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El umbral

  • Foto del escritor: Guillermo Martínez Collado
    Guillermo Martínez Collado
  • hace 2 días
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: hace 5 horas

 

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Por Guillermo Martínez Collado



Bajé del bus un poco antes de la parada habitual. Me apetecía caminar. 


La tarde estaba nublada y soplaba un viento frío que venía del río. Había llovido durante  el día y el suelo brillaba, negro, lleno de charcos pequeños que reflejaban las luces de  los coches. En casa había dejado a mi madre discutiendo y los apuntes sin pasar a  limpio. 


Desde la acera podía verse la pista de atletismo, al fondo del complejo deportivo.  Algunos niños entrenaban, dando vueltas por el carril interior. Los padres esperaban en  las gradas, con los abrigos hasta las orejas, hablando entre ellos. 


Me quedé mirando un rato, sin moverme. Encendí un cigarro y aspiré despacio. El  humo se mezcló con el aliento frío. Pensé que nadie me veía, y si lo hacían, me daba  igual. 


Cuando lo apuré, entré al polideportivo. El vestíbulo olía a goma mojada y a cloro del  pabellón contiguo. Había carteles de antiguos torneos pegados con celo en las paredes. 


El vestuario estaba casi vacío. Dos chicos hablaban en voz baja, uno tumbado en el  banco, otro atándose las zapatillas. Saludé con un gesto y se limitaron a devolverme un  “ey” sin levantar mucho la vista. 


Me senté en el banco del fondo. Saqué el teléfono. Había silencio, solo el sonido de las  duchas goteando en algún rincón. 


Deslicé la pantalla con el pulgar, sin intención de leer nada. Aun así, volví a abrir la  conversación. Entré al WhatsApp y busqué su foto. Lo leí moviendo los labios. 


—¿Qué tal ayer? 


—Bien. Borracherísima. Estaba el chico ese, M. Él y yo… bueno, eso. —Ah. Ok, ok. 


—¿Estás bien? 


—Sí, claro. Supongo que sí. 


Leí las líneas despacio, como si fueran nuevas. Sabía de memoria el orden, incluso las  horas.


La puerta se abrió de golpe. 


—Vamos, que no tenemos toda la tarde —dijo el entrenador. 


Llevaba el silbato colgando y la cara roja del frío. Dejó pasar a los chicos. Luego me  paró con su mano llena de pelo. 


—No te pido que ganes, ¿vale? —añadió, mirándome un segundo—. Solo busca de una  maldita vez esa motivación que te haga correr como antes. 


Se quedó un momento callado, y luego bajó la voz: 


—Busca el dolor. 


Asentí sin decir nada. 


Salimos a la pista. El aire era más frío que antes. Las montañas se veían oscuras, con la  última luz del día detrás. 


Empezamos a calentar, dando vueltas lentas, los cuerpos en fila. Algunos hablaban,  otros bromeaban. Yo traté de concentrarme, pero el cuerpo no respondía. Tenía las  piernas pesadas, la respiración corta. 


El entrenador fue directo hacia los dos mejores del grupo. Les hablaba al oído, casi  como un padre. Yo seguí corriendo por mi cuenta, en silencio. En cada vuelta, el mismo  pensamiento me golpeaba. 


“Él y yo… bueno, eso”.

 

Las palabras se repetían como un zumbido. 


Cuando dieron la orden para los 400, me coloqué en la línea. El tartán estaba húmedo. El corazón me latía rápido, demasiado antes de empezar. 


—Listos. 


El pitido sonó. Salí mal. Tarde. Sin impulso. Los demás me sacaron varios metros  enseguida. 


“Él y yo…” 


A mitad de la curva empecé a sentir las piernas calientes, tensas. Algo dentro se  encendió, una rabia sorda. Respiré hondo.


“Bueno, eso”. 


Apreté los dientes y empujé. El aire era denso, el ruido del viento y del propio cuerpo. Los músculos se estiraban como si fueran a romper. 


El entrenador gritaba algo desde la línea, pero no escuchaba. Solo oía el golpe de mis  zapatillas contra el suelo, una y otra vez. 


“Él y yo…” 


“Bueno, eso”.

 

Pasé al tercero. Luego al segundo. El primero iba unos metros por delante, la camiseta  roja moviéndose como una señal. 


Sentí el sabor metálico en la boca. Corrí más. El cuerpo dejó de ser cuerpo. Solo  movimiento, solo fuego. 


La recta final duró siglos. No sabía si lloraba o si era el sudor. Lo adelanté justo antes de  la línea. 


Cuando crucé, me doblé sobre las rodillas, jadeando. El mundo giraba. El entrenador  llegó corriendo. 


—¡Hostia puta! —dijo—. ¿De dónde has sacado eso? ¿De dónde lo has sacado, cabrón? 


Me abrazó, riendo. Yo no podía contestar. Sentía las piernas temblar, el pecho a punto  de estallar. 


Lloraba. 


Y cuando el dolor físico empezó a irse, entendí que lo que venía ahora era peor. 


El entrenador seguía hablando, dándome palmadas en la espalda. Los demás se  acercaron, algunos riendo, otros con las manos en las rodillas, sin aire. 


Yo apenas oía nada. Solo el pulso, cada vez más lento, como si el cuerpo se apagara  poco a poco. 


Uno me dio un golpe en el hombro. 


—Buena, tío —dijo.


Asentí. No podía mirarlo. Me quedé de pie, respirando despacio, mirando el suelo negro  de la pista. 


El sudor me caía por la cara, mezclado con las lágrimas. Primero no supe distinguirlas. Luego sí. 


El resquemor de las piernas se fue apagando, como una hoguera que se queda sin aire. El pecho aún me ardía, pero era otro tipo de dolor, más hondo, más quieto. 


El entrenador me dijo algo más, pero ya no lo escuché. Solo pensé en su puta frase. “Busca el dolor”, 


Y lo había encontrado.




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