Un señor de segunda mano
- Alejandro Piélagos Romano
- 15 jul
- 5 Min. de lectura

Por Alejandro Piélagos Romano
Caminaba desganado por la calle cuando me encontré unas gafas tiradas en el suelo. Como eran rectangulares y de montura fina tuve la certeza de que eran de un hombre mayor porque, por lo visto, mi cerebro entiende que esas gafas solo las usa la gente mayor. Mi cerebro es así, déjalo, yo tampoco lo entiendo. Me imaginé que el señor en cuestión estaría en esos momentos blasfemando con furia porque no vería la hora en su reloj de pulsera.
Mi vista funciona a la perfección, pero no resistí la tentación y me las puse. Me sentí otro. Cuando mis ojos traspasaron los cristales tuve la certeza de que las necesitaba y que si las quitaba no vería un pijo.
Yo ya no era yo, era otro porque en un momento había cambiado totalmente mi percepción de la vida, mis gustos, aspiraciones y mi salud. Esas gafas portaban una identidad que alguien había perdido y yo la había encontrado y me la había puesto, como quien encuentra una gorra y se la cala. Ahora era un señor de segunda mano y de repente, me sentí aplastado por el implacable peso de unos años que yo no había vivido porque pertenecían al bagaje del yo que había perdido la personalidad que yo había encontrado. Doy por hecho que el antiguo propietario de mi nueva identidad la había perdido, pero también cabe la posibilidad de que se hubiera deshecho de ella porque fuese un gilipollas, ya que ser un gilipollas cansa lo suyo. Lo sé porque yo lo fui durante unos años y era agotador. Lo tuve que dejar porque aquello no era vida.
Hay que ser tonto, pensé, pudiendo adoptar la identidad de un mozalbete lozano y próspero, o una muchacha de imponente mirada, me transformé en un viejo achacoso. Me senté en un banco a coger resuello porque mi nueva identidad no me permitía caminar gran cosa sin afanarme. Recordé que por la tarde tendría que cuidar a mis nuevos nietos porque mis nuevos hijos eran unos jetas y paraban menos en casa que el tren en Camangu. También tenía que comprar comida para el agapornis y una caja de pastas para la mujer de servicios sociales que viene a casa cada dos días. Esta identidad acabaría conmigo. ¿Para qué coño quiere nadie tener un pájaro metido en una jaula? El caso es que con quitar las gafas volvería mi vida a su cauce, pero últimamente el tedio me carcomía y esa salida del paso que me otorgaba una identidad nueva me devolvía la fe en la existencia.
Siempre odié las aceitunas y en ese momento habría matado por una lata de ellas rellenas de anchoa, que también odiaba. Pasé frente a la iglesia y me pregunté de qué hablaría el cura el próximo domingo, a pesar de que yo no pisaba un templo de esos desde mis años púberes.
Me dio por pensar en el propietario de mi nueva identidad, qué sería de él. Ahora éramos dos, cómo nos repartiríamos la paga ¿estará de acuerdo él en nuestra nueva situación o tendré que darle de hostias para hacerle entrar en razón? Y lo más importante, ¿seguirá él siendo él? Quizás se haya encontrado una gorra de alguien y ahora sea ese otro. ¿Se acabarían así nuestros problemas? Yo creo, que por si acaso, lo mejor que yo podía hacer era buscar al dueño de mis nuevas gafas, matarlo y comérmelo. ¡Uy! ¿Y esto que acabo de decir? Yo jamás tuve ese tipo de pensamientos, ni siquiera con los hijos de puta que se follaban a mi exmujer, ni con ella. ¿Qué clase de hombre es el dueño de estas gafas? Fijo que es un psicópata.
Me levanté del banco haciendo los ruidos propios de un hombre de mi nueva edad, con las toses, las blasfemias y la invocación a la Muerte incluidas. Seguí caminando y me llegó un ramalazo de mi antiguo yo que me impulsó a sacar el móvil del bolsillo para comprobar en mis redes sociales mi nivel de popularidad, bueno, el nivel de popularidad de mi antigua identidad y cuál fue mi sorpresa cuando no lo encuentro. Me palpé los bolsillos y nada, lo había perdido. Se fue el ramalazo y volví a ser el nuevo viejo que ahora era.
