Por Yesenia Flota
Estaba aterrada, sentía el cuerpo tenso. Frente a la oscuridad y el silencio permanecía atónita, mirando la pantalla de la computadora, pensando en mi futuro. Le clavaba los ojos a las velas que tenía enfrente, sintiendo que las llamas y yo éramos una misma figura. Que yo como ellas, tenía impulsos pero que me resistía a fluir. Mejor ser contenida que dejarme llevar y arrasar con todo a mi paso.
Envidiaba a las flamas que observaba porque parecían tener el propósito bien definido: iluminar y con su calor dejar aroma a vainilla por toda la habitación. No sé si en otra parte, las velas hubieran tenido otros sueños, otro querer ser. Quizás ansiaban convertirse en antorcha olímpica, hoguera en protesta o fogata en algún cerro, pero habían nacido en los pequeños frascos para ser decoración y servir de relajación en el cuarto de una mujer indecisa. Suerte que no tuvieran conciencia o que al menos, yo no pudiera percibirla.
Tristemente su aroma no iba a aliviar la ansiedad que me tenía sin estómago, pasar mi propia saliva me causaba trabajo, estaba en una lucha constante con mi respiración. Pensar en mi futuro, como si existiera certeza, siempre me ha provocado pesar. La facilidad con que una simple acción puede redefinir el camino de tu vida me parece demasiado abrumador. Hacer o no hacer, irme o quedarme, esperar o partir. El terror de la dicotomía me ha acechado desde que pude elegir, y desde que supe todo lo que está más allá de mí, más grande que yo, como la sombra que proyectaban las llamas. Ojalá supiera con exactitud el final de mis decisiones como conozco el perímetro de esta habitación.
A diferencia de las velas, me estoy consumiendo sin propósito. Esta noche quizás no resuelva nada, a lo mucho seguiré observando el tiempo mientras la cera desaparece, guardaré melancolía del último minuto vivido, extrañaré lo que recién estaba y aceptaré que soy testigo de un suceso finito e irrepetible porque el mañana vendrá por mí.
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