El Ojo
- Guillermo Romo de los Reyes

- 29 sept
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 5 oct

Por Guillermo Romo de los Reyes
a Nitzia Velrod
Siempre has sido discreto, demasiado discreto. Nadie te recuerda en las comidas, en los descansos, en las fiestas improvisadas de viernes por la noche en la maquila. Llevas camisas baratas que tu madre te plancha todavía, aunque ya tengas cuarenta años. Camisas que se notan rígidas de tanto almidón y que huelen más a jabón en polvo que a perfume. El pantalón de mezclilla siempre demasiado largo, arrugado en los tobillos, cubriendo unos zapatos gastados que nunca logran brillar. Caminar es agachar la cabeza, hablar es carraspear primero. Y ese tic en el ojo derecho, ese parpadeo involuntario, es lo que hace que muchos te miren con fastidio, como si tu propia cara no supiera estarse quieta.
Pero ella, tu amiga, nunca se burló de ti. Al contrario: a veces parecía protegerte. Te dejaba sentarte junto a ella en el comedor, aunque nunca tuvieras nada interesante que decir. En el fondo, tú sabías que ella se reía de otros, que con los demás era más ligera, más viva, más cruel también. Pero contigo… contigo había paciencia. Quizás por eso, cuando te invita a su oficina de seguridad, no dudas en seguirla.
Las pantallas son lo primero que ves, pero lo que de verdad te sacude es la sensación de poder. Tu amiga mastica chicle con desgano, te explica qué cámara va dónde, cómo a veces se desconectan, cómo la aburren esas guardias largas. Y ahí, en cuanto la pantalla parpadea y la imagen de tus compañeros aparece, sientes un cosquilleo en el estómago. Un hormigueo que te sube por la espalda.
Nadie sabe que los miras, nadie sospecha que sus risas, sus bostezos, sus miradas de fastidio o sus coqueteos de pasillo están ahí, encerrados en pequeños cuadros brillantes. Frente a ti, la maquila se abre como un cuerpo diseccionado: pasillos infinitos, baños oscuros, máquinas que escupen humo y grasa, gente moviéndose como hormigas obedientes. Tu ojo tiembla. El tic insiste, casi aplaudiendo esa visión.
Entonces, el sonido. Una risa, una queja, una conversación. Ella se encoge de hombros: “sí, tienen audio, pero casi nunca lo reviso”. Para ti es un descubrimiento obsceno, íntimo. Espiar no solo gestos, sino palabras. Lo que nunca estaba destinado a ti. Te quedas en silencio, fingiendo indiferencia, pero por dentro algo se enciende, algo que no vas a poder apagar.
Desde ese día, no duermes. Cuando cierras los ojos, escuchas voces que no existen. Los imaginas hablando a tus espaldas, te repites frases enteras como si fueran mantras. Comer se vuelve imposible: todo te sabe a eco, a murmullo. En tu cabeza, ya no hay espacio para otra cosa.
Recuerdas entonces su confesión, casi casual, cuando se quejaba: “ya tengo muchos retrasos, otro compañero checa por mí la entrada”. Lo recuerdas con nitidez, como si esas palabras fueran una llave. Y piensas: si ella desaparece, ese lugar será tuyo. El tic en tu ojo late como un tambor.
La delatas. La entregas sin temblar, aunque tu voz, tímida, casi no se sostenga. La maquila es cruel: un error basta para borrarte. Y así, un día después, ella ya no está. El lugar es tuyo. Las pantallas son tuyas.
Te conviertes en sombra. Escuchas, vigilas, anotas. Tomas placer en acusar, en señalar retrasos, en registrar palabras mal dichas. Tu vida se vuelve un inventario de murmullos. Sientes que el poder se filtra en tu piel, como un veneno dulce. Ahora respiras a través de las cámaras, ahora duermes con los micrófonos encendidos en tu cabeza.
Hasta que lo escuchas. Tu nombre. Primero leve, después con carcajadas. Te describen con asco: que hueles a sudor rancio, que tu ojo enfermo da repulsión, que pareces un perro que no sabe cerrar la boca, que nunca tendrás a nadie porque nadie podría soportarte. Y no paran. Uno tras otro, como cuchillos que caen en la misma herida.
Tu tic se descontrola. El párpado golpea contra el ojo como si quisiera escapar. No es nervio: es otra cosa. Una presión, un crecimiento. Sientes cómo el ojo se hincha detrás de la piel, cómo empuja el hueso desde adentro.
Al principio, lo ocultas con la mano, fingiendo un dolor de cabeza. Pero pronto es imposible. El ojo se infla, redondo, monstruoso, como un globo con helio. La piel se tensa hasta que se abre, el cráneo cede, las venas revientan. Tu cuerpo ya no te pertenece: cuelga como un harapo de ese globo palpitante.
Y ahí flotas, suspendido en medio de la maquila, un ojo gigantesco que brilla bajo la luz blanca de los fluorescentes. Nadie trabaja ya. Todos gritan, se apartan, pero también sacan sus celulares. Flashes. Destellos que te atraviesan la retina desde adentro. El sonido de las cámaras de los demás, de esas otras cámaras, te retumba en la cabeza, como si el mundo entero se hubiera convertido en tu propio ojo.
Gritos. Alaridos. Y tú, convertido en lo que siempre fuiste: solo un ojo. Un ojo que lo ve todo. Y al fin, todos te miran.




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