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  • Foto del escritorJuan Ignacio Valencia Díaz

La otra cara de Dios




Por Juan Ignacio Valencia Díaz


El hombre venía reciamente corriendo del norte hacia acá, y a veces miraba hacia atrás. Desde donde yo estaba pude ver que vestía pantalón de mezclilla y camisa de colores a cuadros. Sus pies levantaban arena y agua, por igual, y a cada paso corría más rápido. Yo a su espalda veía más mar, más rocas, y más nubes; un cerro grande, y más sol - que se estaba ocultando, tras del cerro, pues eran las horas del atardecer. Pero no vi nada que me pareciera de peligro. No pude, entonces, evitar preguntarme de qué o de quién estaba corriendo. O huyendo.


Yo estaba sentado en la arena. La pistola la cargué antes de venirme y la puse dentro de la mochila, escondiéndola entre las latas de cerveza, con el seguro puesto. Vestía un short y playera beige, con sandalias, y ese día elegí no peinar mi cabello ni afeitarme. El sol continuaba ocultándose a mi derecha, las olas reventando frente a mí y a mi izquierda la brisa del mar resoplaba. Abrí la primera cerveza y le di varios tragos. Miré luego a mi derecha y el hombre se veía más cerca. Es muy saludable correr en la playa, pensé, y le dí otro trago.


Mi música sonaba en mis audífonos. ' The Sounds of Silence' de Simon and Garfunkel, qué paradoja. Por segundos me sedujo el crujir de las olas al reventar sobre la arena, y perdí noción de lo demás. Miraba la espuma blanca levantarse 3 o 4 metros y reventar luego, y volver a levantarse y volver a reventar, y así. Después, a mi izquierda seguía la nada, y a la derecha el hombre, más cerca, seguía corriendo, ahora con las manos arriba, moviéndolas. Me tumbé en la arena y miré mi reloj. Todavía tenía tiempo de escuchar mi música y tomarme mis cervezas.


La luna se divisaba ya en lo alto, y un punto brillante junto a ella. Me quité los lentes oscuros, ya no los necesitaba. 'Morning has broken' sonaba en mis oídos. Comencé a tararearla. Abrí otra cerveza y seguí mirando la luna y el punto brillante al lado. ¿Qué demonios es ese punto brillante? me pregunté. Pero como sucede que no soy astrónomo, y nunca me interesó leer sobre la luna (salvo los poemas tristes y melancólicos que sobre ella se han escrito) no me pude responder. Acabé la cerveza y a punto estaba de agarrar la siguiente, cuando alguien me tocó al hombro. Me había olvidado por completo de él. Era el Por instinto, metí mi mano para tomar la pistola, sin sacarla. Me quité los audífonos.


-Oiga, necesito su ayuda – dijo, cuando voltee a verlo. Era el hombre que corría


-Disculpe, yo ya me voy - mentí. No solté la pistola.


-Mi casa se está quemando, necesito ayuda. Vivo al otro lado del cerro, en la otra playa... usted trae su troca...


-Yo solo vengo a la playa, y ya me voy, amigo. Lo siento, pero no puedo ayudarle

- volví a mentirle. No es usual que le digas a un extraño que en tu mochila traes una pistola cargada con dos balas, para suicidarte.


-Ayúdeme hombre, ande. ¡Mi mujer y mi hija están adentro y no pueden salir!


Sus ojos no mentían. La última pizca de humanidad que restaba en mí me lo dijo. Solté la pistola, voltee hacia la camioneta, y decidí ayudarle.


-Traigo botes que podemos llenar con agua.


-¡Gracias! - dijo mientras caminamos y nos subimos. Al hombre, que era alto, de piel zamba como dorada por el sol le llovían las lágrimas por sobre las mejillas, y tenía los ojos rojos y las manos crispadas.


Al ver su semblante, el de un hombre perdido y triste, me vino el recuerdo amargo. Íbamos ya a su casa y su mirada estaba perdida en lo que fuera que tenía delante. Sus ojos parecían inyectados de rabia y de tristeza, y el olor de sus palabras me dijo que había estado bebiendo. Mientras me hablaba de dónde estaban su mujer e hija, en el tremor de su voz también noté el terror del hombre que sabe que puede perder todo cuanto tiene, y poco puede hacer. Fue como verme en un espejo.


-De a la izquierda aquí, y toque el claxon, mis vecinos tendrán que ayudar.


Hice lo que me pidió el hombre, aunque miré alrededor y noté que había pocas casas. María y Daniela se me vinieron a la mente, con las sonrisas con que siempre las recuerdo. Metros delante pude ver el humo por encima del cerro. Tres personas salieron al camino. El sol amainaba ya, amenazando con dejarnos sin su luz. Perdí la mirada yo también. Pero pisé el acelerador y puse a Dios en mi boca, la misma que no le hablaba desde la mañana aquella de hace tres años donde vi por vez última las sonrisas de María y de Daniela, que se desvanecieron en la ciudad, en aquel accidente que me las quitó de una vez y para siempre.


Al llegar fuimos a llenar los botes. La casa de techo de paja ardía casi entera. Los gritos y la tos de las mujeres no cesaban.


-¿Dónde están?


-No sé...


Corrí al mar a mojar mi playera con agua, me la enredé en la cabeza y fui a donde había una puerta. Como pude la abrí y entré. Escuchando los gritos pude llegar con ellas, y sacarlas. La niña estaba casi inconsciente, mientras la madre se deshizo en llanto y se desmayó al salir. La casa se quemó, poco pudimos hacer con el agua que le arrojamos. El hombre también rompió en llanto al verlas vivas, y me pidió llevarlas a un centro de salud. En el camino no paró de agradecerme, y decía cosas como que Dios me había puesto allí para ayudarle.


Los dejé en el centro de salud y de regreso a mi camioneta tomé mi mochila para ponérmela al hombro. Antes de subirme, el hombre, que me siguió y se buscó en su cartera y bolsillos, se sacó unos billetes para dármelos. Cuando me negué, alzó el brazo y los metió en la mochila, que estaba abierta; recordé entonces la pistola. Me volteé para decirle algo, pero no pude: su expresión ya lo estaba diciendo todo, sin necesidad de hablar. Bajó la cabeza, se enjugó unas lágrimas, volvió a subirla, sacó su mano de mi mochila y me dio unas palmadas en el hombro.


-Vaya con Dios. Le estoy agradecido. Dios lo bendiga.


Nada más que 'Gracias' le pude contestar. Quizá - no lo sé - el hombre también vio mis lágrimas caer, y mis ojos desencajarse cuando vieron los suyos. Quizá - no lo sé tampoco - también vio mi mirada tan perdida como la suya estaba antes. Quizá al igual que yo, no pudo encontrar más palabras para decir, más que las que dijo. Yo quise responderle que no creía en Dios, pero no pude. Quizás porque ese día Dios me había mostrado otra cara suya.


Ya era de noche. Tomé carretera. 'Everybody hurts' de R.E.M. sonaba en el radio. Aquél no era un día para morir.


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