Aranceles, sábanas y pasión presidencial
- Cámara rota

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ARANCELES, SÁBANAS Y PASIÓN PRESIDENCIAL EN LA CUMBRE DE LÍDERES DE ESTADO PARA ENCONTRAR LA FORMA DE ENFRENTARSE A LA CRISIS COMERCIAL DESATADA POR LAS POLÍTICAS ARANCELARIAS QUE INHIBEN EL INTERCAMBIO DE MERCANCÍAS QUE ELEVAN LOS PRECIOS QUE DESINCENTIVAN LOS BENEFICIOS DEL NEARSHORING.
Por Memo Rasquel
Carlos Vijnovsky Zenteno.
Gracias por la inspiración para escribir ficción presidencial-erótica.
La tensión sexual entre los dos es obvia. Pero Claudia Shainta Pérez, presidenta de México y mujer más PODEROSA del mundo de acuerdo a los más brillantes usuarios de la plataforma X, no está en el Palacio Presidencial de Moscú para arrancarle la camisa mientras besa los suaves y tersos labios al presidente de la Federación Rusa, Vladimir Utorov.
Al menos, no todavía.
Hay una razón más importante para estar allí: la cumbre de líderes de Estado para encontrar la forma de enfrentarse a la crisis comercial desatada por las políticas arancelarias y anti-libre comercio que inhiben el intercambio de mercancías, elevan los precios internacionales de los productos al eliminar el de minimis entre las transacciones de particulares y desincentivan los beneficios del nearshoring, provocada por el presidente Drumpf de Estados Unidos.
El planeta arde, y no precisamente de pasión.
La economía mexicana, y por consecuencia, la de todo el mundo, depende de esta reunión. La lujuria debe de tomar el asiento de copiloto, mientras que la responsabilidad debe de ser la conductora de este carruaje de caballos galopando, atravesando el bosque de la pasión. Pero cuando el presidente Utorov toma la palabra, es el placer el que hace al lado a la cordura. Será adelante cuando lo hará con las ropas.
—Eliminar barreras comerciales es urgente —dice al micrófono—. Después de todo, los lazos de todos los que estamos presentes son estrechos, fuertes, profundos. La Federación Rusa agradece a la presidenta Shainta por haber convocado a esta reunión.
El eco de su voz varonil se extiende por el salón principal del Kremlin como un trueno húmedo. Los demás mandatarios asienten, algunos toman notas, otros fingen interés mientras hojean documentos de cifras imposibles. Pero Shainta no escucha el contenido. Lo único que puede percibir es el ritmo grave de esa voz, como si cada sílaba fuera una embestida. Como si cada consonante estuviera diseñada para hacerle vibrar el diafragma.
La presidenta de México endereza la espalda, intentando devolverle solemnidad a su postura. El mundo espera de ella firmeza, tanto como sus resplandecientes senos que su camisa de corte ejecutivo apenas puede sostener escondidos. No espera que su pupila se dilate cada vez que Utorov articula palabras como “estrechos” o “profundos”.
Levanta la vista hacia los ventanales del palacio. No alcanza a verlos, pero fuera de ese salón, los moscovitas sacuden sus botas llenas de nieve. Cada copo que se posa dentro de las calles de la ciudad es un recordatorio de la frialdad diplomática que debería mantener. Sin embargo, el fuego y calor en sus muslos hace un contraste notable con el clima del exterior.
“Concéntrate, Claudia”, se repite una y otra vez, ajustando los papeles frente a sí. “Este no es un motel de paso en Insurgentes, es el Kremlin. Estás aquí para liberar al mundo de los aranceles de Drumpf y aprovechar las ventajas que el nearshoring puede dar a los empresarios nacionales para aumentar sus ganancias y den más trabajo a los obreros mexicanos, no para desear carnalmente al presidente más poderoso del mundo en su propio país”.
