El Día del Sella
- Alejandro Piélagos Romano
- hace 3 días
- 16 Min. de lectura
Actualizado: hace 2 días

Este relato pertenece al libro Los andares del acebuche, escrito por Alejandro Piélagos Romano y editado por Ediciones Camelot. A la venta en España, México y toda América Latina.
Por Alejandro Piélagos Romano
El Día del Sella
A mi padre
Y puede ser que no me rinda
y respire otra vez
Arder y renacer con alas en los pies
y nubes en los dedos
Querer hasta vencer, antes y después
del segundo intento
Segundo intento, DRY RIVER
1
Tenía programada la alarma del despertador para las siete y media de la mañana, pero a las siete ya tenía los ojos abiertos como platos. Había dormido muy poco por culpa de los nervios, la música atronadora de los bares y las voces de la gente. Me vestí y revisé la mochila que ya había revisado cuatro veces la noche anterior. Mi madre ya estaba en la cocina preparándome el desayuno. Cuando entré me miró de reojo mientras batía huevos y me preguntó si no era necesario llevar pantalones a la carrera, la miré extrañado y sin decir nada ella señaló mis piernas adolescentes con la mirada. ¡Malditos
nervios!
Yo vivía encima de la mueblería de los Estrada y salí del portal con la bicicleta a las ocho menos cuarto, rumbo al polideportivo. Atravesé la villa por la Gran Vía esquivando como pude a la horda piragüera, que recibía al nuevo día con sus cánticos y sus voces. Tenía que ir atento al asfalto para no pinchar con los cascos de botellas rotas, ni atropellar a ningún zombi. Había basura por todas partes, olía a pis y gente cadavérica dormía en los lugares más insospechados mientras los equipos de limpieza arreglaban aquel desastre como podían.
Sin dar más de cuatro pedaladas me asaltó un tipo con buena reserva calórica, sin camiseta, con un gorro de paja rosa y una docena de pegatinas adheridas a su pecho peludo, ofreciéndome dinero por llevarlo en bicicleta hasta Arriondas o Algeciras, no lo sabía muy bien o eso entendí yo de su balbuceante jerga con acento andaluz moribundo. Al dejarlo atrás pensé que le podría haber ofrecido dinero yo a él porque me dejara presenciar el momento en que se quitara las pegatinas.
Un poco más adelante, en la esquina de la joyería Guillermo vi a otro que, al igual que yo, se había olvidado de ponerse los pantalones pero que no tenía a su madre al lado para decirle nada. Junto a él, un tipo que tenía más de oso que de humano mantenía una acalorada discusión con un canalón que no tenía mucha gana de hablar. De la terraza del Capri emergió un grupo de tipos vestidos con camisetas de equipos de fútbol que, con lo que quedaba de sus voces, me gritaban «¡Indurain, Indurain, Indurain...!» y corrieron a mi lado como hace la gente en las carreras de ciclistas, hasta que uno tropezó y en un momento estaban la mitad de ellos por el suelo para deleite de los allí presentes. Uno de los espectadores era un señor que tendría entre cien y doscientos años, que sonreía bajo un poblado bigote gris, caminaba ayudado por un bastón y portaba un periódico doblado en la otra mano. Al ver el espectáculo de mis animadores me hizo un gesto con la mano del periódico para decirme algo.
—Para ellos hoy es Piragües, pero para ti es el Sella.
—¿Perdón?
—Vas en bicicleta sin hacer eses, Culebrín, en chándal y con mochila. Tú
hoy vas a competir en el Sella. ¿Me equivoco?
—No, señor.
—En su obra Disección de una medalla indigesta, el Ilustre Escritor del Norte escribió «mi techo serán las estrellas y mi valor no lo achicarán las palabras de un mortal».
Tras decirme esto se quedó sonriendo con sus ojos invisibles y su bigote de morsa. Yo no supe qué decir y él lo apreció.
