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  • Foto del escritorCámara rota

Una banca en la Alameda (o una simple broma del destino)


Entre sus helados dedos la tarde parecía no tener fin. Llévabamos horas tomados de la mano, sin decir una sola palabra.


Se conocían hacia ya cuatro años, pero esa era la primera vez que se citaban para verse. Todas las tardes, frente a la computadora, platicaban sobre todo: la escuela, los amigos, la familia, las mascotas, la música; eran los mejores amigos.


Pasamos la tarde sintiendo a la gente caminar frente a la banca, nuestra banca, escuchando el tráfico del Centro Histórico y riendo a ratos, ya fuera por las frases iracundas que gritaban los taxistas o por las conversaciones que se iban con el mismo viento que las había traído. Nos parecía increíble que ese avatar con quien compartíamos tanto virtualmente cobrara vida fuera de los píxeles y caracteres.

Tantas veces fantasearon en pláticas sobre el día que se conocieran en persona, pero ninguno de los había pensado que sería por un tercero que lo harían. Ahora se sabían tan reales uno del otro y que se encontraban solos (de alguna manera) no podían siquiera comenzar una charla boba, como las que tenían a diario por el messenger.

Parecía que nos miraríamos por siempre, éramos un par de adolescentes haciendo realidad un sueño (como cuando conoces a tu artista favorito), hasta que unimos silencios en un beso y después de éste vino otro y otro, cuando abrimos los ojos nos dimos cuenta que había oscurecido y teníamos que regresar a nuestra distancia, nuestra realidad fuera de aquel sueño virtual, regresar a escribirnos, que fue lo que mejor supimos hacer después de todo.

Hace poco renovaron la Alameda, las bancas no son las mismas y las nuevas no ocupan el lugar de las antiguas. Hace mucho esa pareja dejó la adolescencia y con ella ese sueño de amor que nació a la distancia y por medio de un ordenador.

El amor en tiempos de internet es una broma aún más cruel. 



Por Gabriela M. Torres


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