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El silencio como voto

  • Foto del escritor: Alejandro Juárez Zepeda
    Alejandro Juárez Zepeda
  • hace 1 día
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: hace 8 minutos




Por Alejandro Juárez Zepeda


En esta República donde lo surreal se normaliza y lo absurdo se institucionaliza, la llamada “elección judicial” del primer domingo de junio se alza como la obra maestra del autoritarismo contemporáneo. Día domingo de rutinas domésticas y consumo mediático pasivo. Momento perfecto para el ritual democrático convertido en espectáculo, para la participación ciudadana transformada en performance controlado.


La Cuarta Transformación —proyecto político que promete disrupciones mientras recicla las tradiciones más rancias del pasado autoritario— nos vende este experimento como innovación democrática, cuando en realidad constituye su hackeo más sofisticado. En esta patria tan propensa a los relatos prefabricados, se procede a la demolición de la independencia judicial con el mismo fervor sistemático de “el que no transa, no avanza”.



La genealogía del despropósito


El diseño de nuestro sistema constitucional impedía que los jueces se sometieran al escrutinio popular. La razón era elemental: garantizar su independencia frente a los poderes fácticos, crear un cortafuegos donde la ley prevaleciera sobre la conveniencia política. Era un acto de fe republicana: creer que podía existir un ámbito donde la justicia no fuera rehén del capricho presidencial.


Ciento siete años después, ese principio republicano se borra. La reforma judicial de 2024 no representa actualización democrática sino regresión autoritaria, el retorno a una concepción patrimonialista donde todos los poderes del Estado deben sincronizarse con una sola voluntad. Es la restauración del presidencialismo omnímodo con interfaz de participación ciudadana.



El casting de la subordinación


Los candidatos a jueces llegan precedidos de un historial que nada tiene que ver con la excelencia jurídica y todo con la compatibilidad política. Preseleccionados por comités donde la militancia morenista ejerce de filtro ideológico, estos aspirantes no representan la diversidad del pensamiento jurídico sino la tara del pensamiento único. Entre ellos desfilan personajes que constituyen un catálogo de lo que está mal en la justicia mexicana: algunos con expedientes que rozan el crimen organizado, otros devotos de organizaciones religiosas cuyos líderes purgan condenas en prisiones estadounidenses.


Es el México profundo en versión judicial: donde el mérito se mide por la genuflexión ante el poder, donde la competencia se evalúa según la obediencia política, donde la independencia se considera defecto y la subordinación virtud. Los nuevos jueces no impartirán justicia republicana; administrarán voluntad presidencial con toga. No juzgarán según el derecho; sentenciarán según las necesidades del régimen.


La ironía suprema: esta operación se presenta como pináculo democrático cuando constituye su negación absoluta. El pueblo es convocado no para elegir sino para validar lo decidido, no para ejercer soberanía sino para abdicar de ella. Es democracia como escenografía, participación como coartada, elección como ratificación decorativa.



La mecánica del engaño


El proceso electoral despliega complejidad kafkiana. Boletas épicas —algunas con más de doscientos nombres— convierten el votar en una experiencia agotadora. Reglamentos que cambian con la frecuencia de los humores presidenciales, protocolos que se ajustan sobre la marcha como si la democracia fuera prototipo en beta permanente.


El Instituto Nacional Electoral, otrora bastión de la legalidad, la certeza y la transparencia, se convierte en cómplice de esta mascarada, ajustando normas con la docilidad del subordinado que acata órdenes. Los más de cien ajustes al reglamento no son perfeccionamiento sino improvisación autoritaria, sistema que se inventa al vuelo porque carece de fundamento técnico y legitimidad.


Los candidatos se promocionan en plataformas digitales como productos de consumo, empatando virtudes jurídicas con técnicas publicitarias chabacanas. La justicia, supremo valor republicano, queda reducida a marketing político donde triunfa no quien mejor conoce el derecho sino quien mejor maneja su imagen (y sus conexiones).



El laberinto de la opacidad


El verdadero genio malévolo reside en la opacidad terminal. Sin conteo rápido ni PREP, sin transparencia en el procesamiento, los resultados llegarán diez días después, procesados en la penumbra por expertos de identidad y criterios misteriosos. Es una fe ciega en un proceso oculto donde la voluntad popular se transforma mágicamente en veredicto oficial.


Las boletas sobrantes —detalle revelador— no se anulan como dicta la prudencia democrática, sino que permanecen disponibles para usos que la imaginación prefiere no contemplar. Es la institucionalización de la sospecha, la normalización de la opacidad, el triunfo de la discrecionalidad sobre la transparencia.