—También dice que el aplauso desmedido emborracha más que los cubalibres y tiene muy mal mear. Tú procura que el aplauso no te haga tonto y así te evitarás malas resacas. Anda, tira, no vaya a ser que te dejen en tierra. Buena suerte, Culebrín.
Le agradecí los ánimos, seguí mi camino y después de que mi cerebro procesara lo que acababa de ocurrir, pensé en lo graciosas que son las sonrisas de los hombres con bigotes poblados. Llegué al principio de la calle y en la puerta del mesón El Labrador había una docena de personas con chalecos rojos, uno de ellos me conoció y empezó a gritar «¡Viva La Cultural, viva Ribadesella!» los demás le siguieron con ánimos diciéndome «¡A por ellos, que son pocos y cobardes!» y «¡Hoy el Sella é tuyu guaje, machácalos!». Me subió una especie de corriente fría del estómago hasta la cabeza y no supe hacer otra cosa más que sonreír, rechazar la cerveza que me ofrecía uno y agradecerles los ánimos. Seguí mi ruta y me encontré con el tradicional convoy de coches, motos y por aquél entonces aún había tractores y carrocetas engalanados y cargados de gente con sus chalecos, monteras y collares de flores.
El espíritu de Les Piragües.
Iban todos para Arriondas a ver la salida, unos recién levantados y otros sin echarse. Crucé como pude hasta el puente porque de aquella no existía la rotonda actual, era el cruce del puente y venían coches y motos del Muelle. Apreté el paso hacia el polideportivo, era mi primer Sella y no quería llegar
tarde.
2
Aquel año competíamos cerca de cincuenta personas de La Cultural entre todas las categorías y modalidades. Siendo piragüista y de Ribadesella todo el mundo quiere bajar el Sella el día de la carrera porque es La Fiesta de la Piraguas, la de los piragüistas. Habíamos cargado el día anterior las piraguas y las palas y dejado enganchado el remolque a la furgoneta. Todo preparado para llegar al vestuario, cambiarnos e irnos para Arriondas. Los tres cadetes que debutábamos ese año temblábamos como flanes por los nervios y los que sabían que tenían opciones de ganar miraban al suelo y a la lejanía, sus sonrisas eran rápidas para dar paso a la seriedad de la concentración. El único que estaba tranquilo con respecto a la carrera era Waylon, un holandés que llevaba un tiempo viviendo en la villa y había sacado ficha con el club. Waylon era un holandés rubio y tez blanquecino-rojiza, cuerpo esculpido, que medía casi dos metros y que nadie tenía muy claro cómo se ganaba la vida. A pesar de no hablar muy bien el español, no callaba ni debajo del agua. Le preguntaban por su oficio y sin saber cómo, se encontraban hablando de plantas medicinales, comida para perros, coches antiguos o de los herederos zurdos de Gengis Kan.
Había llegado a Ribadesella sucumbiendo al amor de una gallega que era maestra en la escuela de La Atalaya y al terminar el curso, terminó el amor o como se llamase la fogosidad desenfrenada de vida que llevaban. Ella volvió para Cambados y él dijo que después del aburrimiento de invierno que había pasado, no iba a marcharse ahora que empezaba las verbenas. No estaba nervioso porque había salido de fiesta la noche anterior y cuando yo llegué al club lo encontré bailando sevillanas con un sauce. Le gustaba muchísimo el piragüismo, pero más le gustaban las chicas y la fiesta. Decía él que son aficiones compatibles y hasta complementarias porque el acto sexual es un ejercicio anaeróbico que no hay gimnasio que lo iguale. Iba a bajar el Sella de doblete porque era un hombre de palabra y como había quedado en bajar, lo haría.
