30 euros
- Guillermo Martínez Collado

- 27 jul
- 6 Min. de lectura

Por Guillermo Martínez Collado
Cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue la pala. Estaba apoyada contra la pared del garaje, cerca de un agujero que ya empezaba a parecer una tumba.
Oía las voces apagadas, las pisadas moviéndose rápido, la mujer diciendo que no había otra salida. Me tragué la sangre y cerré los ojos otra vez.
El día anterior todo era barro, gritos y árboles caídos. Subimos al monte de Següencu a primera hora. El agua salpicaba los cristales de la cabina y el tractor patinaba en las cuestas más empinadas.
Nosotros, intentando sacar los camiones cargados de madera, moviendo piedras acá y allá y mojándonos con un agua que caía a raudales.
Ellos, cortándonos el paso como si fueran los dueños del lugar. Habían cruzado un tractor viejo en mitad del camino y puesto piedras y ramas secas a los lados.
Estaban todos ahí: padres con sobrepeso, hijos que se reían, mujeres vestidas con batas. Hasta el jodido tonto del pueblo, que conducía ese maldito Seat Marbella de color rojo.
Los Dingo aparcaron a un milímetro de sus caras. Nos refugiamos dentro y mirábamos desde las cabinas.
Yo pensaba en la cerveza que me iba a tomar cuando acabara aquello y en la mierda que sería volver a casa con las botas reventadas de agua. Iba a dejar mis pies hechos una ruina.
—No vais a pasar —gritó un tipo con chubasquero amarillo—. Habéis destrozado el camino. La empresa tiene que comprometerse a arreglarlo.
—Y la senda también —saltó una vieja con bastón, meneándolo como si fuera una espada.
Era verdad. Habíamos dejado el hormigón hecho una mierda. Las grietas del suelo se retorcían tanto que me recordaban a mi vida de adulto. Los camiones pesaban toneladas, el agua corría por las laderas, todo se resquebrajaba.
Pero, ¿qué esperaban? ¿qué sacáramos la madera volando? La única manera de hacerlo era reventando aquel asqueroso monte. Sacarle el jugo a esa tierra y dejarla como si hubiera pasado la tercera guerra mundial.
Los vecinos aumentaron sus protestas. Me fijé en un grupo de gente que se mantenía alejada del resto. Vestían ropa de marca y callaban mientras los demás gritaban. Debían de ser los dueños del caserío, la edificación de piedra que había antes de llegar a la carretera. Parecía un palacio impoluto. Piedra lavada, ventanas caras, hórreo restaurado.
Los señoritos del pueblo, viviendo como marqueses mientras nosotros nos matábamos en el barro por cuatro duros.
Entonces vi la moto. Una GasGas de trial, nueva, carísima, apoyada junto al tractor. El crío que la sujetaba, de la familia de pasta, no debía de tener más de quince años. Casco nuevo, botas de marca. Seguro que ni sabía cambiar una bujía.
Mi compañero, Javi, la vio también. Se rio con la boca torcida, escupió al barro, y dijo en voz baja:
—Esa moto sería un buen premio, ¿eh?
—Déjate de gilipolleces —le solté.
Pero Javi ya tenía los ojos brillando. Se subió a la cabina y, mientras nos daban voces, le gritó al chaval:
—Guárdala bien, guaje. Que igual aparece en el río.
El padre del crío lo miró con ojos de matar. Yo pensé que nos iban a linchar allí mismo, pero al final solo llovieron insultos y algo de barro.
Cuando por fin salimos del monte era de noche cerrada. La ropa nos chorreaba, olíamos a sudor, gasoil y madera mojada.
Fuimos al bar que había al lado del polígono porque no había otro sitio adónde ir, al menos no para nosotros. Una cerveza para quitar el barro de la garganta.
Javi se reía todavía de la bronca con los vecinos. Yo apenas podía tenerme en pie. Estaba jodidamente cansado.
—¿Qué te pasa, tío? —me preguntó—. Pareces un cadáver.
No le contesté. Me habían llamado esa misma mañana porque uno de los fijos se había lesionado y necesitaban a alguien de manera desesperada. Casi ni me dio tiempo a pensar. Me fastidió, porque tenía pensado tocarme los cojones todo el día. A lo mejor salir a última hora a los billares.
Sin embargo, acepté. Me subí al camión como un perro obediente. Me dieron treinta putos euros por aquel curro de mierda. El jefe me había adelantado dinero para otros trabajitos sueltos y yo quería la pasta para la pensión. La niña necesitaba cosas nuevas. Playeros de deporte, una mochila, material escolar. Yo le dije a su madre que se lo pidiera a ese guiri con el que andaba, si tan listo era. Pero no me podía negar más tiempo a darle el dinero o tendría problemas.
