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Foto del escritorGuillermo Martínez Collado

Excavaciones



Por Guillermo Martínez Collado



1


Cuando era un renacuajo iba a menudo a casa de los vecinos. Tenían una de esas videoconsolas nuevas que molaban tanto, de la marca Nintendo. En el mando había un par de botones y un joystick en forma de cruz para controlar la dirección. Aunque amontonaban una buena colección de juegos, siempre estaba puesto el Super Mario. Echábamos el rato saltando encima de las tortugas y matando bichos en aquella enorme televisión de tubo catódico. Me podría haber pasado horas allí, si no fuera porque su madre acababa desquiciada y nos echaba a hostia limpia. 


A veces el abuelo se apiadaba de nosotros y nos daba un billete. El viejo decía cualquier cosa para templar los ánimos antes de soltarnos unos duros.


–Chavales. Me compráis un paquete de tabaco y os quedáis la vuelta para compraros unas chucherías. Pero ahora iros a tomar por el culo porque Lorena se está poniendo de mala leche.


La madre de Javi y Chus estaba separada. Se pasaba el día con el fumeque y dándole caña a las litronas de Mahou Clásica. Trabajaba en algún sitio por las noches, y debía tener pasta, porque siempre les compraba cosas chulas a los dos cabroncetes. Se empeñaba en darles todos los caprichos que pidieran, ya fueran unos playeros J'hayber o un reloj Casio digital. Ellos se aprovechaban de la situación, aunque Javi, que era un par de años mayor que nosotros, siempre decía que lo odiaba.


–Ojalá no tuviera el puto Casio y nuestra familia fuera normal.


Yo detestaba que dijera eso. Miraba mis bambas heredadas y medio rotas y las comparaba con las suyas.


–Si tanto lo odias cámbiame los playeros, va.


Entonces Javi me soltaba una leche y yo me partía de risa. 


Íbamos a por los cigarros de su abuelo y le sableábamos tres para fumarlos juntos detrás de la plaza. El viejo debía ser legal, porque nunca dijo una palabra. Mis padres notaban el olor cuando llegaba a casa y me reñían. Yo decía que había estado con los vecinos y que eran ellos los que le daban al fumeque. Decía que el olor se me pegaba a la ropa y que no había dado una sola calada. Mi padre se encendía. 


–Los vecinos. No me gusta un pelo que andes con ellos. Son una mala influencia.


Una mala influencia. Me daba la risa. Para mí ellos eran mi familia, mucho más que cualquiera de mis primos o mis tíos. 


Una tarde estábamos fumando nuestros cigarros detrás de la plaza. Javi llevaba la camiseta del Milán de Van Basten, de la marca Lotto. Rayas rojas y negras del mejor equipo de Europa. Yo no podía dejar de mirarla. Deseaba tener algo de pasta para comprarme una igual. En aquel momento parecía un artículo de lujo, al nivel de un descapotable o una casa en la playa. Empezamos a hablar de tonterías y a reír. Chus se levantó y se puso a imitar al profesor de religión, que tenía un deje extraño y hablaba como si fuera medio lelo. Nos reímos tanto que no escuchamos al coche llegar. Cuando nos dimos cuenta había aparcado y los dos tipos estaban cerca de nosotros. Nos cogieron a Javi y a mí, y yo me quedé paralizado. Chus echó a correr por puro instinto. En un santiamén había desaparecido de mi vista. Javi se puso a gritar.


–¿Qué cojones queréis? Como no me soltéis se lo voy a decir a mi padre.


El hombre le soltó una bofetada. Se quedó muy serio y luego se echó a reír. Su aliento olía a matarratas.


–Solo queremos que vengáis a dar una vuelta. Tenemos más cigarros y podemos daros unas garimbas. 


Me quedé mudo. Ni de coña pensaba subirme al coche con esos tipos. Javi me miró. Luego miró de nuevo al hombre más alto.


–De acuerdo. Si nos dais unos cigarros iremos con vosotros. Pero no hace falta que nos agarréis, joder. Estáis asustando a mi amigo.


Yo debía estar blanco del miedo que tenía. Los hombres se hicieron algún gesto. Noté como me soltaban. Entonces Javi le metió tal patada en los huevos al tipo alto que le subió las canicas al cerebro. Pasó un segundo que me pareció una eternidad, hasta que por fin Javi me gritó. 


–¡Corre, Rodri!


Salí de allí por patas, echando el sprint de mi vida. Llegué al parque y seguí hasta encontrar el bar donde estaba mi padre. Le conté toda la historia y pasamos por detrás de la plaza acompañados de varios parroquianos, pero no había rastro de Javi. Yo no lograba recordar el color ni el modelo del coche de aquellos tíos. Estaba muerto de miedo y lloraba. Al rato dimos con Chus, que permanecía oculto detrás de la marquesina. Se montó un buen revuelo, con varios coches de la Guardia Civil y muchos vecinos organizando un operativo. Fuimos a buscar a su abuelo, su madre tardó un par de horas en aparecer. No hacía más que gritar y echar juramentos. Un policía nos llevó a los soportales para hablar con nosotros. Hizo el papel de madero comprensivo. Nos preguntó si queríamos algo. Yo lo pensé un segundo.