Drumpf. El nombre mismo hace que la humedad de entre sus muslos se seque. El mero pensamiento es un obstáculo erótico. Un dique de mal gusto que contiene las aguas torrenciales del comercio internacional. La sola mención de él en los discursos provoca rechazos viscerales entre todos los presentes. Algunos líderes fruncen el ceño, otros golpean la mesa con indignación.
—El unilateralismo es una afrenta a la dignidad de las naciones —afirma Shainta, cuando le toca el turno. Su voz es clara, cortante, sin titubeos—. Sobre todo el que corta el comercio de los empresarios. No es con muros ni con tarifas punitivas como se construye un futuro, sino con puentes de cooperación, libres de cadenas.
El auditorio estalla en aplausos. Presidentes del África occidental, delegados de Asia central, incluso algunos europeos cansados de la presión norteamericana, todos aplauden con fuerza.
Pero entre todos ellos, sólo hay un aplauso al cuál presta particular atención.
Claudia mantiene la compostura, pero siente la mirada de Utorov clavada en ella. Su mirada la recorría de arriba abajo, desnudándola y gritando “te escucho. Te deseo. Y sé que tú también” más alto que el ensordecedor sonido de los aplausos que rodeaban a ambos.
El baile visual de la seducción y erotismo ha dado inicio.
El primer receso de la cumbre llega como un alivio. Los diplomáticos se dispersan hacia los pasillos, las mesas de té y café, los rincones donde se negocia lo verdaderamente importante: acuerdos secundarios, concesiones discretas, favores de todos los tipos a cambio de silencios… o apoyos.
Shainta se queda un momento sola en la sala, revisando documentos. O al menos finge hacerlo, porque sabe que alguien más se ha quedado.
El crujido de botas resuena sobre la alfombra gruesa. Ella no necesita voltear para confirmar.
—Presidenta Shainta —dice Utorov, acercándose con paso firme—. Sus palabras fueron muy potentes. Con razón le dicen la mujer más PODEROSA del mundo.
Ella sonríe apenas, sin levantar la vista.
—Y las suyas tan directas como un taladro perforando una y otra vez la suave roca. Él suelta una carcajada breve, grave, como si un volcán riera.
—Aquí en Rusia, admiramos a quienes no temen llamar a las cosas por su nombre.
Es ahora cuando levanta la mirada. Utorov está de pie a menos de un metro, demasiado cerca para el protocolo, demasiado lejos para lo que ambos quieren. Su olor varonil envuelve cada poro de Shainta. Una mezcla de cuero, tabaco y algo salvaje.
—Lo que yo temo —dice Shainta— es que Drumpf logre convencer al mundo de que las barreras pueden reemplazar a los puentes. Es necesario revolucionar las conciencias de todo el planeta.
—Las barreras se derriban —replica él, con voz baja—. A veces con tratados. Otras más con una gran fuerza que destroza y abre todo, todo, a su paso. Y las más especiales… con deseo.
Shainta traga saliva. Un funcionario cualquiera podría entrar en ese momento, pero la idea de ser sorprendidos hace que la temperatura de su cuerpo suba aún más. Nota el abundante bulto que Utorov tiene en sus pantalones, como si hubiese insultado a un periodista en la mañanera. Pero recuerda su misión principal: hacer que los empresarios de su país tengan ganancias por el nearshoring.
—Cuidado, presidente. Suena como si confundiera la diplomacia con otra cosa. Utorov ladea la cabeza, sonriendo con un gesto casi felino.
—¿Y que acaso no son lo mismo?
La segunda sesión de la cumbre retoma la formalidad. Presentaciones en PowerPoint, gráficas que pretenden predecir el comercio mundial hasta el año 2050, discursos aburridos de tecnócratas que hablan de elasticidad-precio de la demanda.
Shainta finge tomar notas, pero cada tanto siente un roce bajo la mesa. Al principio piensa que es casualidad, un mal movimiento de pies. Pero no es así. Es el zapato de Utorov, buscándola. Primero un contacto ligero, luego una presión firme contra su zapato. Ella contiene la respiración. Los latidos de su loco corazón comienzan a dispararse de un lado a otro de sus abundantes y firmes pechos, tanto así que su ritmo cardiaco puede medirse por la forma en que estos rebotan dentro de su camisa. No aparta el pie. Y de esa manera, ella acepta.