Los españoles, decía él, molaban más que los holandeses porque si lo viese así de piripi su antiguo entrenador le soltaría una reprimenda y lo mandaría para casa dejándole sin carrera y con un buen castigo. Pero sabía que en cuanto lo viera el presidente, «en lugar de enfadarse, selebrará los éxitos nocturnos y le comprará un buen bocadillo de lomo con pimientos al bueno de Waylon», decía de sí mismo en tercera persona «y Waylon será un hombre nuevo con la fuersa de Hércules. Bueno un poco menos que Hércules porque anoche Waylon hiso mucho el amor como perrito y hoy tiene lumbares un poco cargados». Decía que el día anterior no pensaba salir, cosa que no se creía ni él, pero había conocido en la panadería a una sevillana muy bonita que estaba acampada con sus amigas en la playa y olé, olé, olé. Por la mañana pasó por su casa en el Edificiu Colores para coger la bolsa con la ropa, agenciarse una cerveza de la nevera y un trozo de bizcocho que, según él, "maridaban casi tan bien como un holandés y una sevillana, olé". Cuando se disponía a salir por el portal con su bicicleta lo vio un vecino que iba para Arriondas en su vespino. Estaba recién levantado, fresco como una lechuga y Waylon lo saludó con lo que él consideraba un baile flamenco. En medio minuto le resumió la noche y le anunció su intención de bajar el río, ganar y batir todos los récords posibles. Al ver el percal, su vecino le aconsejó que se fuera para la cama, pero según dijo esto, el holandés soltó una carcajada como nunca lo había hecho en su vida. Su vecino, resignado, se ofreció a llevarle hasta el polideportivo para que no fuera en bicicleta y preparara una de la que se arrepintiera el resto de su vida. Hay que decir que llevar a un borracho en moto no era el adalid de la seguridad de hecho, en la subida del Muellín casi lo pierde, pero el resto era un tramo corto y llano, le puso casco, condujo muy despacio y llegaron sin más sobresaltos que las voces y canturreos del pasajero.
3
De los altavoces de la salchicha, que era como llamábamos a aquel engendro mecánico que nos transportaba por todo el país, manaban las inolvidables melodías de El toro y la luna, El tractor amarillo, Apatrullando la ciudad, la Macarena y demás clásicos populares que el presidente se agenciaba en cada repostaje de combustible. En aquella vieja tartana preparada para llevar nueve personas, íbamos veintinueve al son de los cantares erráticos que el holandés entremezclaba con chistes verdes, risas y alguna que otra flatulencia. Paramos en Margolles para que Waylon hiciese una evacuación de emergencia. Él que no era tonto le decía al presidente que parase donde el bar, que los holandeses jamás hacían pis en la calle porque como tenían el pene muy grande, les daba vergüenza que los vieran porque a alguno le colgaba por debajo de la rodilla, como quizás podría ser el caso. Además de que en Asturias hay mucho matorral y con semejante pilila holandesa, era fácil que se pinchara con un bardo o se ortigara. El presidente se reía de las ocurrencias que discurría para poder echar un trago. Entró al bar cantando Asturias, patria querida y bailando con los brazos en alto, vestido como iba con el uniforme del equipo, en escarpines y gritando «¿Quién va a ganar hoy el Sella? ¡Waylón!» y la gente, con sus collares, chalecos, monteras y espíritu piragüero, celebraban su humor y le invitaban a lo que pidiera. Salió del bar bailando, con una ristra de chorizos puesta de collar y una cerveza en cada mano.
De las veintinueve personas que íbamos en la furgoneta, los que estaban sentados en el maletero con Waylon eran los autodenominados El Equipo Chatarra, que eran gente que ya peinaban alguna cana y que, por motivos laborales o familiares, no hacían un entrenamiento muy ortodoxo y cuya principal motivación para la carrera era la piquilla de ganarse unos a otros y a los Chatarreros de otros equipos. Cuando el holandés entró por la puerta del maletero con sus triunfos, estos le vitorearon como si hubiera ganado un mundial.
Llegamos a Arriondas y a la altura de Coviella paramos en la entrada de una finca, descargamos las piraguas, cogimos las palas, nos pusimos el dorsal y fuimos para el pedrero. Todo esto en medio de una marabunta de coches y gente, de familias con sus niños y sus mayores porque no solo de borrachos viven Les Piragües. Lo dice el pregón, si andando el tiempo vamos al cura y nos casa, con los neños que tengamos vendremos a las piraguas.
