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Jair Sánchez: el producto perfecto del espectáculo

  • Foto del escritor: Alejandro Juárez Zepeda
    Alejandro Juárez Zepeda
  • 13 jun
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 20 jun




Por Alejandro Juárez Zepeda



La figura de Jair Sánchez, influencer de 23 años que navega en un océano de lujo manufacturado, representa la culminación perfecta del espectáculo. Su existencia mediática cristaliza todas las falsificaciones que el capitalismo tardío ha logrado imponer como realidad, mientras acumula una fortuna proyectada en 10 millones de dólares antes de los 30. Este joven encarna la separación absoluta entre la vida auténtica y su representación mercantilizada.


Lo verdaderamente obsceno no radica en que Sánchez genere semejante riqueza, sino en que vivimos en un mundo tan estructuralmente quebrado que una enfermera que salva vidas, un maestro rural que forma conciencias o un investigador con doctorado que expande el conocimiento humano no logran ni el 2% de esos ingresos anuales. Esta inversión radical de valores no es accidental: constituye la lógica misma del espectáculo como sistema totalitario de imágenes.


El espectáculo encuentra en Sánchez a su profeta involuntario. Su coche de alta gama no funciona como medio de transporte, sino como significante puro que circula en el vacío de las redes sociales. Su supuesto carisma no es más que la forma espectacular que adopta la alienación cuando se vuelve rentable. Cada post, cada imagen, cada gesto calculado para el algoritmo constituye una mercancía-imagen que se consume a sí misma en el acto mismo de su producción.


Mientras 3,700 millones de seres humanos sobreviven con menos de 6.85 dólares diarios—cifra que el Banco Mundial registra como testimonio de la miseria organizada—, Sánchez extrae valor de la pura circulación de imágenes vacías. Su “trabajo” consiste en la administración profesional de su propia espectacularización. No es que haya roto barreras de clase o educación; simplemente se ha convertido en el vehículo perfecto para la reproducción del sistema de separación generalizada.


El algoritmo que amplifica su visibilidad opera como la expresión técnica de la dominación espectacular. Este dispositivo cibernético selecciona y propaga aquellas imágenes que mejor sirven a la lógica del espectáculo. Sánchez no controla este proceso: es controlado por él, transformado en un autómata de la producción imaginal. Su audiencia, creyendo consumir entretenimiento, produce valor mediante la captura de su atención, participando sin saberlo en su propia alienación.


La verdadera tragedia se revela en esta inversión sistemática de valores: mientras quienes desarrollan actividades que transforman materialmente el mundo—produciendo alimentos, curando enfermos, educando mentes, generando conocimiento—permanecen invisibles para la lógica espectacular, figuras como Sánchez ocupan el centro de la valorización social. El espectáculo convierte lo esencial en marginal y lo superfluo en central.


La fortuna de Sánchez no proviene del mérito ni del azar, sino de su perfecta integración en los circuitos de valorización espectacular. Su éxito ilustra cómo el capitalismo contemporáneo ha logrado mercantilizar hasta la más mínima parcela de subjetividad humana. No vende productos: comercializa fragmentos de vida falsificada empaquetados como autenticidad.


Esta dinámica se inscribe en el marco más amplio de la concentración de riqueza que documenta Oxfam: el 1% más rico controla casi la mitad de la riqueza mundial, mientras el 50% más pobre apenas posee el 0.75%. Pero esta nueva élite no se basa en la propiedad tradicional de medios de producción, sino en el control de los medios de reproducción espectacular. Sánchez, aunque no pertenezca a esa élite, funciona como uno de sus agentes más eficaces, normalizando la desigualdad mediante su propia exhibición obscena.


Su proyectado “retiro” a los 30 años revela la naturaleza fantasmática de su actividad. Mientras millones enfrentan el trabajo alienado hasta la muerte, él podrá abandonar su “trabajo” porque este nunca fue realmente trabajo, sino gestión rentable de apariencias. Esta posibilidad de retiro prematuro no constituye un privilegio personal, sino un síntoma de un sistema que permite extraer valor de la nada productiva.


El consumismo que Sánchez encarna y promociona constituye la forma actual de la falsa conciencia. Los productos que exhibe no satisfacen necesidades reales: crean dependencias artificiales que mantienen funcionando la máquina espectacular. Su ostentación opera como propaganda involuntaria de un sistema basado en la escasez organizada para muchos y la abundancia obscena para pocos.


La lógica estructural del espectáculo convierte toda actividad humana en ocasión de ganancia. Esto no constituye una crítica personal contra Sánchez, quien simplemente juega según las reglas establecidas. La verdadera obscenidad radica en que estas reglas existan, en que una sociedad haya permitido que la distribución de valor se desconecte completamente del valor social real. Es un síntoma claro de hacia dónde nos dirigimos si no se repiensa radicalmente cómo asignamos recursos y reconocimiento.


La superación de esta situación no puede limitarse a reformas distributivas o impuestos a la riqueza. Requiere la destrucción del espectáculo como forma de organización social y su sustitución por relaciones auténticas entre individuos libres. Mientras el espectáculo subsista, seguirá produciendo infinitos Jair Sánchez, cada uno más vacío y más rentable que el anterior.


La revolución necesaria no es política en el sentido estrecho, sino existencial: la reconquista de la vida cotidiana sustraída por el espectáculo y su restitución a quienes la viven realmente. Solo entonces podrá establecerse una sociedad donde el valor social y la recompensa económica vuelvan a coincidir, donde una enfermera valga más que un influencer, donde la vida auténtica triunfe sobre su simulacro espectacular.

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