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  • Foto del escritorCámara rota

Escena nocturna



Por José Javier Gálvez


Un gato camina delicadamente sobre un muro al que acaba de trepar. Sortea con agilidad pero sin prisas los pedazos de botellas de vidrio estratégicamente colocados para evitar intrusos que pretendan entrar escalando ese mismo muro. El gato, sin embargo, va de adentro hacia afuera, no de afuera hacia dentro, con lo que la misión de los pedazos de botellas de vidrio no se ve entorpecida.


Es medianoche. El gato se detiene y se sienta en un borde libre. Observa la calle con atención y maúlla suavemente. Un árbol que cae en medio de un bosque no hace ruido si no hay nadie para escucharlo, pero el maullido de un gato siempre hace ruido aunque nadie lo escuche, porque es tan parte de la noche que su ausencia sería lo mismo que la presencia del sol. No hay noche sin el maullido de un gato, pero esta ya es noche porque ya ha maullado un gato.


El mismo gato cuyo maullido constituye un acto declarativo de la noche da un brinco desde lo alto del muro y cae con gracia sobre la acera. Sus ojos muy abiertos observan el entorno con cautela y sus orejas parecen acrecentarse unos milímetros con cada sonido. El gato se da media vuelta y comienza a caminar con pasos cortos y rápidos muy pegado al muro del que acaba de aparecer.


Unos metros más adelante, un local desprende una luz blanca bastante débil y temblorosa. Del local viene alguna música popular, aunque ese dato sin duda no interesa en lo más mínimo al gato. Lo que sí le interesa es la gente dentro del local. Beben cervezas y hablan de fútbol con las barrigas escurriéndose por debajo de sus camisas sucias. No le prestan atención a lo que sucede afuera, pero el gato atraviesa la escena acelerando el paso y girando brevemente la cabeza para observar el interior del local. Un instante le basta para reconocer las latas de coca-cola, las bolsas de chucherías que cuelgan en tiras brillantes del techo y los panquecitos detrás del mostrador de vidrio.


Ninguno de los hombres voltea a ver al gato, pero la vista es muy breve. El hambre, en cambio, apremia muchísimo. Mientras deja atrás la pequeña abarrotería, piensa en todo lo que habría podido comer dentro de ella. Pero es muy peligroso. Entrar y robar un paquete de salchichas supondría una odisea no solo difícil de lograr, además conseguiría sin duda algún puntapié en la cabeza o el golpe de una escoba sobre el lomo.


El suspiro del gato, casi imperceptible, se deshace en el viento de la medianoche, que golpea la pequeña nariz, ya reseca y sucia. Sus ojos comienzan a humedecerse de la desesperación. Siente cómo ha perdido las fuerzas, siente el rugir de su estómago en protesta, siente la vista nublada y el ánimo felino por los suelos sucios y malolientes que recorre.


Un olor despierta sus sentidos. Algunos metros más adelante un ratón husmea el cubo de basura que yace sobre la acera frente a una casa. De un gato -cualquier gato- se esperaría una facilidad natural para cazar al ratón, pero para un gato que nunca ha salido de casa hasta ahora la cosa no es tan sencilla. El instinto pelea contra la costumbre humana de antropomorfizar a sus mascotas y suplir la falta de bebés humanos. El gato nunca ha cazado nada más que algunos insectos menores, pero la cosa, cree, no puede ser tan distinta.


Se acerca cautelosamente, su cola, ahora elevada sobre su cuerpo, se balancea lentamente de un lado a otro. Ha encogido el cuerpo contra el suelo y da pasos largos y muy lentos en dirección al basurero del que provienen pequeños ruidos y el olor inconfundible de un ratón callejero.


Ignora, sin embargo, que una lección básica de la caza de cualquier ser viviente empieza por reconocer que éste seguramente evitará ser cazado. El ratón del cubo de basura no es, más allá de su aspecto físico, parecido en nada a los múltiples y muy onerosos ratones de juguete a los que el gato está acostumbrado.