Ya estábamos en el pedrero y mi puesto de salida, de k1 cadete, estaba a la altura de la desembocadura del Piloña. De fondo se oían gaitas, tambores y poco después empezaron las charangas que animaban el tradicional desfile que aúna a los representantes de los concejos selleros. Cada uno con el color de su pueblo en la espalda del chaleco, precedidos por uno que porta con orgullo el estandarte con el nombre del lugar de donde viene y luego cada cual anima a su manera con cánticos, gigantes, cabezudos o gente disfrazada haciendo la comedia. El escenario es la calle principal de Arriondas techada de guirnaldas donde cuelgan banderines con las banderas de multitud de países, que se suman a las de Asturias, España y la del Sella que engalanan la mayoría de los balcones de la capital parraguesa. Tras el desfile todos cogen posiciones a ambos lados del río para presenciar los actos de esa olimpiada, como también dicta el pregón.
Como faltaban dos horas para el cañonazo de salida, los novatos aprovechamos para ir pedrero abajo, a la zona de los Senior, a ver de cerca a las estrellas del piragüismo nacional e internacional. Allí estaban los ganadores de años anteriores, campeones de España de maratón, campeones del mundo, alguno de velocidad y algún olímpico, incluso. Iban llegando y dejando las piraguas en su lugar, se hidrataban, alguno empezaba a calentar y otros repasaban las embarcaciones para dar un último e innecesario visto bueno. Los nervios son así. Algunos se reencontraban después de mucho tiempo, se gastaban bromas y daban fe de que la rivalidad es exclusiva del agua. Quien la lleve más allá que se lo haga mirar.
Sentado junto a su piragua Waylon daba cuenta de los chorizos adquiridos en Margolles con una barra de pan que le había llevado el presidente, eso sí, ahora lo acompañaba con una botella de dos litros de agua. Nos miró y, con la boca llena, gritó «¡Viva les piragües, olé!». Quizás necesitase otra botella de agua.
Ya en nuestros puestos, los jueces nos colocaron las pegatinas de la embarcación. Calentamos en tierra, luego en agua y un poco antes de las once y media desembarcamos para dirigirnos cada uno a nuestro sitio, porque los cepos de las palas se cerraban a las doce menos cuarto. Voy a destacar ese momento, cuando se cierra el cepo. Porque ahí los nervios empiezan a hacer cosquillas a todo el mundo, como cuando aparecen las primeras burbujas del agua que hierve en una pota. El público apenas lo aprecia, pero los participantes empiezan a pegar saltitos, a mover los brazos, hombros y cuello, a sacudir las manos, a dar los últimos estirones a sus músculos y toman respiraciones hondas concentrándose con la mirada perdida. Alguno cierra los ojos y echa la cabeza hacia atrás como si estuviera en trance. Cada uno tiene su ritual, pero todos hacen algo porque los nervios son muy trabajadores. Cuando nos cerraron el cepo, un argentino que estaba a mi lado empezó a gritar que estábamos atrapados y a hacerse el loco cogido a la pala. Unos nos reímos, alguno le miró mal y otro que estaba unos metros más arriba, muy gallego él, propuso que levantásemos todos las palas y lleváramos el cepo hasta abajo del todo.
Había nervios, pero el humor no se perdía, exceptuando los que se veían en el pódium, que parecían estar en otra dimensión. Y luego ya está la recta final de los nervios, cuando el agua hierve y se empieza a escapar de la pota, que es cuando comienza con el pregón, crece con los «vivas» del público, aumenta con el coro de miles de voces cantando Asturias, patria querida y alcanza el punto álgido en las últimas notas de éste.