Así que tuve que tirar al monte a hacer ese puto trabajo que me había jurado no repetir jamás. Y gracias. Según ellos, era mejor eso que seguir parado.
Miré alrededor del bar. La mayoría eran como nosotros: ropa vieja, caras aplastadas, manos negras de grasa.
En las mesas del fondo, los administrativos, con sus jerséis buenos y sus conversaciones de urbanita venido al pueblo.
Pensé en el caserío. En la moto nueva. En el hormigón que habíamos machacado sin querer. En las voces gritándonos como si fuéramos escoria.
—Podríamos hacerlo —dijo Javi, acercándose con la voz ronca de alcohol—. Esta noche.
—Déjate de tonterías.
—¿Tonterías? No tienen alarma. Y tú has visto que dejan la puerta del garaje abierta.
—Igual tienen perro.
—¿Y qué? Llevamos un poco de carne y lo distraemos.
—No, Javi.
Le di otro trago a la cerveza. Sabía que era una locura. Sabía que acabaría mal. Pero también sabía que el lunes estaría otra vez en casa, esperando la llamada de esa tía que no llegaría. Con los mismos pantalones rotos. Con los mismos zapatos agujereados. Y el mismo estómago vacío.
Javi me miró, con esa sonrisa sucia suya. Le temblaban los dedos de la emoción.
—Una moto de esas vale más que todo lo que nos van a pagar en un mes —dijo—. Es justicia, colega.
—No es justicia —murmuré.
—¿Entonces qué? ¿Dejamos que se rían de nosotros?
Me acabé la cerveza de un trago. Dejé caer la cabeza sobre las manos un segundo. Luego asentí.
Solo una vez, pensé. Sólo esta vez.
Fuimos de noche. Sin linterna, sin móvil, sin pensar.
La casa estaba en silencio. Ni un perro, ni un ruido. El portón del garaje entreabierto.
Javi iba delante, como si lo hubiera hecho mil veces. Yo solo pensaba en largarme de allí, en olvidarlo todo.
Empujó la puerta con la punta del pie. Adentro, la moto brillaba como un animal dormido. Blanca y azul, reluciente, perfecta.
—Rápido —susurró Javi.
Salté dentro tras él. Mis botas resonaron en el suelo de cemento. Los latidos me retumbaban en la cabeza.
Entonces oí el chasquido. Un sonido seco, como un latigazo. Giré la cabeza.
Una figura surgió de las sombras. Un fogonazo. Un estallido.
Sentí un golpe en el hombro, como si me hubieran lanzado un martillo.
Oí a Javi gritar.
Otro disparo.
Caí al suelo, jadeando, viendo cómo la sangre me brotaba por el costado.
Javi estaba de rodillas, las manos sobre el pecho, la boca abierta como un pez fuera del agua.
Detrás, el hombre con la escopeta apoyada contra la cadera, respirando como un toro. Y el chaval a su lado, los ojos abiertos como platos, temblando. Nos miraron durante un segundo.
Quise hablar, pedir ayuda, explicar que solo era la moto, que no queríamos matarlos ni hacerles daño. Pero solo salió un borbotón de sangre. Luego apareció la mujer.
—¡¿Estáis locos o qué?! —gritó, quitándole la escopeta al marido de las manos.
Se arrodilló junto a mí, palpó la herida y sacudió la cabeza. Javi ya no se movía. El chico tenía las manos en la cabeza.
—Hay que llamar a emergencias. Se van a morir.
—No podemos llamar a nadie —dijo la mujer, mirando al padre—. Nos enviarán a la cárcel.
—Ha sido en defensa propia —balbuceó el hombre.
—¿Y qué? ¿Tú estás seguro de que los jueces lo verán así? Dos muertos en tu garaje, un menor de edad contigo...
Se levantó de golpe.
—Hay que hacerlo. No podemos dejar nuestro destino en manos de alguien que no conocemos—Su voz era fría como el agua del río en invierno.
El hijo empezó a llorar. El padre se tapó la cara con las manos.
Yo traté de moverme, inútilmente. Sentía el suelo deshaciéndose bajo mi cuerpo.
Oí cómo arrastraban algo metálico. El sonido de una pala. Abrían la puerta del jardín y susurraban algo entre ellos.
Supe lo que venía. Y cerré los ojos. Me quedé tirado en el suelo frío con la lluvia golpeando el tejado.
Alguien comenzó a cavar. La sangre me sabía a hierro y tierra. Cada vez que parpadeaba, el mundo se alejaba un poco más.
Pensé en la moto. En mi padre, que también cortaba madera, que también murió sin nada.
Pensé en la senda destrozada, en las casas ricas, en los contratos basura.
Pensé en el maldito dinero.
Pensé en la niña, a la que sin duda ya no volvería a ver.
Por doce horas de lluvia, barro y cortes en las manos.
Me reí.
O al menos eso creí.
Un sonido raro me salió del pecho, como un animal pequeño muriéndose. Oí otra vez cómo la pala golpeaba la grava.
Pensé que no importaba. Que habíamos nacido ya enterrados.
Y cerré los ojos.




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