Tiene sentido
- Guillermo Martínez Collado

- hace 5 días
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Por: Guillermo Martínez Collado
La pizzería estaba casi vacía cuando entramos. Un camarero italiano, delgado, con ojeras profundas, nos señaló una mesa grande cerca de la cocina.
—Cenad rápido si podéis —dijo—. Cierro en una hora.
Nos sentamos. Olía a masa, a mantequilla quemada, a horno. Tono abrió el menú.
—Hostia —dijo—. Aquí la pizza es más cara que el alquiler.
Rodri se rio. Juarma también, esa risa corta que usa cuando parece burlarse de algo más que del chiste.
—Pide la que quieras, coño —dijo—. Hoy presenté el libro. Hay que celebrarlo.
Vanesa sonrió y dejó el móvil en la mesa. La chica de la librería pidió una cerveza. Jesús y yo también. El camarero dejó las copas y se fue sin mirarnos. Fuimos a la barra a por una botella de blanco. Bebimos intercalando vino y birras.
Mientras cenábamos se habló de la presentación. Rodri dijo que había venido más gente de la esperada. Juarma dijo que mucha más de la que él hubiera apostado. Vanesa le lanzó una de esas miradas que lo callaban. Ella siempre decía que él se infravaloraba.
—¿Alguien quiere otra caña? —dijo Tono.
—Háblanos de ese cómic —dijo la chica de la librería.
—Primero salgo a fumar —dijo Tono—. Igual pedimos una sangría. Aquí están cojonudas.
—Oh, venga. Solo el título —insistió ella—. Les dije a los chicos que les iría bien para sus relatos.
Tono se levantó y salió a fumar, sonriendo. Luego nos tomamos un par de jarras. A mí se me pusieron los mofletes colorados. Ellos estaban más acostumbrados a beber.
Hablamos de ciudades grandes: Barcelona, Granada, Valencia. Yo apenas dije nada. Siempre que hablaban así me daba la sensación de haber visto poco mundo. Era consciente de manejar un universo muy pequeño. Rodri contó que había vivido unos años en Barcelona.
—Me fui por una tía —dijo—. Por seguirla.
Vanesa dijo que eso era romanticismo o estupidez. Rodri se encogió de hombros.
—Salió mal. Cuando lo dejamos me quedé sin nada. Volví al pueblo. No dormía. No era persona. Me llevó tiempo superarlo.
Juarma le dio una palmada en el hombro.
—Las historias buenas acaban con uno volviendo al pueblo —dijo—. O deseando no haber salido nunca.
Tono bebió. El vino se le quedó un instante en la garganta.
—Yo también me fui por una tía —dijo.
—¿Y también volviste? —preguntó Jesús.
—Volví con un bofetón.
Nos reímos. Tono levantó la mano, como pidiendo permiso.
—Feria del libro. Última hora. Ella me dijo: “Cógelo”.
—¿El qué? —preguntó Vanesa.
—Un libro.
—¿Robaste un libro? —dijo ella.
—No robé nada. Lo cogí porque ella me lo pidió. Ella, que era… no sé. Tenía algo. El segurata apareció, me agarró del brazo, y pum. Me soltó una hostia que me dejó viendo las estrellas.
Jesús se rio demasiado alto. El camarero lo miró mal.
—¿Y la chica? —preguntó Rodri.
Tono bajó la mirada al mantel.
—Ella…Esa tía me jodió. Me rompió el corazón. Me llevó año y medio recuperarme y volver a ser persona.
Hubo un silencio extraño. La música italiana sonaba muy baja. El ruido de los platos chocando en el lavavajillas llegaba desde la cocina. Cuando trajeron los chupitos, Vanesa habló del anuncio navideño de una mueblería sueca.
—Un niño pidiendo un armario para que los padres y él lo monten juntos —dijo—. Quinientos millones invertidos en publicidad para decir eso.
—Yo haría uno más real —dijo Juarma—. Hijo, este año no hay regalos. Este año te voy a pagar la manutención.
Jesús se partió de la risa. Todos lo hicimos. El camarero volvió a mirar, serio.
—Dios —dijo Rodri—. Ese sí lo vería.
Nos sirvieron otra ronda. Al rato, Jesús (creo) me dijo:
—Oye, tú tendrás alguna historia buena, ¿no?
Todos me miraron.
—No sé si es buena —dije—. Pero tengo una.
Me apoyé en la mesa. Noté como aumentaba su atención.
—Fue este año. Con una chica veinte años más joven.
Rodri silbó.
—Calla —dijo Vanesa—. Déjale.
—Empezó como una tontería. Sabíamos que no iba a durar, era imposible por la diferencia de edad. Pero fue algo fuerte. Despertábamos juntos. Currábamos en el mismo hotel. Nos veíamos en la cafetería, en el buffet. Después íbamos a su piso, o al mío, o a cualquier sitio. Por las noches bebíamos y caminábamos hasta tarde, hablábamos en cualquier banco. Fueron meses intensos.
Juarma me miraba como si ya supiera el final.
—En septiembre fuimos a una casa rural. El mejor fin de semana del verano. Salimos por Llanes. Amanecimos en la calle. Luego nos acostamos sin dormir.
Rodri se inclinó.
—¿Y luego?
—Luego nada. Se acabó su contrato. Cogió las cosas y se largó. Me mandó un mensaje corto. No éramos nada. Así de frío. Fin.
Vanesa bajó el chupito, lento.
—¿Y te rompió? —preguntó Tono.
—No. Eso no. Me jodió la forma. Lo brusco. Yo aún estaba allí y ella ya había reseteado. Como si fuese cuestión de chasquear los dedos. Pensé que me iba a quedar hecho polvo. Pero al día siguiente lo pensé y lo vi claro: no la quería a ella. Quería lo que habíamos sido. Quería un recuerdo. Algo que ya no existía. Ninguno de los dos era el mismo. De una forma u otra, habíamos cambiado.
Nadie dijo nada. El camarero pasó de nuevo.
—Ya no más bebida —dijo—. Vamos a cerrar.
Pagamos sin hablar. Cada uno dejó billetes sin contarlos. Tono me miró unos segundos más de lo normal, como si mi historia hubiese desplazado una piedra pequeña, una que llevaba tiempo ahí, atascando algo. Rodri me dio la mano con más fuerza.
—Joder, tío —dijo—. Nunca lo había pensado así.
Jesús guardó el móvil y me abrazó. No me lo esperaba. Vanesa me apretó el hombro, con una sonrisa rara, como de pena por algo que ni ella sabía nombrar.
Hasta la chica de la librería me dijo:
—Tiene sentido.
Solo eso: tiene sentido.
Nos despedimos. Ellos se fueron por la derecha, mirando atrás de vez en cuando. Hablaban más bajo que antes.
Yo me quedé quieto. La persiana de la pizzería bajó chirriando como si le costara llegar al suelo.
Y pensé —no sé por qué— lo fácil que desaparece la gente, incluso cuando está delante, incluso cuando te mira. Cómo se desvanecen sin hacer ruido, como si siempre hubieran estado a punto de irse.
Luego me vi reflejado en el cristal, deformado por la luz de la farola. Y entendí, sin querer, que sí estaba jodido. Que mi historia no había engañado a nadie.
Por fin miré al suelo. Había una servilleta arrugada que el viento empujaba hacia la esquina. La seguí con la vista un momento. Eché a andar en esa dirección.




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