Mientras esos nervios galopan por las venas de los participantes el foco de la fiesta se centra en el río, donde están los Tritones con sus coronas de enredadera y sus tridentes cumpliendo su misión de calmar las aguas y arengar a los asistentes desde el río. Mucha gente se pone nerviosa porque se acerca el momento del cañonazo y parece que van a dar la salida con ellos en el agua, pero siempre salen y dejan su labor bien cumplida. Durante el himno ocurre algo que siempre me llamó mucho la atención y es el repiquetear de palas que hay en el cepo. Nervios y adrenalina alcanzando el punto de ebullición.
4
Y llegó el gran momento. Con la última nota del himno cantado por ese coro de miles de voces resonando en todo el valle, sonó el disparo el cañón, el semáforo cambió a verde, se abrió el cepo y empezó la batalla.
Corrí como alma que lleva el diablo, cogí la piragua y me adelanté un poco en el río, monté veloz, tiré de frente para aprovechar la corriente del Piloña, alcancé el puente sin problemas y sin saber cómo, me vi atrapado entre un k2 y un k1 sin poder hacer más que levantar los brazos, tan rápido como se hizo ese lío se deshizo para dar paso a un palazo en el pecho y otro en la pala donde las pasé canutas. Un k1 volcó y se me agarró a la proa para salir y un k2 apareció de la nada por mi derecha embistiéndome como un obús donde una chica gritaba histérica y su compañera reía como una loca. En la curva donde acaba el pedrero apareció un k1 por mi izquierda y se me subió en la proa y casi con la misma inercia se bajó y volcó. Salí de esa como pude, las olas eran de marejada, venían de todos lados y las entradas a esos primeros rabiones parecían centros comerciales en rebajas, había que esperar turno y los que llegaban por detrás embestían.
Según avanzaba la carrera las piraguas se iban distanciando, pero durante los tres o cuatro primeros kilómetros aquello era la guerra, menos intensa que la salida, pero con la cantidad de embarcaciones que éramos los rabiones aún tenían sus contiendas. En el rabión de Remolina había un k2 volcado en mitad del río que me obligó a dar un viraje para esquivar a uno de los chavales y noté cómo una proa me pegaba en el timón, así que di un tirón en mitad de la corriente esquivando a los volcados, a su piragua e intentado zafarme de quien me empujaba por la popa contra la orilla para que no me diese la vuelta. Salí del rabión como un caza, me enganché a un k2 dama senior que me adelantaba en ese momento y aguanté con ellas un kilómetro, suficiente para salir de aquel atolladero.
Yo remaba enganchándome a todo el que podía y de vez en cuando miraba a ver si veía a alguno de mi categoría, pero no veía a nadie o no los distinguía entre tantas piraguas. Podía ir primero o último, aunque yo sabía que no iba a ganar porque nunca pasaba de la mitad de la tabla en las carreras y los que ganaban me sacaban mucho. Aquel día éramos más de cincuenta participantes solo en k1 cadete y yo era de primer año, pero me daba igual porque iba mentalizado en que tenía que ser el mejor. A esas edades tiernas el hambre es insaciable, la sangre hierve, se compite para ganar y nadie quiere oír hablar de retiradas, ni de vueltas de la vida. Luego el tiempo nos empuja a la edad de las canas y el hogar y nos encontramos con que el auténtico rival somos nosotros mismos. Los nosotros del pasado, que estuvimos años fuera de escena dejando que nuestras barrigas jubilaran pantalones, como es mi caso, que nos ahogábamos subiendo las escaleras de casa, a los que un día el cuerpo nos dio una colleja y nos dijo «mal camino, tu camino». Esos nosotros, con su pereza, su sofá y sus azucaradas tentaciones, son nuestro gran rival. Los que siguieron en la brecha tienen otro gran rival que es el cronómetro del año anterior, al que hay que tumbar como sea. Y luego ya están esos portentos de la naturaleza que envejecen en el pódium, que luchan contra un medallero que ya pesa en sus historiales y contra la juventud hambrienta que empuja buscando su hueco.
