Ellen Burstyn es el corazón de El Exorcista
- Guillermo Romo de los Reyes
- hace 11 minutos
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Por Guillermo Romo de los Reyes
Cuando hablamos de El Exorcista, lo primero en lo que pensamos es en las escenas icónicas: la cabeza de Linda Blair dando un giro de 360 grados, el vomito de sopa Campbells de chícharos, los gritos en lenguas muertas. Sin embargo, detrás de esos momentos que definieron al cine de terror hay un eje humano que sostiene la historia: Chris MacNeil, la madre interpretada por Ellen Burstyn. Y es curioso, porque aunque el título nos dirige la mirada hacia el exorcismo, en realidad lo que vemos es el drama desgarrador de una mujer que intenta salvar a su hija de algo que no entiende.
Burstyn no solo actúa; se sumerge en una maternidad que se mueve entre la razón y lo inexplicable. Al principio, Chris hace lo que cualquiera haría: médicos, psiquiatras, diagnósticos interminables. Pero conforme las respuestas se agotan y lo sobrenatural se abre paso, ella se enfrenta a una pregunta brutal: ¿hasta dónde puede llegar el amor de una madre? Ese tránsitar entre la incredulidad y la fe es lo que le da al filme un peso emocional que trasciende el género del terror.
Lo interesante es que, más allá de las escenas escandalosas que hicieron historia, El Exorcista funciona como un drama íntimo. El verdadero terror no está en la niña poseída, sino en la mirada de Chris cuando ya no sabe a quién acudir. El espectador, aunque no haya enfrentado un demonio literal, entiende ese miedo ancestral: perder a un hijo, quedarse sin armas frente al dolor. Y ahí es donde Burstyn sostiene la película. Su interpretación convierte una historia de horror en un relato humano.
Algunas escenas refuerzan con fuerza esta idea. Por ejemplo, cuando Chris encubre a Regan después de la muerte de Burke Dennings. Ella ya sabe, aunque no lo diga en voz alta, que su hija tuvo algo que ver. Y aun así, la protege. Ese silencio no es complicidad, es instinto: la certeza de que, poseída o no, sigue siendo su niña. En medio del horror, Burstyn nos muestra cómo la maternidad es también saber guardar secretos para cuidar a los hijos de un mundo que no entendería.
La otra escena clave llega hacia el final. A esas alturas, Chris ya sabe que el demonio es un mentiroso, un manipulador. Ha visto cómo la voz de su hija se tuerce en mil formas, cómo cada gesto puede ser una trampa. Y, sin embargo, cuando la encuentra sola en el cuarto, llorando en el suelo, algo cambia. Ya no hay duda. Esa no es la voz del demonio, esa es su hija. En ese instante, el amor de madre corta todas las capas del engaño. Ahí no hay exorcismo que valga: hay reconocimiento, hay fe en el vínculo que ni el diablo pudo romper.
Si comparamos con la novela de William Peter Blatty, la diferencia es evidente. En el libro, la trama se reparte entre varios personajes, pero en la película, Friedkin pone el foco en Chris como la figura emocional. Ese desplazamiento hace que la historia deje de ser un enfrentamiento entre "el bien y el mal", y se transforme en un retrato de la maternidad llevada al límite.
El impacto de Ellen Burstyn fue inmediato: nominación al Óscar, reconocimiento de la crítica y, sobre todo, llevar respeto a un género que rara vez valoraba a sus actrices más allá de los gritos. Su Chris MacNeil sentó las bases para la llegada de más personajes femeninos complejos en el cine de terror, mostrándonos que el miedo puede ser un espejo de lo más humano.
Y tal vez por eso El Exorcista sigue siendo perturbadora: porque detrás de la parafernalia demoníaca hay un sentimiento que todos podemos reconocer. El demonio es aterrador, sí, pero lo que realmente nos impacta es la vulnerabilidad de Chris, una madre que se rompe y se recompone una y otra vez. La película no solo nos habla de posesión, sino de cómo el amor se convierte en resistencia cuando ya no queda nada más. En ese sentido, Ellen Burstyn no interpreta simplemente a una madre; encarna a todas las madres enfrentadas a lo imposible. Su desesperación es universal, su fe improbable también. El Exorcista no sería lo mismo sin esa mirada suya que mezcla incredulidad, miedo y ternura. Porque al final, el verdadero horror no está en el demonio: está en el amor que nos obliga a luchar contra lo imposible, incluso cuando ya hemos perdido la esperanza.
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