Yo quería tener las uñas negras. Me gustaba vestirme extravagantemente, y los tatuajes, las botas altas, el cabello largo, el rock n roll, los piercings.
Y me sentía distinta.
Así me aparecía en cualquier lugar, con mi estalaje anómalo, con mi conducta mansa de persona distinta hasta que alguien me miraba por encima del hombro, o alguien decía algo sobre mis ropas, sobre mi cabello.
Yo, en el fondo, me sentía distinta.
Y el hecho de que alguien despotricara contra mí, me hacía sentir discriminada.
Y conocí a Laritza.
Laritza tenía 15 años. Se arreglaba el pelo, se pintaba las uñas, era feliz y era la única niña (persona) en Cuba diagnosticada con Síndrome de Proteus.
Laritza es una de muy pocas en el mundo. Su enfermedad le provoca que crezca, esto es, se desarrolle, una mitad del cuerpo en demasía.
Ella es (tomando en cuenta el sentido que yo daba a esta palabra) distinta. Y es Feliz.
Tampoco está pendiente de que alguien pueda mirarla por encima del hombro, o cuchichear o de cualquier conducta parecida a la discriminación.
Laritza es ella misma. Es FELIZ.
Tampoco creo que haya ser en el mundo lo suficientemente inicuo como para discriminarla.
Sin embargo, hay personas en el mundo lo suficientemente obcecadas como para segregar (discriminar) a otra persona por el modo en que viste o por ser gordo o albino, astuto o calvo. Como si cualquier día sus hijos no estuvieran en peligro de ser albinos, astutos, gordos, calvos.
Todo el mundo lo está.
Frente a este hecho hay quien dice la palabra “tolerancia”, pero la tolerancia deja de sernos útil si entendemos que todo el mundo es, al final, persona.
Que todos somos, además, el otro.
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