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Una industria de las drogas con mejores sustancias

  • Foto del escritor: Alejandro Juárez Zepeda
    Alejandro Juárez Zepeda
  • 22 abr
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 4 may



Por Alejandro Juárez Zepeda


La máquina del narcotráfico devora almas en silencio. Cien mil muertos cada año caen en América Latina mientras el mecanismo sigue girando, implacable. Jóvenes —apenas abiertos a la vida— son tragados por sus engranajes: sicarios con caras juveniles, distribuidores en esquinas olvidadas, adictos de miradas vacías. En México, seis de cada diez reclutados por este monstruo no han cumplido treinta años; vidas truncadas antes de florecer. Pero va más allá del simple matar: siembra la semilla del miedo, cultiva la dependencia, hiere a la humanidad entera con cada peso que vende. Y sin embargo, respira, crece, engorda con quinientos mil millones de dólares arrancados de las entrañas de la ilegalidad.


Décadas llevamos combatiendo esta bestia con balas y celdas. El resultado es un paisaje de cenizas: un billón de dólares consumidos en Estados Unidos, cuatrocientos mil muertos en México desde 2006, cien mil almas desvanecidas en el aire, como si nunca hubieran existido. La prohibición jamás ha podido contra el deseo humano —siempre habrá quien busque un escape, un consuelo momentáneo, una chispa en la oscuridad— y los billetes del mercado negro solo alimentan la violencia. Lo sabemos, pero continuamos el mismo baile macabro, como si multiplicar uniformes y construir más prisiones pudiera cambiar el destino escrito.


Existe otra senda, y no es un espejismo inalcanzable. Portugal, en 2001, dio un paso que pareció locura: despenalizó todas las drogas. Poseerlas dejó de ser crimen; donde había castigo, nació la mano tendida. Los números hablan por sí mismos: las sobredosis se desplomaron un ochenta por ciento, los delitos vinculados a drogas cayeron sesenta, las infecciones por VIH relacionadas con jeringas se redujeron a la mitad. La heroína, que antes devoraba vidas como un incendio, retrocedió: de cien mil adictos a cincuenta mil. Portugal no se rindió; transformó su estrategia, puso la salud en el centro y recogió la victoria.


¿Y si avanzamos más allá del horizonte visible? Imaginemos al narcotráfico arrancado de las sombras, convertido en industria bajo la luz del sol. Sustancias puras, sin los venenos añadidos en laboratorios clandestinos. Impuestos —como los quinientos millones que la cannabis aporta en Canadá— financiando escuelas, hospitales, campañas que eduquen sin sermonear. Uruguay ya camina esta ruta con la marihuana; Suiza experimenta con heroína en clínicas controladas, y el crimen retrocede. Podemos soñar con mayor audacia: investigar sustancias que proporcionen alegría o sosiego sin destruir cuerpos y almas.


No pisamos terreno virgen. En 1982, Michel Foucault, que siempre miró más allá de los muros establecidos conversó con Le Monde planteando que las drogas debían integrarse en nuestra cultura. "Hay que estudiarlas", propuso, "crear drogas buenas, que proporcionen placer intenso sin poner en juego la vida". No abogaba por el descontrol salvaje, sino por la honestidad: abandonar el moralismo que nos hace temerlas ciegamente o adorarlas en la oscuridad. Veía un desafío profundo: repensar el placer, la salud, la libertad.


No todos comparten esta visión. ¿Y si legalizar nos adormece el espíritu? La sombra de Un mundo feliz se proyecta sobre el debate con su soma, píldora que elimina el dolor pero también anula el alma. La advertencia de Huxley merece atención: ¿podríamos transformarnos en una sociedad de autómatas sonrientes? Sin embargo, también nos mostró un mundo tan desgarrado que necesitaba soma para seguir funcionando, no muy diferente al nuestro, donde doscientos ochenta millones enfrentan la depresión, según la OMS, y multitudes buscan refugio en frascos, polvos, agujas. Las drogas no inventan la miseria; solo la hacen más soportable.


Entonces, ¿qué ocurriría si les abrimos las puertas? ¿Se convertiría alguien bajo el influjo de una nueva sustancia en poeta, en rebelde, o simplemente en un ser conforme? ¿Crearía belleza o se apagaría lentamente? Somos, al fin y al cabo, química pura —dopamina, serotonina, destellos en la inmensidad. Cada sonrisa, cada lágrima, no es más que una reacción en el vacío. ¿Por qué no modelar esas reacciones con sabiduría, y no desde el pánico?


No hablamos de promesas de paraísos. Legalizar no borra la pobreza ni cicatriza heridas antiguas. Pero puede quebrar los huesos a los cárteles, arrebatarles su tesoro, y dar al Estado herramientas para sanar, no para seguir lastimando. Que los impuestos construyan centros donde las almas rotas puedan recomponerse. Que se investiguen drogas que no destrocen vidas. Que dialoguemos con quienes las consumen para entender, no para señalar con dedo acusador. Es una decisión política que requiere líderes que no tiemblen ante las acusaciones de “debilidad” o ante miedos ancestrales, que tengan el valor de decir: basta, podemos hacerlo mejor.


El mundo pesa como una losa. Para muchos, las drogas son refugio cuando arrecia la tormenta. No podemos ignorarlo, pero sí podemos hacer que ese camino sea menos mortal. Portugal nos mostró una puerta. Foucault nos invitó a pensar. Huxley nos advirtió que no bajáramos la guardia. Juntos, nos revelan una verdad desnuda: la guerra contra las drogas ha fracasado. Ha llegado la hora de intentar otra manera —no rendirse, sino avanzar hacia un horizonte donde menos vidas se extravíen en laberintos de sombra.

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