Por Juan Ignacio Valencia Díaz
En sus ojos se lee el peligro; Una alma sedienta y borrascosa. En sus manos se lee el miedo, En sus piernas largas el valor.
Sus labios se abren y ella habla; No encuentro en otras bocas sus palabras. Todas las voces caben en ella, Todas las lenguas salen de ella.
Respira el mismo aire circundante; Exhala aquello que tanto anhela. Hálitos blandos de sueños cálidos, Allén de la cama donde despierta.
La tierra que pisan sus pies quema; Le urge a marchar en pos de su carne. Carne propia que toma sus pasos, Sangre suya que se abalanza.
La vida le corre en las venas, apremia; El hacer y el saber son cosas distintas. Siempre tiene prisa, siempre. "No hay nunca tiempo para la espera", dice.
En sus cejas salpican los sueños
Aquellos que se derraman, esparcen;
Despierta a la puerta del descanso.
Bajo los anhelos de un "quizás..."
Anda sobre rabos de nubes cortados,
Asidos por las manos de Dios;
Pisa los cúmulos con pies descalzos
bebiendo en vasijas de cerámica.
El peligro lo carga en los brazos;
De torva mirada, amenaza su caminar.
Cuando la miras por detrás de los ojos.
Indefensa se vuelve, y deja de embestir.
Ya luego se marcha, sola, tras el cielo.
Sus sueños se quedan a la espera;
Sus pies penderán de otras nubes
‘Hálitos de un Dios que despierta’.
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