Un cosquilleo asciende por su pierna. Ella mantiene la mirada fija en el orador, que sigue divagando sobre nearshoring y cadenas de suministro, completamente ajeno a que, en ese mismo instante, la presidenta de México, la mujer más PODEROSA del mundo, y el presidente de Rusia, el hombre más PODEROSO del mundo, están negociando un tratado táctil bajo la mesa.
Cuando el receso vuelve, Shainta se levanta lo más rápido que sus temblorosas piernas le permiten. Se dirige al pasillo, conteniendo los jadeos que su garganta fuerza a sacar. Necesita aire, distancia, algo que le recuerde que está aquí por los empresarios, no por su propio placer. Pero Utorov la sigue.
La lujuria no descansa dentro de sus cuerpos. La distancia, las ropas y la gente son sólo muros que contienen el caudal de lujuria a punto de desbordarse. Pero las puertas de la presa se abrirán esta noche.
La cena de gala parece un teatro barroco de poder. Candelabros inmensos, vajilla de oro, vinos franceses, platillos rusos servidos con excesiva solemnidad. Los diplomáticos brindan por la cooperación y la paz, mientras cuchichean intrigas al oído.
Shainta viste un traje negro impecable que permite disfrutar a los presentes su figura de reloj de aren, sin ningún adorno más. Su pelo, usualmente domado con una cola de caballo, está ahora recogido, como un intento estético de decir “tengo control”.
Sabe que la sobriedad es su escudo. Pero Utorov, en la cabecera, no deja de observarla. Su mirada es un fuego que atraviesa el terciopelo, que incendia incluso el hielo del vodka.
El embajador mexicano le cuenta una anécdota banal sobre tratados aduaneros en los años ochenta. Ella asiente, pero apenas lo escucha. Toda su atención está en el juego silencioso de miradas con Utorov. Cada sorbo de vino es una provocación. Cada brindis, un preludio.
Los músicos inician una pieza solemne. Este es el momento que él ha esperado. De parte de su asiento, y se dirige hacia ella. Al estar frente a frente, sin una palabra de por medio, extiende su mano hacia la de ella. Los demás delegados miran con sonrisas forzadas, interpretándolo como un gesto de camaradería bilateral. Nadie sospecha la verdad: que cada giro, cada contacto de las manos, cada paso en la pista es un tratado erótico en ciernes que se firmará en las barreras cerradas de una habitación.
El cuerpo de Utorov es firme, sólido como un tanque, pero se mueve con sorprendente gracia. La mano de él rodea la cintura de Shainta. La mano de ella, su grueso cuello. Entre los dos no existe espacio vacío. Ambos sienten el cuerpo del otro casi en su máxima expresión.
Shainta se deja llevar, aunque mantiene la mirada fija en él con desafío.
—Mañana habrá acuerdos firmados —dice él, en voz baja, mientras la guía en un giro—. Pero lo que firmemos esta noche no estará en los periódicos.
Shainta arquea una ceja.
—¿Y qué cree que quiere firmar conmigo, presidente?
Utorov sonríe. El recorrido de su mano y su presión en su glúteo es respuesta suficiente.
De regreso en sus aposentos, Shainta no puede dormir. El Kremlin parece susurrarle desde cada pared, cada alfombra, cada lámpara de cristal. Se siente observada por los retratos de zares, como si ellos supieran lo que está a punto de ocurrir.
Camina de un lado a otro vestida en su baby doll semi transparente de encaje negro y liguero con medias de malla, repasando en su mente las gráficas, los discursos, las condenas a Drumpf. Todo se mezcla con el recuerdo del baile, del roce bajo la mesa, de la cercanía en los pasillos y el olor varonil de Utorov.