Caminaba hacia la pescadería a comprar congrio, que siempre odié, pero ahora era obligatorio echárselo al arroz de los miércoles porque ahora, por lo visto, todos los miércoles comía arroz. En la puerta de la pescadería se me acercó un tipo de ojos pequeños haciéndome gestos con la mano.
—Disculpe, caballero —me dice— pero esas gafas que lleva son mías.
Era él, el psicópata caníbal y viejo. No era tan viejo.
—¿Perdone?
—Sí, caballero, tienen mi nombre grabado en la patilla. Es un regalo de cumpleaños de un amigo.
—Vaya mierda de amigos que tiene usted.
—¿Me las devuelve, por favor?
—Qué va, imposible.
—¿Imposible por qué?
—Porque ahora yo soy usted.
—Eso no puede ser, usted es usted y yo soy yo.
—Eso era antes de que me pusiera sus gafas. Ahora ya no hay vuelta atrás.
—¿Cómo no prueba a quitárselas?
—¿A usted le gustan las aceitunas rellenas de anchoa?
—¡Me encantan!
—¡¿Ve?! ¡Yo las odio! Y sin embargo ahora mimo le mataría a usted por una lata de esa deliciosa mierda.
—Pues sí que tenemos un problema.
—Lo tiene usted.
—¿Yo? Si usted me ha robado la identidad.
—De eso nada, yo encontré unas gafas tiradas en la calle y me las puse. ¿Que soy un marrano? Vale, nada nuevo, pero de ladrón nada. Aprenda a no perder las cosas, despistado.
—Si fue un pequeño accidente de nada.
—¿Accidente de nada? ¡Si ha perdido su identidad! ¿Qué clase de hombre pierde su identidad como quien pierde unas llaves o un pañuelo?
—O unas gafas.
—¡Eso! ¡O unas gafas! ¡Irresponsable! ¡Anómalo!
—¿Anómalo yo, so caníbal de lo ajeno?
—Aquí el único caníbal que hay, creo que es usted.
—Devuélvame mis gafas.
—Ya le he dicho que es imposible. Su identidad se me ha encajado y no hay Dios que la mueva.
—Y entonces, ¿qué hago yo ahora? Si usted es yo, ¿quién soy yo?
—Pues usted sigue siendo usted.
—¿Yo sigo siendo yo?
—Coño, claro. Qué preguntas tiene usted.
—¿Y usted?
—Pues yo también soy usted.
—¿Y el usted que usted era hasta ahora? ¿Qué pasará con él?
—No lo sé, él sabrá, que ya es mayorcito.
—Pero él es usted.
—Ya no, ahora yo soy usted.
—¿Entonces yo paso a ser usted?
—Si se le ocurre hacer eso le doy dos hostias, so ladrón.
—Pero no podemos ser dos yo.
—¿Por qué no? ¿Hay algo que lo prohíba?
—Creo que no.
—Béseme y hágame el amor.
—Eso sería onanismo.
—Amor propio, le llamo yo.
—Ni con un palo le toco yo a usted.
—No se columpie, que le despido.
—¿Me despide de qué?
—De usted.
—¿De mí?
—Sí, le despido de ser usted y ya no pisa los pies por esta identidad en lo que le queda de vida, que puede ser lo que tarde yo en darle una hostia.
—Para ser un viejo con achaques no lo hace mal.
—Culpa suya, que me imaginó viejo y con achaques y como puede comprobar soy un chaval de cincuenta.
—Bueno, chaval, chaval...
—Al lado de lo que usted se imaginó, sí.
—¿Y entonces por qué su identidad me otorgó esta senectud?
—No fue mi identidad, fue usted, que es joven por fuera y viejo por dentro.
—Ya no la quiero, se la devuelvo.
—De eso nada, ahora métasela por el culo. Adiós.
Y el hombre que ya no era él, o sí, vaya usted a saber, dio media vuelta y se perdió entre la multitud del mercado. Quizás iba en busca de una nueva identidad o quizás decidiera vivir el resto de su existencia sin identidad. Quién sabe.
El mundo está lleno de gilipollas, con lo que eso cansa.
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