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El activismo LGBTQIA+ necesita radicalizar su agenda

  • Foto del escritor: Alejandro Juárez Zepeda
    Alejandro Juárez Zepeda
  • 28 jun
  • 6 Min. de lectura


Por Alejandro Juárez Zepeda


Los números parecen alentadores: matrimonio igualitario en gran parte del territorio nacional, leyes antidiscriminación, políticas de inclusión educativa. El activismo LGBTQIA+ mexicano celebra victorias que hace décadas parecían impensables. Sin embargo, una pregunta incómoda atraviesa estos logros: ¿estamos realmente transformando las estructuras de poder o simplemente negociando nuestra inclusión en un sistema que sigue siendo profundamente excluyente?


La respuesta no es sencilla, pero los datos revelan una realidad alarmante sobre la discriminación estructural contra la comunidad LGBTQIA+ en México. El país es el segundo en el mundo con mayor número de asesinatos de personas trans, registrando 701 casos entre 2008 y 2023, solo detrás de Brasil (USAPP - LSE, 2024). Las mujeres trans enfrentan una esperanza de vida promedio de apenas 35 años, debido principalmente a la violencia extrema, la discriminación y la falta de acceso a servicios de salud (Transgender Law Center, 2016). Además, el 40% de la población considera que los derechos de las personas gays o lesbianas se respetan poco, y casi el 50% percibe lo mismo para los derechos de las personas trans (ENADIS, 2022). En el ámbito laboral, la discriminación lleva al 26.1% de la población LGBTQIA+ a considerar el suicidio y al 14.2% a intentarlo, tasas tres veces superiores a la población general (ENDISEG, 2021).

Estas cifras contrastan brutalmente con el optimismo mainstream que presenta la lucha por los derechos LGBTQIA+ como una sucesión de conquistas graduales hacia la “plena igualdad”. Sin embargo, ¿qué significa realmente esa igualdad cuando se construye sobre los cimientos de un sistema heteronormativo que permanece intacto?



El espejismo del matrimonio igualitario


El matrimonio entre personas del mismo sexo, esa gran bandera del movimiento, ilustra perfectamente esta paradoja. Lejos de cuestionar la institución matrimonial como dispositivo de control social, el activismo hegemónico ha optado por replicar sus códigos y estructuras.


“En México, el movimiento LGBTQIA+ ha avanzado en derechos formales como el matrimonio igualitario, pero esto a menudo implica adaptarse a las estructuras heteronormativas en lugar de transformarlas. La lucha queer debería desafiar las normas de género y familia, no solo buscar aceptación dentro de ellas”, señala la activista Gloria Careaga (Revista de Estudios de Género y Sexualidades, 2020).


El resultado es revelador: se ha normalizado una versión “gay-friendly” de la familia nuclear tradicional, mientras que las formas alternativas de parentesco, cuidado y convivencia siguen siendo marginalizadas.


Esta lógica asimilacionista permea también otros ámbitos de la lucha. Los programas de inclusión educativa, por ejemplo, se centran en “tolerar la diversidad” más que en desmantelar los mecanismos pedagógicos que producen y reproducen la normatividad de género. Se enseña a “respetar” a las personas LGBTQIA+, pero se mantienen intactas las estructuras curriculares que siguen construyendo la heterosexualidad como lo esperable y todo lo demás como excepción tolerada.



Los espejismos internos: cuando reproducimos lo que combatimos


Pero la crítica más incómoda llega cuando volteamos el espejo hacia adentro. Porque resulta que nuestras propias comunidades han reproducido, con pasmosa fidelidad, las mismas estructuras de poder que supuestamente combatimos. En la comunidad gay masculina, por ejemplo, la obsesión con los roles de “activo” y “pasivo” no es solo una preferencia sexual.


“La comunidad homosexual en México muchas veces replica los esquemas patriarcales que dice combatir, como los roles de activo y pasivo, que reflejan una lógica de dominación y sumisión heredada de la heteronormatividad”, explica el sociólogo Jorge Mercado Mondragón (NBC News, 2021).


Esta reproducción de roles se extiende a otras dinámicas igualmente problemáticas. La cultura gay ha desarrollado sus propias formas de misoginia. En las aplicaciones de citas proliferan los perfiles que especifican “solo masculinos”, “no afeminados”, “discretos únicamente”, como si la expresión de género no normativa fuera una especie de deformación.



El vampirismo sexual como síntoma


Más problemático aún es lo que podríamos llamar el “vampirismo sexual” que caracteriza gran parte de la cultura gay contemporánea.


“Las aplicaciones de ligue han convertido la sexualidad en un mercado donde las personas se consumen como productos, alejándonos de una liberación sexual que debería ser sobre conexión y respeto mutuo”, advierte el activista Enrique Torre Molina (NBC News, 2024).