–Me gustaría fumar uno de esos cigarros.


El tipo se descojonó y me encendió un Marlboro. Pude tranquilizarme y hacer memoria. Les conté toda la historia. En cualquier caso no sirvió de nada. Pasaron varias horas hasta que llegó alguna información. La vieja que vivía al lado de la estación de tren les llamó por la tarde. Aseguró haber visto a los dueños del coche aparcados en el solar abandonado que había junto a las vías. Cuando dieron con ellos estaban medio trompas, manchados de barro y arcilla. Les dieron una paliza y los mandaron al talego. Algo debieron contar porque en seguida se preparó un contingente. Los voluntarios cavaron durante días. Movieron toda la tierra de aquel lugar, pero nunca volvimos a ver a Javi. Su abuelo esperó a la entrada de los juzgados con la escopeta escondida. Dos cartuchos le bastaron para hacer un acto de justicia divina. Yo nunca había visto moverse tanta tierra, ni pensé que podía tragarse un cuerpo de aquella manera.


2


Estaba cavando la zanja cuando vi la llamada. No lo cogí, no me hizo ninguna falta. Ya sabía de qué iba la cosa. Seguí manejando la pala excavadora. Llevábamos algo de retraso en aquella obra y los dueños empezaban a estar un poco inaguantables, ya me entiendes. Que si dijiste que la obra estaría para Semana Santa, que si por el precio que pagamos ya tendría que estar hecho. Ese tipo de mierdas. 


Saqué el último cigarro de la cajetilla y me dije que no fumaría más hasta el día siguiente. Los chicos empezaban a hacerse los remolones y a mirar la hora. Era evidente que nadie quería quedarse allí más tiempo del necesario. Apagué el motor y me bajé. 


–De acuerdo, está bien por hoy. Podéis ir recogiendo.


Iván me miró mientras daba un trago de agua.


–¿Te vienes a tomar una?


Dejé el casco en el asiento del copiloto y me cambié de chaqueta. Sacudí el polvo anaranjado que se amontonaba en mis pantalones  y me dispuse a subirme a la furgoneta. 


–Hoy no puedo. Tengo que ir a ver a un cliente.


Noté su mirada de sospecha.


–Siempre pensando en trabajar.


–Ya me conoces.


Me dirigí a Ribadesella y di un par de vueltas hasta que conseguí aparcar, para entonces ya era de noche. Llevé la mano a mi bolsillo, recordé que no me quedaba tabaco y eché unas pestes. Cuando llegué a la cafetería aún había algunas personas apurando sus bebidas. Pedí un solo descafeinado y me senté en la barra a esperar. En los altavoces reproducían la misma canción de REM de todos los días. La chica se puso a limpiar los filtros de la máquina. Miré la hora en mi reloj, estaban a punto de cerrar . Escuché la voz del encargado, que entraba por la puerta.


–Aún llevas ese maldito Casio.


–Hay cosas que no cambian. Como la falta de puntualidad. 


Hizo como si no escuchara mi comentario. En verdad era algo que me irritaba. Poco después apareció Luis, que pasó de largo y se sentó en una de las mesas del fondo. Cuando llegó el teniente, Jose hizo un gesto a la camarera. Invitaron a salir a los dos clientes que quedaban y la chica se despidió. El encargado bajó las luces y apagó la música. Todos nos sentamos en la misma mesa. Empezaron a hablar de fútbol. Las típicas tonterías del Sporting y del Oviedo. Tenía tantas ganas de fumar que me estaba irritando. Hubiera dado lo que fuera por una colilla en ese momento. El teniente debió darse cuenta porque cambió de tema drásticamente. Vestía una de esas camisas estampadas tan de moda, que lucía demasiado apretada. Se sirvió un vaso de licor de guindas y posó unas fotos encima de la mesa junto con una carpeta de cartón en la que había papeles impresos.


–Vamos al grano. Este es el tipo del que os quería hablar. Lleva unos días por aquí, quizás os lo habéis cruzado por la calle.


Eché un vistazo a las instantáneas. Conocía al hombre, era difícil no haberse quedado con su cara. Un indigente canoso con barba y pelo largo que arrastraba un carrito de la compra con sus cosas dentro. Tenía un gesto de auténtico cabronazo en su cara.


–En el dossier vienen sus antecedentes. Abuso de menores, acoso, ataque con arma blanca. Una puta joya. Hace unos días nos llamaron del polideportivo. Se coló en el partido de balonmano y asustó a una de las niñas en las escaleras. 


