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Polvo adentro

  • Foto del escritor: Guillermo Romo de los Reyes
    Guillermo Romo de los Reyes
  • hace 12 minutos
  • 4 Min. de lectura
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Por: Guillermo Romo de los Reyes


El pueblo siempre huele a metal caliente. El polvo no cae: se suspende. Se mete en la boca, en los ojos, en las grietas de los muros. Todo aquí es polvo, hasta la fe. Desde cualquier cerro se ve la mina como una fosa abierta, respirando. Dicen que bajo la tierra hay un corazón que late, pero no es el de los hombres, es el de las máquinas.


Tu padre se quedó allá abajo con otros cuarenta y ocho. Los cuerpos nunca aparecieron, o eso es lo que les dijeron, también les dijeron que fue un derrumbe, que fue el gas, que fue culpa de todos y de nadie. Dijeron muchas cosas los que nunca bajaron.


Con el dinero del seguro —una cifra que parecía insulto más que ayuda— tu madre montó un café internet: Ciber Conexión. Cuatro computadoras usadas, una impresora que tosía hojas con el borde chamuscado. Era la época en que la modernidad llegaba a los pueblos disfrazada de pantallas. Durante años, ese lugar fue una especie de milagro: los niños jugaban, los adolescentes imprimían tareas, los novios se escribían correos, los mineros revisaban las noticias para saber de los suyos.

Después llegaron los celulares. Y con ellos, el olvido.


Ahora sólo quedan dos computadoras. Una no prende. La otra apenas resiste. A veces imprimes comprobantes para los jornaleros que piden crédito en la tienda. A veces llega alguien del municipio con una memoria USB y te deja unos pesos. Nada más. El ciber se volvió ruina antes de cumplir veinte años.


Tu madre sigue ahí, joven pero cansada, vendiendo cremas y perfumes por catálogo. Cada vez que te mira, repite la misma frase con una voz entre dulzura y derrota:

—Podrías entrar a la mina, aunque sea un tiempo.

No lo dice por ambición. Lo dice por miedo. Por la costumbre de sobrevivir.


Tú finges no escucharla. Pero la frase se queda pegada como el polvo en la garganta.


A veces despiertas en mitad de la noche y recuerdas aquel ruido. No el del derrumbe, sino el de las máquinas apagándose, los gritos detrás de las vallas, los reflectores alumbrando la oscuridad. Recuerdas tu mano pequeña aferrada a la de tu madre, los reporteros, los días pasando sin que nadie saliera. 

Recuerdas al gobernador en televisión prometiendo rescate, y luego silencio.

Lo más claro que guardas es el olor: una mezcla de grasa, tierra y descomposición, quizá era la basura acumulada, quizá eran los hombres nunca encontrados. Un olor que todavía sientes, incluso aquí, sentado frente a la computadora que no arranca.


El pueblo envejeció como una herida que no haya las membranas para cerrar. Las casas se agrietaron, a veces el agua sale amarilla, los árboles dan muy poquita sombra. La mina prometió empleo, pero trajo enfermedad. Los niños juegan con piedras que brillan, sin saber que queman lento. Y, aun así, nadie se va. El polvo lo cubre todo, y cada cartel que promete “progreso responsable” parece reírse de tu madre, de ti, de los muertos.


Hay días en que caminas hasta el cerro. El camino es largo y polvoso, bordeado de casas con techos de lámina y perros flacos. Miras las camionetas de la empresa pasar a toda velocidad, escoltadas por patrullas del gobierno. A veces piensas que los ricos deben creer que el polvo también les pertenece, que pronto van a idear la forma de cobrar la polvareda que ensucia a la gente.


Una tarde, mientras barres el ciber, ves en el reflejo del monitor una sombra detrás de ti. volteas y no hay nadie, pero el aire se siente distinto, como si un vaho se expandiera por la habitación. Levantas la vista, notas una marca en el cristal: un dedo tiznado de negro. La forma de otros dedos aparece lentamente, la palma abierta, una mano. Te quedas inmóvil, con el corazón latiendo fuerte, como si alguien hubiera tocado desde otro mundo.Sabes que no estás loco. No del todo. Desde niño has sentido que él no se fue.


Esa noche sueñas con el túnel. La linterna en tu casco ilumina un humo espeso. Avanzas entre rieles oxidados, y las paredes rezuman agua. A lo lejos escuchas golpes, respiraciones, murmullos que parecen rezos. Y de repente, un brazo se alarga desde la oscuridad, luego otro y luego otro y luego otro, casi cien brazos a tu alrededor intentando tocarte. Da la sensación de que todos los muertos de la mina están allí, mirándote. Cuando despiertas intentando sofocar un grito, el zumbido del pueblo sigue ahí, idéntico, y tus manos tiemblan.


Tu madre te ofrece café. No se miran. Habla sin decir nada. Dice que si trabajas unos meses, podrían arreglar la impresora, pagar la deuda de la luz, quizá poner un anuncio nuevo afuera del ciber. No te pide que olvides, solo que sigas.El problema es que no sabes cómo seguir sin traicionar.


Esa tarde, el cielo se vuelve gris y el viento arrastra polvo fino. Cierras las cortinas, apagas la computadora, miras alrededor. El ciber parece un lugar abandonado, porque lo es. Piensas en todo lo que se ha apagado ahí dentro: los juegos, las voces, las risas. Todo eso que era futuro y terminó en silencio.


Cuando sales, el viento te golpea la cara. Caminas hacia el cerro. No piensas en nada, solo escuchas el sonido del polvo bajo tus botas. La mina se levanta al fondo, enorme, viva. A su entrada, los hombres esperan el cambio de turno, con los rostros y las manos tiznadas de negro. Te miran pasar. No dices nada.


El guardia anota algo en su libreta.

El aire huele a hierro.

El suelo vibra.


No hay una decisión clara. Solo el eco de un paso más hacia adelante.


Y el zumbido, siempre el zumbido, repitiendo bajo tierra los nombres que nadie dice ya.



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