Entre ruinas y constelaciones
- Alejandro Juárez Zepeda
- hace 12 minutos
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Por Alejandro Juárez Zepeda
No tengo un nombre fijo, aunque a veces me llaman por uno. No tengo una identidad estable, aunque el Estado me asignó varias. No tengo un hogar, ni un templo, ni una patria, aunque he habitado todos esos lugares como quien habita una fiebre. Soy, ante todo, un testigo. No de lo que ocurre afuera, sino de lo que arde dentro. Y si algo he sido —además de hijo del desencanto y de la esperanza terca—, ha sido eso: un testigo de mí mismo mientras me deshago y me rehago en el cruce de caminos que llamamos vida.
No nací para obedecer estructuras. Las soporté. Las comprendí. Algunas incluso las abracé por miedo. Pero nunca me pertenecieron. Y cuando finalmente las solté —familia, trabajo, éxito, pertenencias, status, certezas—, lo hice como quien se arranca una máscara que ha olvidado que no es el rostro.
Pienso que el ser humano no es un proyecto, sino una pregunta sin respuesta. Y que la dignidad no está en tener una meta clara, sino en seguir caminando a pesar de no tenerla. Soy de los que miraron al abismo y, en lugar de temerlo, quisieron entenderlo. De los que vivieron al borde, no por romanticismo, sino porque la orilla era el único lugar donde todavía se podía respirar con verdad.
He amado sin esperanza de retorno. He llorado por dolores que no eran míos y reído por alegrías que no comprendía. He intentado ser bueno, pero no moral. Fiel, pero no domesticado. Presente, aunque el presente a veces queme. Lo que sé, lo poco que sé, no me lo enseñaron en ninguna escuela. Lo descubrí en el cuerpo, en el hambre, en el exilio voluntario de una sociedad que exige que nos amputemos para encajar.
Y sin embargo, no odio al mundo. Solo le guardo un respeto feroz. Como a una fiera herida, como a un anciano desmemoriado que aún conserva una chispa de lucidez. Porque el mundo, incluso en su decadencia, aún sabe susurrar belleza.
Voy hacia donde no hay mapas. No porque desprecie la dirección, sino porque los caminos verdaderos no se trazan de antemano. Los voy descubriendo al andar, como quien cava un túnel en la oscuridad con las uñas. No aspiro a la iluminación, ni a la salvación, ni al aplauso. Solo quiero vivir con la mayor honestidad posible. Aun si eso implica no saber, no tener, no pertenecer.
Tal vez no llego a ninguna parte. Tal vez todo este viaje sea una forma elegante de perderme. Pero si es así, que sea con estilo. Con pasión. Con amor. Con los ojos bien abiertos.
Porque si algo tengo claro —entre tanto misterio— es esto: el sentido no se encuentra; se crea. Y solo se crea en la intersección precisa entre el dolor que no huimos y el amor que todavía nos atrevemos a dar.
Y hacia ahí voy.
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