Se sirve un vaso con agua, pero no calma la sed, ya que la sed de la cual ella sufre no es por agua.
El filo del reloj marca las 12 de la noche cuando un golpe suave, casi suplicante, suena en su puerta.
Shainta se detiene. Mira el reloj. Su corazón, junto con las partes más íntimas de su ser, comienza a palpitar. Sabe quién es antes de abrir.
Al hacerlo, se encuentra con Vladimir Utorov. Sin escoltas, sin intérpretes. Solo él, con un abrigo oscuro sobre los hombros.
—Presidenta —dice con voz grave—. Necesitamos hablar.
Ella cruza los brazos, intentando mantener la compostura, lo cual agrandece su abultado, frondoso y firme pecho.
—¿Habla…de comercio?
—Hablar de lo que realmente importa —responde él, entrando sin esperar invitación.
El aire se espesa. La habitación parece encogerse. La hoguera que ninguno había querido encender ahora arde en el centro, inevitable. La pasión que está presente los marea, intoxicándolos del dulce licor de la defensa de la soberanía nacional, y el pecado de la lujuria.
Shainta da un paso atrás, pero no lo suficiente. Él se acerca, tomándola de la cintura, con la fuerza de cualquier hombre que ha deseado a una mujer desde hacía mucho tiempo. El aliento de ambos se mezcla en el pequeñísimo espacio entre sus bocas. Espacio que cada segundo se hace más y más estrecho.
—Oh, Vladimir —susurra ella—. ¿Está esto bien?
—No, Claudia… nunca nada ha estado más mal en la historia —contesta él antes de sellar sus sedosos labios con un beso.
Por primera vez, ella no se aparta.
Parte II – Tratados de carne y acero
Utorov está tan profundamente en ella que el aire entre ambos parecía comprimirse, como si dos bloques tectónicos chocaran. Shainta lo mira directo a los ojos, los suyos firmes, los de él azules, insondables, un océano ruso en plena tormenta.
Ella es presidenta, comandanta suprema, mandataria, líder de un país que había sobrevivido a siglos de intervenciones, de imposiciones, de chantajes. Su deber es el comercio, los empresarios, ganancias para Blackrock. Pero en este instante, su deber también parecía ser su propio cuerpo, que temblaba como un mercado en recesión.
—No podemos… —gime ella, mientras él besa su cuello desnudo.
Utorov alza la mano, sin tocarla aún, pero dejando que la sombra de su palma se posara sobre su mejilla.
—¿De verdad crees, presidenta, que Drumpf duerme sólo en la cama de su proteccionismo? —murmura—. No. Él se acuesta con el miedo del mundo. Y nosotros… debemos acostarnos con el futuro.
La lógica es absurda, pero su tono lo hace sonar como una verdad universal. Shainta sonríe, nerviosa, sudorosa, como quien escucha un proverbio que no entiende pero reconoce que tiene fuerza.
—Si alguien me preguntara qué hago aquí, tendría que mentir —jadea ella.
—Mentir también es diplomacia —responde Utorov.
Y sella su acuerdo erótico con un beso húmedo y pasional.
Es un beso denso, áspero como el Chocolate Bienestar y ardiente como el vodka en la garganta. La colisión de dos potencias, un choque de trenes cargados de mercancías prohibidas. Shainta gime suavemente contra su boca, y esa rendición mínima es la firma del tratado que ninguno había escrito en papel.
Las manos de él bajan hacia su cintura, firmes, como quien asegura un oleoducto. Ella responde desabrochando el abrigo pesado, dejando caer la tela al suelo como una concesión arancelaria eliminada de un plumazo.
La habitación parece encogerse. La cama diplomática, con sábanas bordadas por artesanos rusos, se convirte en mesa de negociación. Cada botón desabrochado es un párrafo eliminado, cada prenda arrojada al suelo es una barrera comercial derribada.
