Por Ana Lau
Hablando de rescates, sin demeritar el sentido más efímero del significado tajante, lo que implicó en mi vida ser rescatada va desde lo más simple para algunos y lo más complejo para otros; sin embargo, no encuentro las palabras exactas para describir la experiencia de complicidad que me ha llevado al cataclismo de emociones que hoy prevalecen en mi.
Me rescata todos los días al mirarme y sin palabras veo el infinito amor en la inmensidad de sus ojos, al despertar y leer o escuchar un "Buenos días, mi cielo", cuando con voz suave me pregunta "¿Quieres ir a comer algo?"; lo hace sin decir una sola palabra, solo con verlo, me pierdo en la profunda pasión de su actuar conmigo, lo hace cuando necesito el abrazo infinito, ese que pareciese que detiene el tiempo.
Las pequeñas cosas (inmensas en realidad), la dulzura de no hacer nada y tenerlo todo, de no hacer nada para los ojos de quien mira desde fuera pero en los ojos de mi interior, lo es todo, es mi universo entero fuera de mis roles adicionales, mi rol de pareja se había muerto, apaciguado, estaba en freeze y no sabía que se podía poner en acción de nuevo, ¡y de qué manera!
Rescatar de mis ruinas y construir sobre ellas sueños conjuntos no es una faena simple, ni tampoco de poco esfuerzo, es tan imponente que hace que tiemble de miedo y de alegría (un agridulce por decir algo), no hay incertidumbre, de eso vivía durante los últimos "siglos" de mi antigua yo.
Rescatar a través de la "dulzura de no hacer nada" y me refiero a que no lo busqué, apareció, se acopló, lo encontré o me encontró, para el caso es lo mismo; me da oportunidades y esperanzas, sueños casi tan tangibles que puedo saborearlos, palparlos y sentirlos… hoy me aferro a ellos ya que por fin tienen nombre y apellido.
Para Álvaro…
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