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Una casa en el monte

  • Foto del escritor: Guillermo Martínez Collado
    Guillermo Martínez Collado
  • 22 sept
  • 5 Min. de lectura

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Por Guillermo Martínez Collado



Me fui de casa con lo puesto. Ella, que estaba harta de aguantar mis borracheras, me  cerró la puerta en la cara. No fue un portazo. Sólo empujó con el hombro y me dejó  fuera. 


—Vete al pueblo, a ver si allí haces algo —dijo. 


Esperé en un banco del parque a estar sobrio. Luego fui a la estación de autobuses. Me  lavé la cara en los lavabos y tomé un café y unas tostadas en el diminuto bar que estaba  en la parte de atrás. No tenía televisión ni adornos. Solo una pequeña radio en la que  sintonizaban la música de los buenos tiempos.  


Miré mis posesiones. Llevaba dos bolsas de basura llenas de ropa. Unos pantalones, un  par de camisas, calcetines. Me acerqué al garaje. En el maletero metí un martillo, un  destornillador y unas llaves fijas. No sabía por qué, pero lo hice. Luego me acerqué al  puerto y bebí cerveza toda la tarde. Me quedé con el dinero justo. Decidí que lo único inteligente que podía hacer era lo que había dicho ella. Volver una temporada al pueblo. 


Conduje de noche. La carretera estaba casi vacía. Al pasar Arriondas vi las luces de un  bar encendidas. No paré. 


Mi madre abrió la puerta como si esperara a otro. Me miró rápido, de arriba abajo. No  se sorprendió especialmente. No me abrazó. 


—Si tienes hambre hay patatas con huevos fritos —dijo. 


Me dejó la habitación pequeña. La cama con la colcha verde de siempre. En la pared, un  calendario viejo con la foto de un perro de caza. El colchón estaba duro y olía a  humedad. 


Los primeros días me dediqué a dar paseos hasta el bar que había en la carretera. Llamé  un par de veces a casa para hablar con los chicos, pero no se quisieron poner. Luego no  me quedó otro remedio, así que empecé a trabajar en lo que salía. Un vecino me pidió que le ayudara a cortar leña. Otro me mandó limpiar una finca llena de zarzas. Me  pagaban poco, en efectivo. Lo suficiente para tabaco y cerveza. 


Por las tardes solía bajar al bar de la carretera. Me transportaba al recuerdo que tenía de  mi abuelo, siempre arrastrándose sólo por ese camino para ir a beber. Yo pedía una caña y me sentaba al fondo, junto a la tragaperras. Desde la ventana veía pasar camiones y  coches hacia la costa. Imaginaba que iba en uno de esos turismos caros con una chica  preciosa al lado, el móvil abierto en la aplicación de los mapas.  


Los otros clientes del bar hablaban entre ellos. De fútbol, de las lluvias, de los precios  del ganado. Yo no decía nada. Alguna vez intentaban que me sumara a su charla, pero  zanjaba su interés con algún gruñido y volvía a lo mío. 


Un día mi madre bajó al mercado. Me quedé solo en la cocina. Desayuné con calma y  luego salí a dar de comer a los animales. Me topé con una pequeña víbora en el  gallinero. Se movió rápido para esconderse entre las zarzas. Fui a buscar gasolina.  Prendí un fuego que por poco se me escapa. El bicho salió retorciéndose. Le corté la  cabeza con la fesoria. No medía mucho más de un palmo. La metí en papel de periódico  y la eché a las brasas. 


Volví a la cocina a por más café. El reloj de la pared marcaba las once cuando sonó el  teléfono. Dejé que diera varios tonos. Luego descolgué sin decir nada. 


—¿Eres tú? —preguntó la voz. Era mi madre. 


—Sí. 


—Escucha. Ha muerto Sindo, el de arriba, el que vivía solo, cerca del monte. Sus  sobrinos no llegan hasta el fin de semana. Vas a tener que ir tú y meter las vacas en la  cuadra. 


—¿Y por qué yo? —dije. 


