top of page
  • Foto del escritorCámara rota

El amor abandonado



Por Aldo Barush


Era una fría noche de la Ciudad de México, de… cualquier día, ya no importaba, ya no había María Teresa en mi vida, ya nada me importaba, al fin escuché las palabras que hube de aplazar dos años:


-Es mejor que ya no nos veamos. Me dijo, María Teresa.


Y se fue. Y ahora sí; para siempre.


Siempre lo imaginé (¿o siempre lo supe?) Siempre traté de ensayar el dolor que sentiría cuando llegara aquella sentencia, pero ni en los más dolorosos ensayos me acerqué al dolor que sentí en esos momentos. Ah, ese vacío horrible que se siente en el pecho, ese vacío y llano agujero negro que se forma dentro del cuerpo y succiona todo y se lleva todo, todas las miradas, todas las risas, todas y todas las caricias, todo y todo el cariño (¿cariño?) todas y todas las vivencias, al fin serán recuerdos y solo eso, ni más ni menos. Ya no había María Teresa y no sabía cómo entenderlo. De un momento a otro pasaron horas y el hilo de pensamiento que comenzó imaginando mi vida sin María Teresa me llevo a una disertación y un debate interno sobre el suicidio. Jamás juzgaría a nadie por un suicidio, jamás juzgaría sus razones, si alguien, alguna vez me dijera que se quiere suicidar, porque el dolor que siente es insoportable y ya no le encuentra sentido a nada, no lo impediría, solo él sabe lo que lo ha llevado a semejante acto, respetaría su decisión. Por supuesto, yo jamás lo haría, ni por muy dolor ni por muy María Teresa que pudiera causarlo. Antes que ahondara más en mi pensamiento interno sobre el suicidio decidí salir y dejar de pensar tanto en eso, no quería despertar la curiosidad de la pulsión de muerte que todos tenemos. Entonces salí a caminar, esperando consuelo en las solitarias y frías calles que me ofrecía la madrugada de la ciudad de mexico. Y lo hice. Al tiempo que caminaba y pasaba calles y solitarias calles, me hacía todas y cada una las preguntas que uno ha de hacerse cuando lo deja el amor de su vida, me las hice una y cien veces. Y cien veces más:


-¿Por qué mi amor se fue? ¿Qué pude hacer para que mi amor se quedara? ¿Cuál ha sido el error? ¿Qué no vi? ¿Cuándo la perdí? ¿Por qué hube de conocerla si no habría de ser para mí? ¿Por qué no me ama si yo la amo? Más importante y más doloroso aun: ¿Por qué nunca ha de amarme y porque siempre he de amarla yo? ¿Por qué y porque? María teresa… ¿Por qué?


Pero llegó el fin de mi largo andar, ya es hora de dejar de caminar, porque ya es hora de dejar a María Teresa. Así que llegué a mi destino. Coincidencia o no, el destino al que llegué fue el lugar donde vive María Teresa, solo quería verlo por última vez, y me disponía a tomar un taxi y regresar a mi casa, pero recordé que cerca de ahí había un café, era el café al que íbamos siempre, era el café de Constitución, y pensé en acercarme y verlo por última vez, solo eso (¿Solo eso?) o tal vez no, tal vez quería acercarme y que de pronto llegara María Teresa y me dijera que todo lo que sucedió, en realidad no paso, que era un día como los de antes, y era una cita como las de antes, y que me quería como antes. Quería que todo fuera como antes. Así que me acerqué con la esperanza de que eso ocurriera, pero no; Llegué al café y no había nadie, no había María Teresa, no había un día como los de antes, no había una cita como las de antes, y no me quería como antes, nada era como antes. Solo había un hombre esperando a nadie, solo había Gabriel Bertucheli sin María Teresa. Pero nadie estaba en el café, excepto que sí había alguien: Afuera de ese café hay una banca donde me sentaba con María Teresa a platicar, y cuando no había de acompañarla a la puerta de casa ese era nuestro punto de despedida; obviamente fue el lugar donde la vi por última vez. Y en esa banca, había un hombre sentado. Era un hombre más o menos de mi edad y más o menos de mi complexión, más o menos parecido a mí. Vestía absolutamente de negro, llevaba una chamarra y el gorro de esta le cubría la cabeza, tambien llevaba mascarilla y lentes negros, y lo que más llamaba la atención era que estaba llorando, apenas soltaba unas cuantas lágrimas, como reprimiéndolas, tratando de guardar la compostura para nadie, estaba completamente solo. Eran lágrimas de tristeza y lágrimas de ira, pero a fin de cuentas lágrimas recorrían y descendían de sus ojos pasando por el rostro triste y enojado de aquel hombre en la banca. Ninguna pena me ha rebasado tanto como para llorar en público, de hecho ninguna pena me ha rebasado tanto como para llorar, pero si aquel hombre habría de hacerlo, es porque aquel hombre necesitaba, por lo menos, alguien a quien contarle su pena, y me ofrecí. Me acerque a ese hombre desdichado y me senté a un lado, y le pregunte que lo afligía, el respondió:


-Una mujer.


Inmediatamente sentí una identificación con él y comenzamos a hablar de la pena que compartíamos.


-Es que un día conocí a esa mujer. Me dijo.


-Y era la mujer perfecta. Repliqué.


-Exacto, porque teníamos un interacción como nadie.


