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Transporte a la infancia. Reseña de libro

  • Foto del escritor: Cámara rota
    Cámara rota
  • 26 jul
  • 4 Min. de lectura

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Por Dolores Reyes


Transporte a la infancia es a la vez un libro hermoso y despiadado, que se abre con un mandato constitutivo de las masculinidades: Hay que matar. En este caso, quien debe ser asesinado es el niño, que se aparta de la norma, el niño que gusta de las falditas y los colores, el que es extremadamente pulcro y sabe limpiar, el hijo que aprendió a leer antes del kínder. Matar siempre al que se aparta de lo que se considera normal, pero no esperar que sea el afuera quien lo suprima, sino que el mandato impone matarlo de puertas para adentro, para borrar a vergüenza del padre.


La culpa, por supuesto, de que el niño sea joto la tiene la mujer: “Tú lo hiciste así”. Repite ese hombre como mantra. Hay un cuchillo que cambia de manos, hay una amenaza, y como un conjuro, hay también una respuesta que es defensa y es posicionamiento: “Deja de estar chingando. Me tiene harta. Deja a mi hijo en paz. Tú eres el que debe morirse”.


Aparece en la novela un principio que me sorprende por su frescura, tanto como por su firmeza: ¡Hay que defenderse! Tanto madre como hije se defienden ante cada nueva violencia, sin dejarse acorralar. Y se defienden de las otras madres, de los muchachos abusones, de la niña karateca, de la envidia y la estrechez mental. Madre e hije no vacilan a la hora de preservarse de las hostilidades y la incomprensión del entorno.


La escuela y las otras madres son territorio hostil. Aparecen las comparaciones, las miradas que juzgan y que odian ya desde el kínder, la diversidad sexual vista como una enfermedad que un médico oscuro y lejano quizás pueda solucionar.


“Entonces comenzó mi expulsión. La directora se fue y me dejó encerrada en su oficina. Encerrada con llave. Desde dentro la vi portar su bolso rojo (que nunca cambiaba) e irse, no sin antes decirle al conserje algunas cosas, darle indicaciones, entre ellas que me abriera solo cuando vinieran por mí, porque así lo hizo. El conserje nunca se acercó a ver cómo estaba o si seguía viva mientras me quedé en prisión”.


La madre defiende nuevamente como a una leona a su cachorro. Ella tampoco es femenina, no se maquilla ni se preocupa por acomodar su cuerpo a los cánones esperado para una mujer. Esta madre se planta una y otra vez, y logra hacer la diferencia ante una escuela y unas madres absolutamente expulsivas, pero no es sólo eso, su voz también enseña y explica, trae también el hambre de las otras incomprendidas, flacas, las eternas niñas despeinadas y sin lonchera, que arrebatan bocados de sándwiches a mordiscones salvajes. Tierna y firme, la madre enseña con la explicación del hambre, lo que es la empatía. Aquello que el resto del mundo de los adultos está negando. Lo que el padre ni siquiera intenta…


En ese cruce termina siendo posible que haya en Transporte a la infancia una persona que es muchas cosas menos lo que todo mundo ve: Un niño. Entonces es en sus sueños, reina, monja, ama de casa, niña, visionaria, muchachita embarazada, madre, reina del carnaval.


“Siempre soñé con ser reina del carnaval y desfilar. No a pie en una comparsa sino en un carro alegórico, donde iban las reinas y las princesas tanto adultas como infantiles. Porque en este carnaval incluyen reinas de la tercera edad y una reina para cada sector de la industria o comercio. Que si la reina ganadera, la reina de los pescadores, la reina de los pulmoneros, la reina de los camioneros, etc. Un profesor que me dio clases muchos años después, en la universidad, decía que Mazatlán era socialista y al mismo tiempo monárquica, porque todas querían ser reinas, o eran reina de algo, y nunca querían clases.


Yo soñaba con ser reina o princesa, pero no de una película, sino del carnaval. Cada año, desde que tuve ese deseo, le decía a mi mamá que me apuntara en el concurso, y ella me decía que después. Después. O me engañaba con las fechas y, cuando me daba cuenta, lloraba porque ya se me había pasado la convocatoria”.


La madre vuelve a enseñar, y para eso acompaña sin dar conclusiones, pero guiando para que la hija saque las suyas acerca de la diferencia de clases, las cosas que son para los ricos, y las que son para ellas, el trabajo bestial pelando camarones, que impregnan con su hedor el cuerpo, la ropa, y el alma. La niña que late en ese cuerpo de 10 años quiere otra cosa para sí misma y busca. Transporte a la infancia es la historia de una criatura empecinada en buscar su propio destino y darse las armas para conseguirlo.


Frida Cartas logra a través de la voz de ese niñe, quizás de ese niñe que siempre se supo especial, transportarnos indefensos a la infancia más descarnada y a toda su inteligencia salvaje que le permitió llegar a ser. Conócete a ti mismo, reza el primer axioma de la filosofía, y Frida parece ser que desde siempre, se conocía a sí misma mejor que nadie. Esta es la historia, llena de aventuras y tristezas como camino al héroe, que emprende un niñe, casi tan frágil como poderoso, por lograr llegar a ser.


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