Cuando Shainta se encuentra desnuda bajo su mirada, no piensa en la crisis de seguridad, ni en los que protestan por las 40 horas, ni en los usuarios de X que la habían proclamado la más mujer más poderosa del mundo. Piensa en la simple verdad de que, por primera vez en años, alguien la mira no como presidenta, sino como mujer.
El primer contacto de Utorov sobre su piel Es la firma de un decreto: irrevocable. Sus dedos trazan líneas sobre su vientre, como si diseñaran un nuevo mapa geopolítico.
—El libre comercio… —jadea Shainta, intentando articular mientras él descendía por su cuerpo— … debe ser defendido… con firmeza… y… y… con mucha… dureza…
—Y con profundidad —añadió Utorov, hundiéndose en ella con una lentitud calculada.
El gemido de Shainta resuena en el cuarto, ahogado apenas por las cortinas pesadas. Es un sonido que mezcla placer y política, como si cada ola de gozo fuese también un voto de confianza al futuro del multilateralismo.
Los movimientos se aceleran, como mercados en euforia. La cama cruje bajo el peso de los tratados corporales. Utorov gruñe en ruso, palabras que ella no entendía pero cuyo significado era evidente en el ritmo de su cuerpo: dominación, alianza, rendición mutua, perforación.
Ella responde con frases en español, juramentos que sonaban tanto a protesta callejera como a gemido privado:
—¡Soberanía! ¡Libertad de mercancías! ¡BIENESTAR! ¡BIENESTAR! ¡BIEN…ES TAAAAAAAAAAAAAR!
Cada exclamación es acompañada por un embate de cadera. Cada consigna transformada en éxtasis, dolor y pasión.
El clímax llega como una firma colectiva en un tratado histórico. Shainta arquea la espalda, sintiendo que no solo se derrumbaban las barreras de su cuerpo, sino también las del mundo entero.
—¡Viva el libre comercio! —grita, en un estallido de placer que resuena como trueno sobre el Kremlin.
Utorov la sigue rugiendo como un oso satisfecho. El cuarto entero parece temblar.
Y entonces, en el silencio posterior, sus cuerpos sudorosos quedan recostados, jadeando, sudorosos, con la certeza de haber sellado algo más grande que un pacto económico.
“Es un honor estar en Utorov” piensa ella.
El amanecer llega frío, con la luz grisácea de Moscú filtrándose entre las cortinas. Shainta abre los ojos y lo ve a él, todavía allí, todavía enorme, como un monumento de carne.
Por un instante, se permite la vulnerabilidad de apoyarse sobre su pecho, escuchando el latido lento de ese corazón ruso que ahora parece estar sincronizado con el suyo.
Pero la realidad vuelve pronto, como una factura olvidada.
—Esto… esto no puede salir de aquí —dijo, en voz baja.
—No saldrá —responde él, acariciándole el cabello—. Excepto en la forma de un nuevo orden mundial.
Ella sonríe, aunque sabía que la frase no era un chiste.
Horas más tarde, de regreso en la sala de conferencias, Shainta se encuentra otra vez frente a los micrófonos. Los delegados de todo el mundo la observaban, algunos con esperanza, otros con escepticismo.
Y sin embargo, ella se siente distinta. Como si la fuerza recibida por los impactos de cadera de Utorov contra las suyas la noche anterior le hubiera dado un nuevo poder, una nueva claridad.
—Señores y señoras —dijo, con voz firme—. El comercio libre no es un capricho. Es una necesidad. El proteccionismo de Drumpf no sólo amenaza nuestras economías; amenaza nuestros cuerpos, nuestras vidas, nuestro derecho a tocar y ser tocados sin barreras artificiales.
Un murmullo recorre la sala. Algunos diplomáticos fruncen el ceño ante la metáfora erótica, pero otros aplauden de inmediato. Utorov, sentado frente a ella, apenas son ríe, con la discreción de quien sabe exactamente de qué habla.
—México —continuó Shainta—está listo para liderar un frente común progresista. No permitiremos que un solo hombre decida quién puede comerciar y quién no. La soberanía se defiende con tratados, pero también con pasión.
