ni ellos mismos entienden del todo. Son bellos, sí. Pero no tienen la belleza que soporta la cruda luz de la mañana. Es una belleza que exige curaduría, ángulos, retoques. Una belleza que sólo existe para ser mirada, nunca para ser tragada.


En sus voces escucho frases que no les pertenecen, ecos de gurús de autoayuda, de TikToks motivacionales, de psicología de supermercado. Las mastican y escupen como si al repetirlas se salvaran de lo que en el fondo saben: que nada de eso los llena. Y sin embargo, en sus ojos —cuando por accidente bajan la guardia— aparece un destello, una grieta, un animal pequeño y tembloroso que pide ser visto. Ternura pura mezclada con miedo, que ni el dinero ni los likes consiguen sedar.


El sexo es su coreografía favorita. Cuerpos chocando como aplausos. Miradas que no buscan encontrarse, sino comprobar que los están mirando. El contacto es performance. “Estuvo genial”, dicen, mientras ya están pensando en el próximo match, la próxima story, la siguente noche. El amor es swipe, el deseo es scroll, el dolor es un meme compartido en X. Y bajo todo eso, la ausencia de algo real palpita como un tambor sordo.


De vez en cuando, en medio de un brindis, se les escapa una palabra como “vacío” o “ansiedad”. Las pronuncian casi con orgullo, como si fueran medallas, cicatrices cool que los hacen sonar interesantes. Pero son palabras que les quedan grandes, porque no las han habitado del todo. Las nombran, las exhiben, pero no las dejan entrar. Prefieren que el vacío sea un accesorio más, algo que se menciona entre risas para que nadie note lo cerca que está el desbordamiento.


Y sin embargo, lo sienten. Lo sé porque los he visto en sus gestos que no suben a Instagram, en cómo se fuman un cigarro solos en el balcón, en ese silencio incómodo cuando ya no quedan temas fáciles, en el insomnio que ni el mejor porro apaga. Ahí es donde vive lo que no saben decir, el ruido es una muralla contra sí mismos. Tienen miedo de lo que podrían escuchar si el mundo guardara silencio tan solo cinco minutos.


La paradoja es brutal. Son lo bastante inteligentes para sospechar que hay una grieta, pero no lo suficiente para dejar que se abra y ver qué hay detrás. El sistema los quiere exactamente así: hermosos, inseguros, adictos al aplauso, incapaces de detenerse. Porque la máquina del mercado es voraz, pero educada: no te come a mordidas, te lame primero, te hace sentir especial, te convence de que brillas, y cuando menos lo notas, ya eres parte del engranaje.


El tiempo, sin embargo, no juega bajo las mismas reglas. El tiempo llega sin filtros, sin likes, sin anestesia. Marca arrugas, afloja músculos, apaga miradas. Y cuando eso ocurra —porque ocurre, siempre ocurre— más vale que hayas encontrado algo que no dependa del espejo ni de la aprobación ajena. Porque el juego no termina. Simplemente se vuelve más caro.


Y en las noches, cuando los seguidores duermen y la casa está en silencio, emerge lo esencial: la certeza incómoda de que no era por ahí. Que los días se te escaparon en fiestas idénticas, orgasmos anónimos, conversaciones que giraban como trompos sobre la misma nada. Que la memoria sólo guarda lo que tuvo peso, no lo que brilló fugazmente.


Pero, es cierto, el sistema nunca te avisó. Nunca te advirtió que te prefería tonto, inseguro, pero productivo. Vacío, sí, pero bello. Triste, sí, pero ávido.


Seguirás brindando en tu podcast, creyendo que el vacío es sólo un concepto, algo que le pasa a otros. Hasta que un día, frente al espejo, el silencio te diga lo que nadie se atrevió a decirte: que estabas dormido y, en el fondo, lo sabías.


El Club de los Hermosos Vacíos no cierra. La membresía se renueva cada noche. No se paga con dinero, sino con el alma. Y no hay reembolsos.

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