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Carlton Miniott



Por Helly Raven


Helen se había apuntado a ese tonto viaje turístico para complacer a su mejor amiga que, sorpresa, la había llamado cinco minutos antes de subir al bus tour diciendo que estaba resfriada y no podría acompañarla. Ahora iba en uno de los asientos del fondo, recostada al cristal que se empañaba y aclaraba con su respiración, sin prestar demasiada atención al guía que narraba cómo los campos que veían a ambos lados habían pertenecido a tal o más cual familia hacía siglos.


Estaba comenzando a pensar que llevaban media vida rodando en aquella lata de color rojo chillón, cuando el hombre anunció que se detendrían en un pueblito a las afueras de Yorkshire para estirar las piernas y disfrutar del paisaje.


«Lo que tú digas amigo. Solo dame un café y regrésame a la civilización, por favor»; pensó Helen mientras se estiraba, perezosa, en el asiento.


Bajó los escalones del bus detrás de un señor que no dejaba de remeterse los faldones de la camisa en la parte trasera de los pantalones y su mirada chocó con el cartel de inmensas letras azules: BIENVENIDOS A CARLTON MINIOTT.


—Estaremos aquí durante media hora, a lo mucho. —informó el guía— Por favor, intenten no perder la noción del tiempo mientras visitan este hermoso pueblo.


—Seh, hermoso... —masculló Helen dando un vistazo alrededor.


Anduvo hasta la cafetería, consiguió un donut y un café que parecía llevar tres kilos de azúcar y que no logró acabar por las arcadas, así que lo tiró a la papelera más cercana mientras vagabundeaba por las estrechas calles, intentando no alejarse demasiado. En la esquina que daba al interior de un callejón, un niño de unos 10 años y sudadera de capucha llamó su atención momentáneamente.


Agitaba una mano demasiado pálida en el aire, al tiempo que mantenía la otra oculta en los bolsillos del abrigo, algo grande para él y a pesar de estarle pidiendo que se acercara, no levantaba la vista del suelo. Helen se dijo que parecía un chiquillo raro, pero la curiosidad pudo más, así que se acercó para ver si necesitaba algún tipo de ayuda.


Antes que ella estuviese a menos de 5 metros, dio vuelta y echó a correr por el estrecho pasadizo.


La joven, sorprendida por su reacción, dio un grito llamándole, a la vez que le seguía sin pensar apenas en lo que estaba haciendo. Recorrió un trecho a la carrera, hasta que los pulmones y las piernas comenzaron a protestar por el excesivo ejercicio; se detuvo, volvió la vista y constató que la entrada de la calleja quedaba más lejos de lo que había creído en un inicio. De hecho, sus músculos agarrotados parecían los de alguien que corriese en una maratón y aquella estrechez no lograba más que sofocarla, como si los dos edificios a ambos lados estuviesen inclinándose para saber qué ocurría ahí abajo.


—¿Pero qué diablos de...? —comenzó a quejarse, sin embargo la visión del niño al fondo, en lo que parecía la salida, agitando aún su mano, le cortó las palabras. Siguió avanzando entre improperios y promesas de azotes para su travieso guía.


Justo cuando estaba pensando que era mejor regresar, las paredes parecieron abrirse de súbito; frente a ella quedaba una cerca desvaída y rota en varios puntos, que permitía el acceso a una pequeña hondonada, resplandeciente del verdor del césped. Pero lo más llamativo del sitio eran las casetas telefónicas, como esas que aparecían en las películas donde retrataban la Inglaterra de los años 50's.


Cientos de ellas, unas junto a las otras, como soldados en un pase de lista; todas mostrando el típico deterioro de algo que lleva demasiado tiempo a la intemperie y falto de cuidado.


—¡Jo! Es como un cementerio de estas cosas —decía mientras buscaba el móvil en uno de sus bolsillos— Clara va estar encantada cuando lo vea.


Presionó varias veces el botón de encendido del celular, pero nada ocurrió.


—No me digas que te has quedado sin batería justo ahora, estúpido trasto. ¿Y qué hora es? Tengo que volver...


—¡Hey, señorita! —era el niño de antes. Una vez más le llamaba para que se acercara, en esta ocasión desde el otro lado de la cerca.— Venga, venga.


Helen lo pensó un poco, hasta que acabó encogiéndose de hombros y cruzando a través de un agujero. Algo en aquel sitio la hechizaba irremediablemente, la hacía querer ver más de esas reliquias y quizás, entrar a una de ellas para una rápida llamada a su difunta abuela.


Se detuvo en seco cuando notó lo que había estado pensando. ¿Una llamada a su abuela? Si llevaba fallecida más de siete años, por dios.


Bajó la vista despacio al notar donde estaba posada su mano: en la manivela de una de las rojas puertas con cristal opaco. ¿Cómo había llegado tan rápido hasta allí?

Tragó la bola que sentía en la garganta, retrocediendo un paso, hasta chocar con alguien a sus espaldas.


—No, por favor. No, por favor —murmuró antes de girarse.


Topó de bruces con el niño, que ahora tenía la cabeza alzada permitiéndole ver unas cuencas vacías en un rostro a medio camino de la putrefacción. Sonrió y un líquido viscoso le escurrió por la comisura de los labios. Cuando habló, Helen escuchó la voz retumbando en su mente y a su alrededor, entre las cabinas, como un eco.


—Vine aquí porque ellos me obligaron. Ellos me forzaron para demostrar lo valiente que era, pero se decían cosas horribles de este lugar. —Ella intentó apartarse y la sujetó de la muñeca con una mano que parecía de mármol— Ahora estoy atrapado con los otros. Tengo que alimentarle, porque eso es lo que quiere.


La joven comenzó a gritar, dando alaridos histéricos con la esperanza que alguien la escuchara.


—Tengo que alimentarle, igual que los otros —repitió el chico.


A su espalda, la puerta de madera se abrió despacio, revelando una negrura sobrecogedora similar a la de una tumba o una boca sin dientes. Lo último que Helen vio antes de desmallarse y ser arrastrada al fondo del abismo, fueron los miles de ojos amarillos que la contemplaban desde el interior de la caseta.


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