Los aplausos son atronadores. Incluso delegados que antes habían guardado silencio comienzan a unirse. El ambiente cambia, como si la energía de la noche anterior se hubiera filtrado en cada rincón del palacio.
En las reuniones bilaterales de esa tarde, Shainta y Utorov se muestran formales y distantes, como si la noche previa no hubiesen reacomodado las entrañas de ambos. Sin embargo, bajo la mesa, sus rodillas se rozaban, enviando señales clandestinas.
Marcelo Ekhart, Secretario de Economía de México, se inclina para susurrarle al oído:
—Presidenta, parece que Rusia está dispuesta a firmar el borrador sin condiciones.
Shainta asiente, mirando a Utorov de reojo.
—Claro que lo está —responde—. Lo hablamos anoche —dice, mientras se limpia ambas esquinas de sus labios con un dedo y una sonrisa cómplice—.
Ekhart alza la vista, confundido.
—¿En qué momento?
Ella sonríe.
—En sueños.
La cumbre avanza, y con cada día crece el bloque de países dispuestos a desafiar a Drumpf. El rumor de una alianza alternativa, de un pacto de libre comercio sin Estados Unidos, recorre los pasillos como un fantasma erótico.
Y mientras tanto, cada noche, Shainta y Utorov repiten el mismo ritual. Ella golpea discretamente la puerta de su despacho, o él aparece en el suyo a medianoche. Cada encuentro es distinto: a veces salvaje como un arancel del 110%, a veces lento y calculado como una negociación para militarizar la frontera sur de México para evitar el paso de migrantes centroamericanos y haitianos que sólo buscan una vida mejor y es capar de la violencia hacia Estados Unidos.. Pero siempre, siempre, con la certeza de que están construyendo algo más grande que ellos mismos.
Un jueves, después de otra sesión maratónica de sexo pasional y animal, Utorov se inclina hacia ella en un pasillo oscuro.
—Pronto firmaremos los acuerdos —dice—. Y cuando eso ocurra, el mundo sabrá que se puede resistir a Drumpf.
—Sí —responde ella, con una sonrisa peligrosa—. Pero nunca sabrán cómo lo logramos.
Y en ese secreto compartido está la verdadera fuerza.
El clímax de la cumbre se acerca. Los delegados preparan discursos finales, borradores de tratados, comunicados conjuntos. Los periódicos del mundo ya hablan de un BRICS-M, un bloque inesperado que desafía al proteccionismo e imperialismo norte americano.
Shainta, frente al espejo de su habitación, se ajusta el traje. Por fuera era la presidenta inquebrantable, presidenta, comandanta suprema, la mujer más poderosa según usuarios lamesuelas de X. Por dentro, todavía arde con las brasas de cada encuentro nocturno.
Se mira fijamente al espejo. Respira profundamente, y se dice a si misma:
—El mundo se salvará con tratados… pero también con orgasmos. Y sale rumbo a la sala, lista para firmar la historia.
Parte III – El clímax del libre comercio
El gran salón del Kremlin está más lleno que nunca. Periodistas de todo el mundo han llegado a cubrir lo que ya se anunciaba como la firma de un tratado histórico: el de la Organización Revolucionaria para la Globalización Alternativa y Soberana de los Mercados del Orbe, u O.R.G.A.S.M.O.
Delegados de Asia, África, América Latina y Europa oriental ocupan sus lugares. Hay cámaras, micrófonos, flashes. Y, en medio de todo, dos figuras destacan como los polos magnéticos de ese nuevo orden mundial: Claudia Shainta Pérez y Vladimir Utorov.
Los discursos previos son solemnes. Se habla de cifras, de porcentajes, de proyecciones. Se menciona cómo los aranceles drumpfianos han encarecido la vida cotidiana de millones, frenado el flujo de mercancías, convertido los viajes veraniegos de los empresarios a Nueva York en un lujo y el aguacate en un mito inalcanzable. Se recuerda la importancia de recuperar el espíritu de cooperación internacional.
