Noroña: del machete a la cuchara de plata
- Alejandro Juárez Zepeda

- 14 jul
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Actualizado: 14 jul

Por Alejandro Juárez Zepeda
“Puedo hacer con mi dinero lo que quiera”, graznó Noroña, como quien escupe una verdad tan cruda que ni el cinismo se atreve a digerirla. Y sí, tenía razón. Una razón brutal, de esas que caen como un ladrillo en la cabeza: el dinero — ese dios laico y viscoso de nuestra época — no distingue entre el predicador y el mercader, entre el tribuno del pueblo y el junior sin culpa. Se cuela por los bolsillos como la pus por una herida mal cerrada, sobre todo si esos bolsillos pertenecen a los nuevos sacerdotes de la fe cuatroteísta.
Ahí estaban, en el St. Regis, hotel de cinco estrellas, con cero escrúpulos, celebrando los 60 años de Pedro Haces, un viejo lobo sindical con el encanto de un Romero Deschamps recién salido de una tienda de trajes mal cortados. Rodeado por diputados de Morena — los mismos que recitan letanías contra la oligarquía mientras arrullan a casi 50 millones de pobres con promesas de redención — , el festín era una postal pornográfica del poder. Platillos que costarían un mes de salario obrero, vinos que se beben como si la patria no se estuviera desangrando a unos metros…
¿Quién pagó la cuenta? Da igual. En este país, la factura siempre la paga el que no fue invitado.
En medio del banquete, entre los brindis y la hipocresía marinada en salsa de ostión, otra vez Noroña. Antes machete, hoy cuchara de plata. De tribuno rabioso a mirrey sin abolengo, de azote del privilegio a dueño del Senado-Airbnb. Ha cumplido su sueño: ya no incomoda, ahora estorba. No sube la voz, sólo eructa privilegio. Su transformación no fue ideológica, fue digestiva. El que gritaba contra los ricos hoy come a su mesa. Y lo peor: se limpia la boca con el discurso que antes lanzaba como granada.
Morena, ese experimento mutante entre esperanza y resentimiento, terminó fagocitándose a sí mismo. De movimiento social a maquinaria de ambición. De trinchera crítica a batallón de demoliciones institucionales. Los que antes denunciaban la desigualdad hoy la administran. Los que decían estar del lado de los desposeídos ahora brindan con los depredadores de siempre, envueltos en el mismo tufo de impunidad y grasa cara.
¿Fue una caída? ¿O simplemente se quitó la máscara el monstruo que ya era? Tal vez nunca fue justicia. Tal vez nunca fue el pueblo. Tal vez fue sólo la furia de los excluidos queriendo cambiar de lugar en la mesa, no abolirla.
Y una vez ahí, repiten el mismo ritual obsceno de siempre: tragan, se relamen, niegan el pasado. No transformaron nada.




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