-Jamás se vio a un hombre y una mujer tener una interacción así.


-Si alguien nos vio convivir, lo que vio eran fuegos artificiales.


-Y jamás nunca había un segundo donde no estuviéramos siendo felices.


Ambos complementábamos la frase anterior, o la siguiente, para describir a la mujer que amamos de forma perfecta, casi increíblemente, de no ser porque estaba pasando, entonces ambos, al mismo tiempo, hicimos una pausa, y suspiramos… y llegó el pesar.


– ¿Y qué pasó? Le pregunté.


-Entonces le di mi amor, le di los momentos más amorosos que podía, las palabras más románticas, las caricias más pasionales y las vivencias más lúcidas y afectuosas para florecer el más grandioso y fantástico amor. ¿Y entonces que hizo ella?


-Entonces te dio ilusión, te dio los momentos más ilusorios que podía, las palabras más mentirosas, las caricias más engañosas, y las vivencias más lúcidas y falaces para nunca florecer el más grandioso y fantástico amor. Eso hizo.


-Sí… me respondió con gran pesar.


Y yo le dije que lo entendía perfectamente, que a mí, ella me había dejado hacía unas horas apenas, y él me respondió lo mismo: Que a él, ella lo había dejado hacía unas horas apenas, ahí, en ese mismo café donde nos encontrábamos la mujer que ama hubo de abandonarlo. Ah, pobre hombre era aquel y pobre hombre era yo. Entonces, describiendo exactamente mi sentir, ese hombre hablo de nuevo:


–Ahora amo a quien no me ama, quiero que se quede para siempre la que nunca más estará aquí. Mi corazón se quedará en ella y en mí estará siempre su vacío. Yo le entregué todo y ella, al contrario: Me dio nada, y aún así, eso fue suficiente para que yo me enamorara, Y… ¿Qué hare sin ella? ¿Quién soy yo sin ella? ¿A quién le digo que es perfecta si ya no está? ¿A quién le digo que su rostro es más bello que la belleza? ¿A quién le digo que su risa es más alegre que la alegría? ¿Y a quién le digo que su partida es más dolorosa que el dolor? Ya no hay ella y por lo tanto ya no hay yo.


Y terminó de hablar.


Quería ofrecerle algún consuelo, pero el consuelo lo necesitaba yo al escuchar esas palabras, precisas y dolorosas palabras, tristemente adecuadas, flagelantemente identificables. Solo nos quedamos en silencio, como si a ambos nos hubieran arrancado la vida. Pasaron segundos y recordé mi disertación sobre el suicidio y le hice la siguiente pregunta:


-¿Qué piensas del suicidio?


-jamás juzgaría sus razones, si alguien, alguna vez me dijera que se quiere suicidar porque el dolor que siente es insoportable y ya no le encuentra sentido a nada, no lo impediría, solo él sabe lo que lo ha llevado a semejante acto, respetaría su decisión. Me respondió.


En ese momento quedé tremendamente sorprendido por haber escuchado exactamente las mismas palabras que pensé hace apenas unas horas en mi casa.


-Opino lo mismo. Le dije.


-Qué bueno. Entonces espero que respetes mi decisión y no trates de impedírmelo, porque estoy a punto de hacerlo.


Yo me quedé absolutamente trastabillado y sorprendido por lo que dijo, y al mismo tiempo confuso y expectante por saber si lo que dijo lo iba a cumplir realmente. Y así fue, siguiendo las palabras que hubieron de profetizar su fatídico destino momentos antes; lo hizo: Saco un cuchillo y clávaselo en el corazón, después cayó al suelo, como cae alguien que ha sido derrotado quien sabe por quién. Yo solo me quedé impávido mirando aquella fatídica escena, quedé en shock durante unos momentos y cuando hubo de pasar, pensé en irme… pero me dio curiosidad, ¿Quién habrá sido aquel hombre que ha muerto? Lo único que podía hacer para rendir cierta empatía era conocer la identidad de aquel hombre infortunado. Y eso hube de hacer. Me acerqué al cuerpo en el suelo y tomé su cartera; la revise y encontré la foto de su enamorada y la miré:


– ¿Qué es esto? – dije con total y absoluta confusión y sorpresa. Lo que encontré fue la foto de María Teresa.


– ¿Es que acaso estábamos enamorados de la misma mujer?


No me lo podía explicar, así que seguí hurgando en su cartera, necesitaba saber la identidad de aquel sujeto y encontré su identificación, no ha habido mayor sorpresa para mí en la vida que la que tuve al leer el nombre de ese hombre. Poco a poco vi la credencial y leí su nombre: El nombre que leí era: "Gabriel Bertucheli".


– ¿Pero acaso es posible tanta coincidencia? Compartimos la misma mujer, y el mismo nombre…


Entonces sigo descubriendo la credencial mientras trataba de encontrarle sentido a lo que estaba ocurriendo, necesitaba mirar el rostro, y al tiempo que voy descubriendo la credencial se me revela el rostro de aquel desgraciado hombre… y lo miro…


-Ah, ya lo imaginaba. Digo.


–Hoy murió un enamorado, hoy murió un hombre que ama, hoy murió Gabriel Bertucheli… hoy morí yo. Aquí, en el café de constitución.


Entradas Recientes

Ver todo

Siesta

bottom of page