Pero todo es un preludio. El mundo está esperando otra cosa.
Cuando le toca hablar, Shainta se levanta con una seguridad que sorprendió incluso a sus asesores.
—Hemos llegado aquí porque sabemos que un planeta dividido es un planeta condenado —dijo, con la voz clara, mirando a cada rincón del salón—. Sabemos que Drumpf intenta controlar el deseo del mundo, encadenarlo con impuestos y tarifas. Pero el deseo, como el comercio, siempre encuentra un camino.
Una oleada de murmullos recorre la sala. Algunos diplomáticos disimulan sonrisas. Otros aplauden de inmediato.
—Hoy firmaremos este tratado —continua—. Y al hacerlo, afirmaremos que el libre comercio no es solo un mecanismo económico que no nos da miedo continuar a pesar de ver los pobres resultados que ha traído a nuestras poblaciones. Es un acto erótico de soberanía, un intercambio de placer y riqueza entre naciones que se reconocen mutuamente como iguales.
Los aplausos son estruendosos, como el cuerpo de un varón golpeando las posaderas de una mujer de forma repetida. Algunos periodistas apenas pueden creer lo que escuchan, pero siguen tomando notas con frenesí.
Shainta mira de reojo a Utorov. Él no aplaude. Solo asiente, como quien reconoce a su igual en la batalla y en la cama.
La ceremonia de la firma esun espectáculo en sí mismo. Un largo mantel blanco cubre la mesa principal. Plumas de oro esperan sobre carpetas de cuero.
Primero firman los presidentes de países más insignificantes, como Argentina, España y Ecuador. Luego, los medianos, como Brasil, Reino Unido y Cuba. Finamente, llega el turno de México y Rusia.
Shainta y Utorov se sientan uno al lado del otro. Toman las plumas, y al momento de estampar sus nombres en el documento, sus manos se rozan. Un contacto breve, eléctrico, erótico, que es suficiente para que todos en la sala —incluso los más incrédulos— sientan que algo más profundo se está sellando.
Los aplausos explotan como los gemidos de un amante amarrado en pleno bondage. Los fotógrafos capturan el momento histórico.
Pero en el silencio interno de los dos, lo que acababan de firmar no es sólo un tratado económico. Es la confirmación de lo que sus cuerpos ya han acordado noches atrás: la alianza entre el deseo y la política.
“Por el bien de todos, primero los orgasmos”.
Esa noche, Moscú se viste de celebraciones. Hay banquetes, discursos, conciertos improvisados. En la Plaza Roja, multitudes agitan banderas, coreando consignas contra los aranceles, contra el proteccionismo, contra el fascismo drumpfiano.
Pero Shainta y Utorov no están ahí.
Han desaparecido discretamente del banquete oficial, guiados por la urgencia de algo más profundo. Ese evento requiere demasiada ropa para lo que el cuerpo de los dos desea.
Entran en un salón apartado del Kremlin, decorado con tapices antiguos y una mesa que en otro tiempo había sido usada para planear invasiones.
—Hoy hemos derrotado a Drumpf —dice Utorov, cerrando la puerta tras ellos—. Y mañana, el mundo lo sabrá.
—No lo derrotamos aún —responde Shainta, avanzando hacia él—. Solo le demostramos que no tiene el monopolio de la lujuria.
Se miran. El silencio entre los dos palpita por un segundo eterno. Después, como si todo el peso de la geopolítica se convirtiera en lujuria pura, se lanzan el uno como el toro al torero.
Es un encuentro distinto a los anteriores. Ya no es clandestino, furtivo, académico. Es un estallido, una celebración, un clímax no sólo de cuerpos sino de historia.
La ropa cae al suelo con violencia, como muros de aduanas derribados a cañonazos. Cada beso es un embargo levantado. Cada caricia, un tratado ratificado.
Shainta lo empuja contra la mesa de guerra, y él la recibe con un gruñido de aprobación.