—Porque eres el que está más cerca. Y porque alguien tiene que hacerlo.


Colgó. Me quedé mirando el auricular. El cable enredado como si lo hubiera hecho el  mismísimo demonio. 


Me puse las botas y salí. La pista hasta su casa estaba embarrada. Los castaños soltaban  agua con cada ráfaga de viento. Había charcos donde se reflejaba el cielo gris. 


Las vacas estaban desperdigadas por el prado. Levantaban la cabeza y masticaban  despacio. Les grité, golpeé un palo contra el suelo. Las fui empujando hasta la cuadra.  Dentro hacía calor. Cerré la puerta de madera y la atranqué. Las escuché resoplar y  mover las patas contra el suelo. 


Me quedé frente a la casa. Las ventanas cerradas. La pintura de la puerta saltada.  Recordaba aquel lugar de mi infancia en el pueblo. Cuando íbamos camino del monte  con el ganado solíamos especular mis hermanos y yo. Nos intrigaba saber qué clase de  posesiones había acumulado aquel huraño con el paso del tiempo. Apenas gastaba el  dinero, empeñado en ahorrar hasta el último céntimo, aunque tuviera que vivir entre  mierda. 


Dudé un momento. Miré alrededor. No se veía a nadie por allí cerca. Di unos pasos y  subí los escalones. Probé la manilla. No estaba cerrada. La abrí. 


Olía a cerrado. No a suciedad, sino a tiempo. En la mesa de la cocina había un vaso con  posos de café. Una chaqueta colgada de una silla. Un cenicero con dos colillas  aplastadas. 


Avancé por el pasillo. Las paredes llenas de fotos en blanco y negro. Hombres y  mujeres con cara seria. Miraban fijos. Una radio antigua sobre un aparador. Polvo en los  botones.


Abrí una puerta. La cama sin hacer. La manta arrugada. En la mesilla, una caja de  galletas con papeles dentro. 


Los desplegué. Eran cartas. Todas de la misma mano. La letra inclinada, nerviosa. Todas  guardadas con cuidado. 


Me senté en el borde de la cama. Afuera, una rama golpeaba la ventana. Leí un par de  cartas. Palabras repetidas de algún pariente que vivía lejos. Como si nunca hubieran  sido contestadas. 


Las guardé de nuevo. Cerré la caja. Toqué la manta arrugada con la palma de la mano.  Tenía polvo. 


Salí al pasillo de nuevo. En la cocina, el vaso de café. Lo levanté. Frío. Lo dejé en el  mismo sitio. Así que era eso. La casa era la misma basura por dentro. Sólo parecía tener  un increíble secreto guardado antes de entrar. Sentí pena de haber pasado el umbral y  descubrir la realidad. 


Abrí la puerta y salí al porche. Encendí un cigarro. El humo se mezclaba con el aire  húmedo. Pensé que ese era el futuro de mierda que me esperaba. El mismo futuro del  viejo huraño. Desde la cuadra llegó un mugido. 


Eché a andar por la pista. El barro se pegaba a las botas. 


Al llegar al cruce, me encontré con un tipo. Venía en el tractor. 


—¿Qué haces por aquí arriba? —preguntó.


—Ha muerto Sindo. Guardé su ganado en la cuadra. Alguien de la familia vendrá en  unos días. 


El hombre escupió. Volvió a hacerlo al momento. 


—Ya. Joder. No somos nada. 


El tractor siguió su camino. Yo bajé andando. 


Al anochecer fui al bar de la carretera. Estaba medio vacío. La tele echaba un partido sin  volumen. Pedí una cerveza. Me la sirvió la dueña. 


—¿Qué, cómo va todo? —preguntó. 


—Tirando —dije. 


Bebí despacio. Afuera pasaban coches, uno tras otro. Los faros iluminaban los charcos. 

Pedí otra cerveza más. Nadie habló en todo ese tiempo. Me quedé hasta que cerraron,  imaginando que uno de esos coches paraba en el stop y yo salía y me colaba dentro.



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