Endiamantado: astillas de un espejo torcido
- Alejandro Juárez Zepeda
- 17 abr
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 23 abr

Por Alejandro Juárez Zepeda
A Luis Fernando Colinas, mi hermano pequeño, el que sigue
Las canciones de hoy son espejos torcidos, reflejos de una sociedad que se mira sin reconocerse. Hablan de valores que no son valores, de narrativas que no narran nada más que el vacío de una época.
Endiamantado de Natanael Cano no es más que la síntesis de esta sociedad necrófila, sexista, materialista, que Calderón desenterró con su guerra fallida. Una guerra que multiplicó la violencia, que ensució las manos de su propio gobierno, que Peña heredó como un desequilibrio crónico, y que AMLO pactó, convirtiendo a los criminales en sombras gobernantes. Las plazas, antes oscuras, ahora tienen legitimidad política. Así están las cosas.
Y sin embargo, yo me pregunto: ¿qué hemos hecho de nosotros mismos? ¿Durante la administración de AMLO, se habló de ranchos de adiestramiento y exterminio, de hornos crematorios, de un Auschwitz del Bienestar?
Y ahora, los niños —esos niños que deberían soñar con cielos claros— dicen querer ser sicarios, servir a las cuatro letras o a cualquier otro nombre que el miedo haya consagrado. Da lo mismo si es CJNG, los Chapitos, la Unión Tepito o cualquier otra bandera de sangre. No hay diferencia. Son cuerpos, no personas; objetos que se deshacen, que se disuelven en la nada.
Cuando yo era adolescente, las cosas eran distintas, o al menos así lo recuerdo, desde esa perspectiva idílica, aparentemente, que es la clase media. El mundo del crimen era tabú; los delincuentes eran sombras que evitábamos, y aunque éramos desmadrosos, había una moral cierta a la que podíamos asirnos. Hoy, los niños son delincuentes y no tienen código. Son pura desolación, pura disolución. Sus anti-himnos lo celebran, lo normalizan. Todos los cantan sin saber lo que dicen, y al cantarlos una y otra vez, la barbarie se instala entre nosotros, nuestra humanidad —esa posibilidad frágil de lo sublime, de lo trascendente— se pierde en el ruido.
Antes, la poesía, la lírica, se ocupaban de lo eterno, de lo que escapa al tiempo. Ahora, los trovadores cantan acumulaciones: la lana, los logros materiales (“me compré mi primer Cayenne a los dieciséis”), el exceso que no cura, que no compensa la pobreza o la violencia de una infancia rota. Desesperación disfrazada de brillo, de botellas de “Red Rosé” y marcas como Gucci o Louis Vuitton que no llenan el vacío, que no cierran la herida de la exclusión.
Si me preguntaran qué hacer con ellos, diría que los entiendo, pero que ya no hay vuelta atrás. He vivido demasiado tiempo entre esas personas para creer en su redención. Que se destruyan entre sí, si eso es lo que quieren.
Pero lo que me inquieta, lo que me quita el sueño, es su contagiosidad. Mi hermana me contó que mi sobrino, un niño de la clase media, sobreviviente de un mundo que le ha dado de más, le pidió una chamarra Gucci “como la de Natanael Cano”. Él es listo, afortunadamente, pero ¿cuánta inteligencia hace falta para resistir el canto de esa chamarra, de esa vida endiamantada, siempre volada, brindando con champán?
No quiero verlo así. No quiero que Moshi —mi sobrino— se pierda en esa ilusión vacía. Espero que escuche otra música, que encuentre otro eco, otro silencio donde quepa todavía la posibilidad de ser humano.
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