—Así se firman las alianzas —dice ella, montándolo en posición de vaquera inversa, como quien gobierna no un país, sino el planeta entero.
Utorov la tomó de las caderas, respondiendo con fuerza, con el ímpetu de una súper potencia nuclear que no teme imponer su voluntad sobre otros países más pequeños y húmedos que él.
—Así se conquista el proteccionismo —ruge.
Los movimientos se vuelven frenéticos, una sinfonía de piel y sudor que resuena en las paredes cargadas de historia. Es como si cada gemido borrara un arancel, como si cada embate derribara un muro, como si cada orgasmo aumentara la popularidad en las encuestas.
Y cuando el clímax llega, es como la apertura de los mercados globales después de un bloqueo injusto. Ella grita su nombre. Él ruge el de ella. Y juntos, declaran la victoria del libre comercio sobre la tiranía.
Al amanecer, Shainta se encuentra de pie frente a una ventana enorme, mirando la ciudad cubierta de nieve. Su cuerpo se encuentra sin prenda alguna, envuelta apenas en una sábana roja. Utorov se acerca por detrás, rodeándola con sus brazos.
—El mundo cambió anoche —susurra él.
—El mundo cambió en esta mesa —responde ella, señalando la mesa aún marcada por la pasión.
—¿Y ahora qué? —pregunta él, besándole el cuello.
Shainta sonríe, con la seguridad de una mujer que sabe que ha ganado.
—Ahora defendemos lo que hemos creado. Y cuando Drumpf intente imponer nuevos muros, le mostraremos que nuestros cuerpos no conocen fronteras.
Los días siguientes son un torbellino. El tratado Es ratificado por decenas de países de forma casi inmediata, como si fuese una reforma judicial y no como una reducción de 40 horas laborales. Los mercados reaccionan con entusiasmo. Titulares en todo el mundo hablan de un “nuevo eje erótico del libre comercio”.
Drumpf, furioso desde su trono de impuestos, lanza amenazas por redes sociales. Pero ya nadie lo escucha con la misma seriedad. El mundo ha probado algo más fuerte: la unión de Shainta y Utorov, la mujer y el hombre más PODEROSOS del mundo.
En los pasillos de la diplomacia, nadie lo dice en voz alta, pero todos lo saben: el verdadero motor del pacto ha sido la lujuria. La geopolítica se ha convertido en geopoética, en un baile carnal que nadie puede detener.
Semanas después, en una cumbre de seguimiento celebrada en Ciudad de México, Shainta abre la reunión con un discurso histórico:
—Hoy celebramos que el comercio fluye otra vez. Que el aguacate está en las mesas, que el vodka circula, que el chile cruza fronteras sin miedo. Y celebramos que las relaciones de todo tipo entre naciones no pueden ser detenidas por ningún muro, ya sea de cemento, látex o cualquier material.
Los aplausos son tan fuertes que hicieron vibrar las ventanas del Palacio Nacional.
Utorov, sentado a su lado, con un bulto en sus pantalones, mira que los botones de su camisa apenas pueden sostener la fogosidad de sus pechos como si fuese la primera vez.
Y Shainta, mientras sonreía la audiencia, sabe en silencio que la historia recordará dos cosas: el tratado que liberó al mundo… y las noches en que, entre sábanas y sudor, entre dominación y sumisión, ella y el oso ruso han escrito un capítulo secreto de la política internacional.
Porque el comercio libre no solo ha triunfado en las cifras. Ha triunfado en los cuerpos.
Y ni Drumpf, sus aranceles, ni siquiera mil muros de concreto o látex, podrán borrar eso jamás.
Guillermo “Memo” Rasquel Shayne es un monero, humanista mexicano, marxista obradorista pro-4T. Gusta de realizar fanfictions donde la mujer más PODEROSA del mundo tiene aventuras erótico-políticas con líderes a nivel mundial, al igual que de otros personajes PATRIÓTICOS de la política mexicana.
Puedes ver sus posts y adelantos de cartones en la cuenta de X @MemoRasquel.




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