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Alguien lo tenía que hacer

  • Foto del escritor: Alejandro Piélagos Romano
    Alejandro Piélagos Romano
  • hace 21 horas
  • 3 Min. de lectura

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Por Alejandro Piélagos Romano


El Bisgüelu Tarancón miraba al suelo con una ceja abajo y otra arriba, señal de que algo no le gustaba. Bebía su menta poleo a sorbos breves y muy espaciados, sentado en una esquina de la terraza de La Nansa con las manos cruzadas «encima de los güevos, pa contenelos», como les decía a las señoras con afán de conocimiento. A los señores con el mismo afán no les decía nada, los miraba, les escupía los pies y los volvía a mirar sonriendo. 


En la mesa de al lado había dos tipos que encajaban como ruedas dentadas porque uno no callaba y otro no hablaba. El orador, al que el viejo había bautizado como Tontolisto, tenía la discreción de una mona borracha y el otro, al que le había puesto Mudotonto, sorbía los mocos y pegaba manotazos en la mesa cuando se reía. Al Bisgüelu Tarancón no le gustaba el aspecto de estos tipos, cuyos rostros parecían el escaparate de una bisutería, pero le hacía gracia. Lo que le desagradaba era que calzaban chanclas y eso no lo soportaba. «Los paisanos que andan en chancletes por la calle son unos hijos de puta», decía, pero de un mismo modo veía en esa horrorosa costumbre una oportunidad gloriosa de ofender, porque un escupitajo en un pie desnudo es toda una declaración de guerra.


Tontolisto era un hombre al que se le hacía tarde sin tener ningún plan. Era tan tonto como listo lo cual, uno no sabe muy bien si lamentar o celebrar. La particularidad de su carácter era que, sin él saberlo, la parte inteligente se las apañaba para ocultar a la parte estúpida y, gracias a esto, la mayoría de la gente no veía al tonto que habitaba en él. Para el común de los mortales era necesario un contacto continuo en el tiempo para destapar su farsa, pero no para el Bisgüelu Tarancón que, tras un par de minutos observándolo ya lo caló. Al cuarto de hora de oír «babayades», el viejo se levantó, se le acercó y le dijo al oído «eres tonto». El aludido lo miró extrañado por lo inesperado y enfadado por las palabras. «Te sorprende que te lo diga porque tú aún no lo sabías, pero ahora ya despreocúpate», le dijo el viejo dándole una palmada en el hombro y entró al bar.


Mudotonto aportaba a la conversación asentimientos craneales y murmullos nasales que afirmaban la información obtenida. Quizás fuera mudo de verdad, o tal vez era tonto y esto último explicaría más cosas que lo primero. Bebían cerveza de la botella chupando el bocal como orangutanes beodos y, de vez en cuando, eructaban como tractores cabreados y se reían desencajando la mandíbula, dando golpes en la mesa y agitando todo el cuerpo. A Tontolisto se le podría diagnosticar ligirofobia, que es el miedo a la quietud y al silencio, pero lo más a mano era decir que era un tonto que no calla ni debajo del agua. Se le oía desde muy lejos y a Mudotonto se le intuía porque siempre, donde hay un charrán platicando, hay un pobre diablo soportando el agonizante peso de sus estupideces. 


Tras recuperarse de la confusión, Tontolisto le dijo a su contertulio que ese viejo chocheaba y olía a corona de flores. Porque Tontolisto, aportes al bien común no hará, pero ingenioso es un rato y ante una audiencia hambrienta se viene arriba.


El Bisgüelu Tarancón se apoyó en la barra, le hizo un gesto a Arantxa y le susurró «dame un poco de medicina». Ambos sonrieron con clandestina complicidad, ella puso frente a él un vaso de sidra y llenó tres cuartas partes de güisqui DYC, «sin hielu porque estroza la garganta».  


Dos tragos.   


Sin soltar el vaso vacío le hizo otro gesto y Arantxa volcó lo que quedaba de la botella en el vaso. Cuando se disponía a tirar la botella, el viejo se la pidió y ella se la dio. El viejo achicó de un viaje, se relamió, cogió la botella, salió del bar y la reventó en la cabeza de Tontolisto.


«Alguien lo tenía que hacer», dijo el Bisgüelu Tarancón. Cogió su bastón y se fue.

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