–¿En serio? ¿De verdad que no podéis detener a esta escoria?


–Mientras no haga nada ilegal, no. Podemos tocarle los huevos, pararlo, registrarlo. Pero no se le puede detener. Por eso creo que cumple los requisitos para que hagáis algo.


Me quedé mirando la foto. Los diminutos ojos que parecían llenos de ira.


–A mí me parece bien. Hagámoslo. 


Luis se aflojaba la corbata mientras daba cuenta de la cerveza que tenía delante. A la hora de la verdad, había demostrado ser un auténtico gallina.


–Ya visteis lo que pasó la última vez. No estoy seguro de que esto sea buena idea. Si se nos vuelve a complicar podemos tener un problema. 


–No se complicará si no metes la pata.


Di un puñetazo encima de la mesa. Por unos segundos todos se quedaron en silencio. Cogí un cigarro de la cajetilla del teniente. El tipo fumaba apestosos Lola. A pesar de todo, en esos momentos me supo a gloria. Podía notar las miradas.


–Vamos a hacerlo. No hay nada más que hablar.


3


Ese día salí de trabajar más temprano de lo habitual. Iván se extrañó tanto que se quedó mirando hacia mí. Arrugó el gesto, como de chavales, cuando salíamos del after y nos recibía un rayo de sol.


–¿A dónde se supone que vas?


–Tengo un asunto que resolver. Deja que los  chicos sigan un rato y luego recogéis. Se merecen un respiro.


Encendió un cigarro y se quedó con esa cara de pasmarote. Yo sabía lo que estaba pensando. Los chavales me contaron las preguntas que hizo tiempo atrás. Se pensaba que mis repentinas ausencias se debían a que tenía un lío con alguna fulana. Como me venía bien que pensara eso, dejé que aumentaran sus sospechas. Aunque no me hacía partícipe, notaba su irritación. Él jamás toleraría que fuera infiel a Vane o que pusiera en riesgo la estabilidad de mi familia. Eché a caminar hacia la furgoneta y arranqué sin darle tiempo a seguir preguntando. 


Pasé por casa para cambiarme de ropa. Dejé en la cesta las prendas sucias y fui a vestirme con el chándal negro y la gorra bien calada. Preparé la mochila con todo aquello que solía llevar. Guantes, cinta americana, bridas, un pasamontañas o una pequeña navaja multiusos eran algunas de las  cosas que no podían faltar. Apagué mi teléfono y lo dejé en el cajón de la mesita. Fui a la estantería y cogí el libro de historia. Era uno de esos falsos tomos con el interior vacío. Saqué el antiguo Nokia de pre pago que había en su interior. Comprobé que funcionara y luego me lo guardé en el bolsillo. Bajé al garaje a por la vieja furgoneta. No tenía ITV ni seguro, pero se mantenía como el primer día. Solo tenía que moverme con ella por los caminos de tierra y así no surgiría ningún problema. Me alegró que no estuvieran los niños, así no tendría que mentirles. Sin embargo, cuando me dispuse a salir, una figura me impidió pasar. Pude reconocer a Vane mucho antes de verle la cara. Sabía lo que iba a decirme, así que estaba preparado para contestar con evasivas.


–Pensé que lo habíamos dejado claro.


–Y así es. Te dije la verdad.


–Dime a dónde vas. 


–Tenemos que deshacernos de algunas cosas de la última vez. Se trata de dejarlo todo bien atado.


–Me lo prometiste. No más muertes. No podéis tomaros la justicia por vuestra cuenta. No es civilizado. 


–No más muertes.


Se cubrió los ojos con las manos. Trató de disimularlo, pero quedó bien claro que estaba llorando. Me acerqué y la abracé fuerte. No me gustaba verla así. Le aparté el pelo de la cara. Fijé la vista en algún punto del suelo y traté de sonar lo más convincente posible.


–Te lo juro. Se acabó. Lo de hoy no tiene nada que ver. No habrá más cuerpos que ocultar.


Mientras me alejaba en la vieja furgoneta me dispuse a colocar el espejo retrovisor. Su reflejo desapareció entre la oscuridad y el movimiento. Me alegró que se hubiera tragado mis mentiras. Tenía ganas de hacer lo que habíamos planeado. 


Pasé a recoger a Jose por el solar abandonado. Cinco minutos antes de la hora acordada sonó el teléfono. Era él. Su voz sonaba temblorosa.


–Ha ocurrido algo. Pasé por la farmacia. Rosa no tenía el veneno preparado. Me ha dado evasivas, no quiere colaborar más con nosotros. 


Tomé unos segundos para responder.


–Entonces tendremos que recurrir al plan B.


–Yo...creo que no tengo fuerzas para eso. Creo que mejor lo dejamos.