El ratón no tarda más que unos segundos en percibir sobre su diminuta espalda la pesada mirada de deseo (un deseo absolutamente violento y asesino) y locura del gato. Se dará vuelta entonces y, con un chillido de alarma, escapará por algún callejón aledaño, sin que los torpes saltos del gato puedan hacer nada para detenerlo.


El fracaso de la misión alimenticia debería provocar en el gato una profunda decepción, una humillación causada por su incapacidad de continuar con la tradición cazadora que ha hecho sobrevivir y evolucionar a su especie por millones de años. Pero es un gato doméstico, y no siente más que hambre y desesperación.


Continúa entonces, atravesando calles desconocidas, avenidas desiertas y múltiples casas que no reconoce más que como recintos que encierran todos los manjares que en ese momento desea engullir.


A medida que avanza, la experiencia sensorial que constituye aquel viaje le parece más nauseabunda, más saturada de olores, sonidos, sensaciones y luces que todo aquello a lo que está acostumbrado. El tiempo no ha dejado de transcurrir, inexorable ante las desgracias felinas, aunque de eso, una vez más, el gato no tiene consciencia.


En una forma bastante más instintiva que racional, el gato reconoce que quizás la única forma de llenar el estómago vacío sea volver a casa. A esas alturas, sin embargo, se encuentra ya demasiado lejos. El camino de vuelta le tomará al menos una hora.


A falta de alternativas, el gato da media vuelta y emprende el viaje de vuelta. El cielo empieza a aclarar y anuncia la madrugada con su forma particular de atenuar la oscuridad levemente y por pocos, como quien aclara con leche un café muy oscuro. En las grandes ciudades la madrugada también la anuncia un crescendo de la actividad humana que se materializa en el tránsito vehicular en las calles y las luces encendidas en los cuartos de baño dentro de los hogares.


El gato debe ahora ser más cauteloso, porque hay más gente en la calle y aquello supone más peligros. Pero que sea lunes, y tan temprano, también significa que las mentes humanas aún siguen atontadas y que nadie pondrá su atención en un gato flaco y sucio que deambula por las calles en busca de comida.


Con más velocidad y menos miramientos, el gato deshace el camino andado, atravesando las calles malditas y hostiles, el cubo de basura que sirvió de restorán al ratón que huyó despavorido y la tienda de la que ya han desaparecido los hombres que bebían cerveza y discutían sobre fútbol.


El gato se detiene frente al muro de donde apareció inicialmente y levanta la cabeza. Calcula con precisión sus movimientos y en un ligero y potente salto alcanza con dificultad la orilla superior. Sortea los pedazos de botellas de vidrio incrustados en el borde, esta vez sí inutilizando el infalible sistema de prevención de entradas.


Se acerca hacia la puerta de la casa y maúlla varias veces, cada vez con más fuerza que la anterior. Pasan algunos minutos y no recibe respuesta.


Rodea la casa por el jardín sucio y maloliente y busca con la mirada la ventana por la que salió. Está, como cuando abandonó el recinto, ligeramente entreabierta. Por unos segundos, su cerebro le avisa que el salto debe ser preciso, pues la ausencia de alféizar y el poco espacio no le permiten hacer un ingreso cómodo.


Da el salto y lucha por sostenerse con las garras de cualquier cosa que haya dentro. Entre jadeos, patalea fuertemente con las patas inferiores contra la pared, y siente en sus costillas el golpe duro y arrastrado de ambos bordes de la ventana apenas abierta.


En cuanto entra, un olor fétido golpea su pequeña nariz, que automáticamente se arruga. El gato avanza por el estudio y atraviesa un pequeño pasillo. Dentro todo está más oscuro pero sus pupilas se dilatan con rapidez y no tarda en acostumbrarse a la falta de luz del interior.


El gato maúlla con tristeza, y se dirige tembloroso y hambriento al cuerpo del hombre que yace sobre el suelo de la sala, en el que lleva ya tres días inerte.


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