Los remansos se me hacían eternos, por suerte un poco antes de Toraño me enganché a un k2 mixto que llevaba a un k1 veterano a una ola y… ¡Sorpresa! Al gran Waylon supurando vapores etílicos a la otra ola. Gracias a eso yo pude aprovechar la uve y descansar un poco de la carrera a tirones que me estaba pegando. Rompo una lanza por el holandés porque estaba peleando como un tigre, jadeaba y bufaba sudando la gota gorda hasta que en el Rabión del Diablu aprovechando que teníamos que pasar de uno en uno dijo él «¡la madre que me parió!», posó la pala y se paró en la orilla desapareciendo de la carrera como buen holandés errante que era. Había mucha gente en el pedrero del Diablu animando con música y escanciando sidra y mientras la corriente me arrastraba, oí como una voz aguda y ronca que me resultaba familiar decía «vamos, Culebrín, que ya no te queda nada». Con un vistazo de medio segundo a mi derecha me pareció ver a alguien sujetando un periódico abierto de par en par, como los espías en las películas.
En aquel momento me di cuenta de que llevaba toda la carrera oyendo voces que llegaban de la orilla animando a unos y a otros. Es increíble que durante casi veinte kilómetros de trayecto haya gente en la mayoría de los tramos. Veinte kilómetros de grada natural. El Sella es deporte, fiesta y tradición, por eso unos compiten, otros se emborrachan y otros van con sus familias, una manta y una tortilla a la orilla del río a ver pasar a las piraguas. Con respeto de por medio, hay sitio para todos.
Al salir del rabión pegué un tirón para engancharme otra vez al k2 mixto y me pareció oír la voz del holandés gritando «¡Una servesa por favor!». Cogí la ola derecha y aguanté ahí hasta Llordón porque al bajar el rabión el k2 pegó un tirón muy fuerte para engancharse a un grupo que teníamos delante y nos dejó atrás al k1 veterano y a mí. Continué a ola del veterano hasta el puente de San Román, que era nuestra meta. No competíamos uno contra otro, pero al bajar el rabión de La Presa pegó un tirón fuerte y yo me piqué. Abajo, en la curva de Santianes, cuando ya se enfoca el puente de San Román le cogí la ola otra vez, me miró de reojo, sonrió, volvió a pegar un tirón al que correspondí y esprintamos hasta el puente. Le gané por un palmo. Llegamos exhaustos, se puso a la par mía, me extendió la mano y sonriendo me dijo «buena carrera, chaval», se la estreché y le dije que igualmente. Él se apeó allí mismo porque su club tenía allí la furgoneta y yo remé río abajo hasta el polideportivo. Lo volví a encontrar por la tarde en la entrega de premios en los Campos de Oba, estuvimos hablando un rato y hoy, muchos años después, conservamos la amistad. Allí estábamos toda la gente del equipo con amigos y familiares, intercambiando nuestras experiencias y comentando la carrera. Hubo un momento en el que, mientras los veteranos se perdían en batallitas de sellas primigenios, vi a lo lejos al viejo del bigote de morsa sonriéndome, sujetando un periódico doblado debajo del brazo y con la otra mano levantaba el pulgar indicándome que todo estaba bien. Algo en la conversación de los veteranos me hizo apartar la mirada un momento y cuando volví a mirar ya no estaba.
Yo quedé en el puesto veintiuno, a seis minutos del primero, cosa que no me entristeció ni me fastidió, de hecho, no me pareció mal puesto. Había participado por primera vez en el Sella y fue una experiencia increíble. Conocí gente, nos reímos en el viaje en furgoneta, viví la experiencia casi bélica de la salida, la intensidad de una carrera con varios cientos de piraguas en el río y la armonía de la entrega de premios. Hubo compañeros míos de La Cultural que se subieron al pódium y lo celebramos todos porque, aparte de ejercitarnos físicamente, el deporte ha de servirnos para educar el alma con los valores del compañerismo y la honradez. Para aprender que unas veces se gana y otras no, que perder es no intentarlo y que si caes es mejor levantarte y seguir el camino que pararte a llorar.
Comments