Esta dinámica convierte el placer en una mercancía que se extrae del otro sin reciprocidad ni consideración, reflejando una cultura de la inmediatez que ha permeado todas las esferas de la vida social, pero que en el ámbito de la sexualidad adquiere dimensiones particularmente alienantes.



Alternativas desde los márgenes


Frente a esta crisis, emergen propuestas alternativas desde los propios márgenes del movimiento. La demisexualidad y la sapiosexualidad, por ejemplo, reivindican formas de relacionarse que priorizan la conexión emocional e intelectual.


“La liberación sexual no debe confundirse con la inmediatez del placer físico. Construir vínculos emocionales profundos puede ser una forma más plena de vivir la sexualidad, especialmente para quienes priorizan la conexión personal, como en la demisexualidad”, afirma Iván Tagle, director de YAAJ México (Americas Quarterly, 2020).

Estas perspectivas no pretenden imponer una nueva normatividad, sino ampliar el espectro de posibilidades relacionales.



La interseccionalidad como urgencia, no como concepto


Mientras el activismo urbano y de clase media discute sobre matrimonio y adopción, las realidades más brutales de la exclusión se viven en los márgenes: mujeres trans trabajadoras sexuales frecuentemente explotadas y violentadas; jóvenes indígenas expulsados de sus comunidades por su orientación sexual, personas mayores LGBTQIA+ en situación de abandono.


“La interseccionalidad es fundamental para entender cómo la orientación sexual se cruza con la raza, la clase o el género. Para las mujeres trans trabajadoras sexuales o los indígenas LGBTQIA+, no es solo teoría, sino una cuestión de supervivencia frente a la violencia y la exclusión”, señala Estuardo Cifuentes, activista de Lawyers for Good Government (Human Rights First, 2022).


Esta fragmentación del movimiento se refleja también en las propias dinámicas internas de discriminación. El racismo en los espacios gays, la misandria en los ambientes lésbicos, la transfobia entre gays y lesbianas, son síntomas de comunidades que no han logrado desmontar completamente los prejuicios que las atraviesan.



Los límites de la representación mediática


La visibilidad, otro de los grandes logros celebrados, también requiere una lectura crítica.


“La visibilidad de las personas LGBTQIA+ en los medios mexicanos a menudo se reduce a personajes estereotipados que no amenazan la heteronormatividad, como el gay divertido pero desexualizado o la lesbiana que encaja en moldes tradicionales”, analiza Alex Orué, director de It Gets Better México (Americas Quarterly, 2020).


A menudo, las personas trans se nos presentan como fenómenos no exentos de comicidad.



Hacia una agenda post-asimilacionista


¿Cuál sería entonces una agenda verdaderamente transformadora? “No basta con pedir derechos dentro de un sistema que nos margina. La lucha LGBTQIA+ debe desmantelar las estructuras de opresión que nos obligan a justificar nuestra existencia”, decía Jesús Ociel Baena, activista y magistrade no binarie, asesinado en noviembre de 2023 (NPR, 2023).


Esto implicaría una autocrítica despiadada de nuestras propias comunidades, reconociendo que reproducimos estructuras de poder, que tenemos nuestros propios privilegios, que ejercemos nuestras propias formas de violencia.


Significaría también defender el derecho a otras formas de relación más allá de la pareja, a las familias elegidas, a las identidades fluidas que no encajan en las categorías LGBTQIA+. Implicaría cuestionar la medicalización de la transexualidad, el capacitismo en los espacios de la diversidad, el adultocentrismo que invisibiliza las experiencias de las infancias diversas.



El reto de la transformación interna


Paradójicamente, esta radicalización no implica abandonar la lucha institucional, sino complejizarla. Los observatorios, las defensorías especializadas y las políticas públicas siguen siendo necesarios, pero como herramientas tácticas dentro de una estrategia más amplia de transformación social.


“La tolerancia es una trampa que nos mantiene pidiendo permiso para existir. La libertad queer se conquista desafiando las normas y construyendo espacios donde no necesitemos la aprobación de nadie”, sentenciaba Patria Jiménez, activista lesbiana y exdiputada (Encuentro de Lesbianas y Feministas Lesbianas, 1999).


La historia del activismo LGBTQIA+ en México está lejos de haber terminado. Sus próximos capítulos dependerán de la capacidad del movimiento para mantener viva su dimensión contestataria, para resistir tanto la tentación de la comodidad institucional como la comodidad de reproducir acríticamente las estructuras que dice combatir. Porque al final, no se trata de ser tolerados, sino de ser libres. Y la libertad, a diferencia de la tolerancia, nunca se negocia: se conquista.


La revolución queer sigue pendiente. Y tal vez sea hora de admitir que le enemigue también está en casa.

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