Cada elemento está calculado para generar confusión y facilitar la manipulación. Un sistema electoral que no busca recabar la voluntad popular sino manufacturarla, no procura revelar preferencias ciudadanas sino crearlas artificialmente.



El arte de no votar


En este contexto distópico, la abstención se revela como la forma más sofisticada de resistencia civil. Quien se abstiene no abandona la democracia: la defiende de sus falsificadores. No renuncia a la participación política: se niega a participar en su propia degradación. No evade la responsabilidad cívica: la ejerce de la manera más pura posible.


La abstención constituye el último referéndum sobre la decencia pública. Cada voto no emitido es una censura al sistema, declaración de incredulidad ante promesas democráticas que se revelan como autoritarismo renovado, negativa a ser comparsa en una operación donde el pueblo es convocado no para decidir sino para aplaudir lo decidido.


Abstenerse preserva la dignidad cívica en tiempos de degradación institucional. Mantiene viva la idea de que la democracia no puede ser cualquier cosa, de que no toda elección es democrática por celebrarse, de que la legitimidad no se conquista con urnas sino con instituciones creíbles y procesos transparentes.



Implicaciones del silencio


El silencio electoral tendrá consecuencias que trascienden lo inmediato. Una abstención masiva develará la naturaleza espuria del proceso, evidenciará que parte significativa de los mexicanos entiende lo que está en juego y se niega a ser cómplice de la destrucción institucional. El régimen podrá declarar victoria con una participación mínima, pero será una victoria pírrica que desnudará su falta de legitimidad social.


Más importante: la abstención masiva conservará vivo el principio de que la democracia no es solo procedimiento sino sustancia, no solo forma sino contenido. Cuando se nos quiere convencer de que cualquier elección es democrática por celebrarse, abstenerse defiende la idea de que la democracia tiene estándares mínimos: competencia real, transparencia efectiva, instituciones independientes.


La abstención consciente enviará un mensaje a las generaciones futuras: hubo mexicanos que se negaron a legitimar con su voto la destrucción institucional, que prefirieron la coherencia moral sobre la participación ciega, que entendieron que en ciertos momentos no participar es la forma más alta de participación política.



Réquiem por la República


Lo que comenzó como una promesa de regeneración nacional se consolida como restauración autoritaria. Las instituciones de la transición democrática —aprendizaje colectivo que llevó décadas construir— son desmanteladas por un gobierno que conoce perfectamente las triquiñuelas para destrozarlas.


La democracia mexicana, frágil construcción edificada sobre las ruinas del régimen de partido único, regresa a sus orígenes con precisión escalofriante: presidencialismo omnímodo presentado como voluntad popular, concentración del poder vendida como democratización, destrucción institucional promocionada como transformación.


El Poder Judicial está a punto de caer en las redes del poder político. Es una construcción sistemática del autoritarismo que no necesita represión frontal porque logra que la sociedad legitime sutil e inconscientemente su subordinación.


No es regresión accidental sino proyecto consciente. Cada reforma, cada “transformación” apunta en la misma dirección: concentración absoluta del poder. Es el manual del autoritarismo del siglo XXI, donde la destrucción de la democracia se hace en nombre de la democracia misma.



La dignidad del silencio


Este primer domingo de junio, cuando las urnas queden a medio llenar, cuando el silencio ciudadano sea más elocuente que cualquier discurso oficial, cuando la abstención se convierta en la forma más alta de participación política, quedará demostrado que México conserva reservas morales que ningún autoritarismo puede quebrar definitivamente.


Donde votar se convierte en traición a la democracia, no votar es un acto patriótico. Donde participar significa legitimar la destrucción institucional, abstenerse es la única forma coherente de defender a las instituciones. Donde la voluntad popular es secuestrada por la voluntad presidencial, el silencio electoral se convierte en grito de dignidad.


La historia juzgará este momento no por quienes votaron en esta elección viciada desde su origen, sino por quienes tuvieron la grandeza moral para negarse a participar en la farsa. El silencio del primer domingo de junio será recordado como el día en que una parte de México eligió la dignidad sobre la complicidad, coherencia sobre conveniencia, República sobre autoritarismo disfrazado.


En tiempos donde la participación se vuelve complicidad y el voto legitimación del abuso, el silencio consciente es el último bastión de resistencia democrática. Es la forma más pura de decir “no” cuando todas las opciones oficiales no son más que variaciones del mismo tono autoritario.

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