Intrigante vivencia sin explicación aparente.
Rufino, un perrito que hace tiempo rescatamos y que terminó por quedarse con nosotros, gusta de salir varias veces al día a pasear, regularmente un paseo en la mañana, otro en la tarde y uno más en la noche. Los paseos nocturnos suelen ser incluso pasada la media noche, cuando hay mucho trabajo y el tiempo pasa desapercibido.
Debo aclarar que la colonia Obrera, en donde vivimos desde hace un tiempo, es regularmente una colonia en donde hay actividad hasta muy tarde. Incluso en esos paseos trasnochados, a eso de la una a.m. aún se pueden encontrar a varias personas a las afueras de los múltiples comercios que siguen abiertos hasta media noche sobre la calle de Bolívar, terminando la limpieza de los locales y preparándose para ir a casa. En uno de esos paseos de media noche nos ocurrió algo un tanto perturbador. Era un día jueves, el viento era particularmente frío pese a estar lejos aún el invierno. Para mi sorpresa, pese a que faltaba cerca de un cuarto de hora para la media noche, las calles se veían completamente vacías. Incluso vecinos que también son paseadores nocturnos este día parecían ausentes. Aunque peculiar, no le tomé demasiada importancia a esta situación. Continuamos nuestro camino hacia la calle de Bolívar, en la que, para mi sorpresa, todos los comercios tenían ya abajo sus cortinas y no parecía haber actividad dentro.
Seguimos el paseo por unos minutos y me llamó la atención el silencio que se percibía. A lo lejos, el sonido del motor de un auto o dos pasando sobre el Eje Central y después, nada, ni siquiera el chirrido de los grillos peregrinos que en ocasiones se refugian del asfalto de la ciudad en las pequeñas jardineras que adornan las banquetas de las calles más afortunadas.
En sus paseos, Rufino suele ir olisqueando por todos lados y procurando marcar en todo objeto que sobresalga de la banqueta, hábito que ni siquiera la esterilización pudo dejar atrás. Este paseo no era la excepción a este peculiar comportamiento. Cuando llegamos a la esquina de Bolívar y Juan A. Mateos, Rufino se detuvo repentinamente. Se quedó atento, mirando fíjamente un árbol que se encontraba más adelante. Intenté, sin éxito, buscar el foco de su atención, pensando que tal vez un gatito pudiera andar vagando cerca de allí. De pronto, fuí interrumpido por un brusco jalón de Rufino, quien se dirigió precipidadamente hacia el árbol en cuestión, dejando atrás arbustos, y cachivaches de apartar calle, a los que, en otra ocasión, hubiese estado encantado de dejarles su toque personal. Llegamos al árbol, situado frente a una casa a la que el alumbrado público no favorecía nada. Una casa de dos niveles con una pequeña puerta de entrada y un balcón cuya vista eran las ramas del frondoso árbol.
Rufino, agitado, ya no tenía interés alguno en el árbol sino que buscaba algo del otro lado de la acera, lo cual reforzaba mi teoría de que tal vez era un pequeño gato que ahora había cruzado la calle. Ante la insistencia de Rufino a cruzar, decidí seguirlo para ver si encontrábamos al gatito. A jaloneos, Rufino pedía que me apresurara a pasar al otro lado. Allí, ya habiendo cambiado de acera, Rufino ahora regresaba de nuevo a mirar el árbol. Jaloneó para hacerme dar unos pasos más y entonces, sin razón aparente, se sentó, con la mirada fija ahora hacia la copa del árbol.
Si era un gato debía de ser muy hábil para haber regresado del otro lado de la calle y haber subido al árbol sin que me hubiera dado cuenta. Me quedé viendo a Rufino, quien se mantenía sentado, pero firme, matenía la mirada fija a la parte superior de aquel árbol. Intrigado, traté de seguir su mirada y encontrar al causante de este peculiar comportamiento. Del otro lado, aquella casa mal iluminada, se mezclaba con las ramas del árbol. Una ténue luz en el interior de la casa se veía a lo lejos a través de una de las ventanas que daba al balcón. Mirando hacia la ventana, la distante luz dibujaba una silueta de mujer que asomaba a la ventana. Inmóvil, la silueta parecía estar observando todo lo que afuera ocurría. Súbitamente una ráfaga de viento frío hizo ondear lo que parecía el velo de la misteriosa silueta.
Me quedé paralizado unos segundos, hasta que un “estornudo” de Rufino, un sonido que hace con la nariz cuando quiere algo, me hizo regresar a la realidad. Rufino se levantó como si nada hubiese ocurrido. Regresé la vista hacia el balcón y la silueta había desaparecido. En un cambio súbito de actitud, Rufino comenzó a caminar normalmente hacia la calle de Bolívar, en donde una persona preguntaba la hora a otro transeunte. Las doce en punto, escuché decir.
El resto fué un paseo de rutina, poco a poco las calles parecieron retomar su actividad normal nocturna, los autos cruzaban ya por las calles de Bolívar y Juan A. Mateos, los vecinos paseadores nocturnos comenzaban a aparecer. Lo que sea que llamó la atención de Rufino, había desaparecido.
Por Gabriel Molina
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