Encendí un cigarro mientras miraba mi reflejo en el espejo. 


–Tienes razón. Mejor lo dejamos.


–Espero que no te enfades conmigo. No tengo fuerzas para volver a hacerlo.


–Hazme un favor. Vete a la mierda y quédate allí un tiempo.


Arranqué la puta furgoneta y crucé el puente. Pasé el polideportivo para aparcar en la parte de atrás, pegado a la ría. A esa hora estaba desierto, hacía media hora que habían cerrado y el lugar parecía tomado por los mosquitos. Miles de ellos, arremolinados en torno a la luz de una farola, dibujaban una enorme nube por encima de mi cabeza. Poco después vi llegar al tipo. Como nos había dicho el policía, por la noche acudía a dormir en la bolera, que si bien no estaba totalmente cerrada, ofrecía un entorno resguardado. Además, se encontraba lo bastante apartado del pueblo. Eso significaba que no había peña que te molestara. El cabrón sabía lo que se hacía. Cuando me vio se quedó inmóvil. Le hice unos gestos para que se acercara.


–¡Eh! Ayúdeme por favor. No me arranca la furgoneta. Necesito que me alguien me empuje.


Parecía a punto de echar a correr. Saqué la cartera. Cogí un billete de cincuenta y lo subí por encima de mi cabeza.


–Por favor. Estoy desesperado. No tengo batería en el teléfono. Necesito su ayuda.


El hijo de puta se acercó despacio. Era evidente que no se fiaba. Llevaba la palabra pedófilo dibujada en la mirada. Tuve que contenerme para no saltar hacia él. Señaló hacia la furgoneta.


–¿Qué cojones haces aquí a estas horas?


–Nada legal. Necesito su ayuda.


Estiré el billete hacia él. Sonrió. Pude notar cómo se relajaba. Cogió la pasta y puso su mochila en el suelo. Antes de eso sacó su navaja y se la metió en el bolsillo. Tampoco era ningún tonto. Fue en dirección a la puerta.


–Yo conduzco, tú empujas.


Saqué del bolsillo mi pistola TASER y se la acerqué a la nuca. Comenzó a sufrir espasmos y de su boca brotó una baba amarillenta. Cuando se quedó inmóvil agarré su cuerpo por los pies y lo subí a la parte de atrás sin ningún cuidado. Su cabeza golpeó contra el suelo. Mientras lo amarraba con las bridas vi unas manchas de sangre. Eso significaba que tendría que ponerme a limpiar. Saqué el desengrasante y un trapo y me puse a frotar mientras silbaba una canción de los Red Hot.


4


Cuando llegaron los primeros chicos ya hacía un par de horas que estaba trabajando en el lugar. Me bajé de la pala excavadora y fui a saludarles. Iván fue el primer sorprendido.


–Joder. Tienes preparado el hueco de la piscina. ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Toda la noche?


–Tenía ganas de acabar con esto de una vez. Llamé al tipo de la grúa. Quedó en venir por la mañana y dejarla colocada. No tardará en llegar.


Nos pusimos manos a la obra todos juntos. Acabamos de allanar el espacio destinado a albergar la piscina y aseguramos los laterales. Yo no podía dejar de observar el montón de tierra aplastada. Varios metros por debajo estaba el cuerpo del hombre. Aún se movía cuando las paladas de tierra empezaron a caer sobre él. La emoción de las primeras veces fue dando paso a la indiferencia que empecé a sentir cada vez que ajustaba cuentas con alguno de esos malditos cerdos. Las dudas y las culpas simplemente no existían. A esas alturas ya solo deseaba que la cosa acabara lo más rápido que fuera posible. Justicia divina a toda velocidad. 


El camión apareció antes de lo previsto. La grúa enganchó la caja y la depositó con suavidad en el hueco destinado a albergarla. Dejé que fueran haciendo su trabajo. Saqué unos cigarrillos y fumé sentado en la furgoneta. En la radio sonaba una canción de Pearl Jam. Iván se acercó y cogió un pitillo de mi paquete.


–Pensé que lo habías dejado.


–Intenté hacerlo. Es imposible.


–Perdona si últimamente he sido pesado contigo. Has estado un poco raro. Me daba miedo que hicieras algo de lo que te pudieras arrepentir.


–Tienes razón. 


Se quedó mirando hacia mí hasta que seguí hablando. 


–Has estado un poco pesado.


Se partió de risa. Señaló hacia mi camiseta.


–¿Desde cuándo tienes la camiseta del Milán de van Basten?


–Hace muchos años. Pero solo me la pongo en días especiales. 


–Un equipazo.


–Un puto equipazo. El mejor de Europa.


Seguí fumando con la vista clavada en la tierra. De repente volví a sentir esas ganas. Ganas de toparme con una escoria como aquella y darle su merecido.

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