El hotel
- Alejandro Piélagos Romano
- 13 may
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Actualizado: hace 10 minutos

Por Alejandro Piélagos Romano
Tras serpentear durante un tiempo indefinible por una suerte de pasillos con el suelo de cemento por el que corrían ratas del tamaño de perros, las paredes desconchadas con manchas de humedad por todas partes y luces amarillas y moribundas que zumbaban, llegamos a una puerta custodiada por un tipo esquelético que se escondía detrás de una nariz monstruosa. Intercambió este una mirada y un cigarro con el paquidermo que me llevaba agarrada por el brazo, abrió la puerta y mi custodio, al que le olía peor el aliento que el sobaco y ya era decir, me empujó a la estancia que se escondía tras esa entrada.
Un gordinflón calvo con un diminuto pendiente ridículo en una oreja y gafas de sol de policía americano estaba recostado en una silla tras un escritorio enorme. El paquidermo me instó a sentarme en una silla frente al calvo, que me miraba sonriendo. Me dio la bienvenida al hotel y se disculpó por si no me habían tratado con la delicadeza con que se ha de tratar a una dama, aludiendo a que el paquidermo, al que llamó Dimitri, era un hombre de modales hoscos y educación arcaica. Yo estaba muy asustada porque ese sitio tenía pinta de cualquier cosa menos de hotel. Tras su estúpida y fingida disculpa metió la mano en el bolsillo interior de la americana y sacó un papel o algo parecido. Lo puso en la mesa bajo la palma de su oronda mano y lo arrastró hacia mí.
Una fotografía. Mi niño.
Rompí a llorar y él, con los movimientos lentos de una vaca con la panza llena, se levantó de su silla, rodeó la mesa, me puso la mano en un hombro y me susurró al oído, «pórtate bien y no le pasará nada».
El anuncio decía que un hotel buscaba camarera para la temporada de verano con un sueldo que nos arreglaría el año a mí y a mi familia. Maldita la hora en que decidí ir a la entrevista de la que no pude salir. Ni yo, ni ninguna de las otras chicas. Atrancaron la puerta, nos ataron las manos, nos cubrieron la cabeza con unas bolsas de tela y nos metieron en un furgón o un camión, donde íbamos tiradas en el suelo zarandeadas por la inercia, la poca pericia del conductor y el mal estado de la carretera. Cuando el vehículo se paró y nos sacaron a la calle me llegaron olores a salitre y a gasolina. Nos subieron a un barco y nos metieron en un contenedor, donde estuvimos varios días, o semanas, conviviendo con la mierda y meados que hacíamos en una esquina y alimentándonos con los trozos de pan y las botellas de agua que nos tiraban por un ventanuco. Aquello fue un infierno, ya no tanto por lo que ocurría, sino por la incertidumbre de lo que nos esperaba.
Cuando por fin abrieron la puerta un sol implacable nos cegó y ahí estaba el paquidermo con una recua de individuos, a cada cual más desagradable, que nos condujeron a los vehículos y de ahí a la nave donde nos recibió el gordinflón calvo. Todos hablan en español, con lo que deduje que los días o semanas que llevábamos dentro del contenedor era lo que tardamos en viajar de Brasil a España. Siempre había querido visitar España, pero no así.
El hotel, como ellos lo llamaban, era un burdel de mala muerte frecuentado por marranos en celo con la pirula apuntando hacia delante y el cerebro hacia atrás, a la Edad Media. Y cada cierto tiempo nos llevaban a otro antro igual de desagradable, frecuentado por gente igual de asquerosa. Y luego a otro y a otro. Eran ocho, en total, según me dijo una compañera, que llevaba un par de años allí.
Y ahí estaba yo, al otro lado del mar vendiendo mi cuerpo bajo amenaza.
Un día llegó un hombre, se sentó en un taburete junto a mí, pidió un refresco y me dijo que quería mis servicios. No era como los demás, olía bien, no estaba borracho, no daba voces, no alardeaba de nada y se le veía tímido. Pagó el servicio, subió a la habitación conmigo y cuando me puse manos a la obra me paró, me dijo que era policía y que si colaboraba podría sacarme de aquel infierno. Quise desconfiar porque mi situación me había enseñado a desconfiar de todo y de todos. Podría ser cualquiera haciéndose el listo y por un momento también llegué a pensar que podía ser una trampa de los gordos para poner a prueba mi fidelidad, que se lo harían a todas. Pero había algo en aquel tipo que me decía que iba en serio, algo en sus gestos, en su forma de expresarse. Si el tipo decía la verdad, pronto vería a mi niño. Este pensamiento se clavó en mi mente y me dio fuerzas para aguantar lo que viniese. Accedí a colaborar, solo eran preguntas porque llevaban tiempo detrás del gordo cabrón, pero querían tenerlo todo bien atado.
Aquellos días pasé un miedo terrible pensando que sospechaban que colaboraba con la policía y que cualquier día me sacarían de allí a rastras y matarían en un descampado interminable de esos que rodeaban los antros o, peor aún, mi niño… No podía dormir, los nervios me estaban volviendo loca, pero en los momentos en que empezaba a temblar cerraba los ojos y pensaba en él, en mi niño y eso me daba una fuerza sobrehumana para calmarme y aguantar. El policía parecía noble, sabía lo que hacía y me había dicho que faltaba muy poco ya.
El día de la redada me pilló en la barra acompañando a un imbécil que no hacía más que alardear de dinero, propiedades y coches y en cuanto vio a los policías entrar desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra. Aquello se convirtió en un gallinero, todo el mundo daba voces y corrían a todos lados. Todas las chicas corrían despavoridas, el camarero me empujó para que fuese a la parte trasera con las otras, pero en ese momento un policía lo agarró de un brazo y se lo llevó y detrás del policía estaba él. Mi salvador.
Hoy, en mi casa, en las afueras de Recife y con mi niño en brazos, doy gracias a Dios por enviarme aquel ángel salvador. Y les bendigo a él y a todos los que, como él, luchan contra esos malnacidos que secuestran a niñas inocentes para robarles la inocencia, la decencia y para arrojarlas al infierno de los hombres sin alma.
Gracias.
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